Hace diez años que los griegos luchan a los pies de los muros de Troya, sus jefes, los hijos de Atreo, Agamenón (generalísimo de la campaña) y Menelao, han desterrado a uno de sus más valientes aliados, Filoctetes, a Lemnos (isla de particular culto al dios del fuego, Efesto), a causa de una pestilencial úlcera en la pierna, ta enojosa por su hediondez como por los gritos que arranca a quien la sufre. Ahora dicen los oráculos que es ese Filoctetes quien con sus dardos certeros ha de rendir aquella ciudadela. Y el encargado de lograr que quiera hacerlo así es Odiseo, aquel mismo precisamente que dolosamente le había deportado y abandonado en aquel desierto islote: su mayor enemigo.
Para hacer posible la conversación, Esquilo, con su habitual ingenio, supone que no reconoce en todo el tiempo a Odiseo aquel viejo militar, que lleva, sin duda, su imagen imborrable en el corazón. Eurípides arbitra el que la diosa Atenea disfrace prodigiosamente a Odiseo y ciegue en este punto a su enemigo cordial.
Sófocles, siempre más humano, en este drama lo fía todo a la astucia del inexhausto en recursos. Odiseo, pues, va a la isla de Esciro y se trae de allí al joven Neoptólemo, hijo de Aquiles, diciéndole engañosamente que es él quien ha de tomar Troya, según los oráculos. Llegado a Lemnos -este es el comienzo del drama-, le añade que también es necesaria la cooperación de las armas de Filotetes, y para ello es preciso robárselas (la realidad es que, teniéndolas en su poder el formidable flechero, no se atreve a acercársele Odiseo el taimado, y, una vez quitadas, él se encargará de inducirle a irse con ellos a Troya). Luego declara con franqueza que debe ir el mismo Filoctetes, con lo que el incauto mancebo devuelve a este el arco, que ya le había cedido el viejo militar. Así va Odiseo enredándose en la maraña de sus propias mentiras, que no son pocas.
Se aventura a presentarse ante su enemigo, aun cuando posee todavía su temido arco, pero solo por unos momentos y disfrazado de mercader. Más tarde, estando el viejo sin armas se atreve a acercársele descaradamente. Después de varios conatos llega hasta a exponerse ante su enemigo armado, pero pronto huye veloz, aunque, eso sí, anunciano que de todos modos él ha de lograr que Filoctetes, por las buenas o por las malas, vaya a Troya.
Aquel Heracles que tan inesperada e innecesariamente y tan contra la práctica dramática de Sófocles, aparece al final del drama, para animar y decidir por fin al obstinado cojo a ceder su resistencia y partir para Troya, si no es el mismo Odiseo, puede serlo muy bien, y merece serlo y ganaría mucho con ello el valor de este drama, que de otra manera termina en forma muy desgalichada y en contradicción con lo anunciado. No se ha de olvidar que el escenario, como lo muestra el prólogo, está configurado en forma tal, que no se distingue desde abajo, en la playa, la meseta que está sobre el acantilado de donde habla Heracles.
En este, como en otros dramas de su ancianidad, Sófocles ha remitido mucho el empaque y contoneo dramático primitivo, adoptando un lenguaje mucho más sencillo y familiar, aunque sin rebajarse tanto como Eurípides ni dejar de ser siempre digno y poético.