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viernes, 2 de enero de 2015

DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Don Quijote, al igual que la Iliada o la Odisea, vive y vivirá eternamente mientras haya un sólo lector sobre la faz de la Tierra.  Don Quijote no necesita recomendación para ser gustado y admirado: incluso quien no la ha leído sabe de qué va. Si existiese un sólo ignorante de esta obra al que se la pudiésemos prestar sin decirle quién fue su autor ni qué historia se esconde en sus páginas, reirá o se emocionará desde sus primeros capítulos.  Esto hace de Don Quijote la primera de las novelas y transcurrirán siglos sin que pase a ser la segunda.
Todas las literaturas del mundo están impregnadas de él.  Todos los personajes novelescos más famosos, aunque nacidos en diversos países, son hijos, nietos o sobrinos del esforzado hidalgo que imaginó Cervantes.  El Pickwick de Dickens, el Tartarin de Daudet, el Sherlock Holmes de C. Doyle no existirían si Cervantes hubiera dejado de crear hace cuatro siglos a su caballero manchego.
En la anterior entrada de este blog decía que, creado Don Quijote, creado Sancho Panza, ya no hay más.
Seamos como seamos no encontraremos lugar más allá de estas dos clasificaciones.  O somos Don Quijote o somos Sancho; y si no somos absolutamente ni el uno ni el otro es porque somos los dos a la vez, procediendo en nuestra vida, siempre irregular e ilógica, unas veces con desinterés e idealismo, otras con egoísmo y miras vulgares.
No conozco libro que simbolice mejor que este la superioridad del idealista y del soñador sobre el vulgo burlón y positivo, y ello a pesar de que Cervantes parece reírse algunas veces de las desdichas y desilusiones de su personaje.  Sancho, que es el espíritu práctico, la representación de la inmensa mayoría de la humanidad, figura como criado y servidor del loco, del idealista, que es el que marcha siempre delante y señala el camino.  Sancho, representante de la humanidad cuerda y enemiga de fantasías, cabalga cómodamente sobre mullidas mantas y con alforjas bien llenas de provisiones, pero su cabalgadura... ¡es un burro!
Don Quijote va a caballo.  Este caballo no es gran cosa.  La escasez de pienso hace que el esqueleto marque bajo la piel sus agudas aristas; pero al destacarse sobre el cielo, en la hora de la puesta del sol, tiene la noble silueta de un Pegaso hambriento, y a pesar de su anemia, encuentra siempre fuerzas para trotar contra los maléficos gigantes que se convierten en molinos de viento. ¿Cabe mayor metáfora en imaginación alguna?
No conozco en ninguna de las obras literarias que he leído -y a estas alturas llevo varias- nada tan profundamente humano como el final de este libro.  Don Quijote está enfermo; Don Quijote está en la cama y va a morir.  Y en este momento supremo le ocurre lo que a todos los soñadores, lo que a todos los poetas de la acción, que antes de morir, ven derrumbarse las ilusiones que guiaron su existencia, sufren el tormento de la vulgar realidad que estrangula el mundo imaginario en que han vivido hasta entonces.
Don Quijote, antes de morir, sabe que no es Don Quijote, sino el hidalgo Alonso Quijano. Y precisamente en el momento que él se vuelve tristemente cuerdo, es cuando empiezan a volverse locos todos los seres razonables y vulgarísimos que se reían antes de él.  Sancho, que tantas veces le ha hecho objeto de sus burlas disimuladas y de sus malicias, llega ahora y le dice:

"No muera, señor, y salgamos otra vez en busca de aventuras."

Cuando el amo empieza a sentirse cuerdo para morir, el criado hereda su locura. ¡Sublime! Así ocurre en la vida.  El vulgo, la inmensa muchedumbre positiva, práctica, sirve de criado, sin saberlo a la minoría de los soñadores y los locos que caminan por los espacios ideales en busca de nuevos inventos, de nuevas concepciones que hagan nuestro mundo mejor de lo que es.  La inmensa masa de Sanchos se ríe de su señor, encontrando graciosamente disparatadas sus aventuras, y cuando el soñador duda en el momento de la muerte de toda su vida e ilusiones, es la humanidad burlona la que se hereda esas ilusiones, la que las toma  como si fuesen suyas, y no ceja en conseguir su compleja realización.
Don Quijote está en todas partes.  Representa las mayores virtudes humanas, el desinterés, la defensa del débil, la supresión del egoísmo, la abnegación por los semejantes.  Si la humanidad no hubiese producido el tipo de Don Quijote, no valdría la pena que existiese, ni merecería continuar su vida sobre el planeta.  El espíritu de Don Quijote surge donde menos se le espera.  No es patrimonio especial de ningún pueblo; lo creó España, pero pertenece al patrimonio de la Humanidad.  Allí donde exista una noción exacta de la justicia y del derecho, allí donde se odie la opresión y la violencia, allí está su patria.
Cervantes acertó a resumir en dos personas a toda la humanidad.  El gran acierto del artista es cuando consigue hacer en muy contados tipos la concreción de los distintos caracteres psicológicos que palpitan en el género humano.  Bien es verdad que muchas de las causas que nos separan no son sino artificiosas barreras levantadas por el egoísmo y la artería de los preclaros mandamases que nos gobiernan y apabullan. El amor a la patria divide a los hombres, los agrupa en distintas facciones y levanta entre ellos un fetiche, enarbola una bandera de colores que nos obliga a degollarnos mutuamente sin conocernos, sin encontrar, a poco que ahondemos en las causas, las razones que producen esos odios sangrientos y vulgares que conducen al llanto, al luto y a la orfandad de los inocentes.
De igual manera, existen los odios de razas que nos dividen en blancos, árabes, amarillos y negros, cuando el alma humana, nuestra personalidad psicológica, nada tiene que ver con el color de nuestra piel. Y surgen las creencias religiosas y, pensando en lo que puede haber más allá de la tumba, divide a los hombres en distintas comuniones y hacen que, no ya hoy, sino en otros siglos, nos hayamos perseguido y acuchillado mutuamente por discernir lo que pueda esperarnos en la ultratumba, cuando tal vez todos sepamos lo mismo y es que no sabemos absolutamente nada.
La natural, la verdadera división humana es la que realizó Cervantes en aquel libro inmortal: a un lado los Quijotes -muy contados, por cierto-; al otro lado el inmenso rebaño de Sanchos que constituyeron el gran pero de la humanidad.
Cuando pienso en Don Quijote no me lo represento tal como aparece en la novela, montado sobre la espina nudosa y aguda de su fiel y resignado Rocinante; me lo imagino montado sobre el lomo de un inmenso libro de la Historia Universal: una de las piernas del loco aventurero cae en el pasado, en la Edad Media, y la otra en la Edad Moderna.  Aquello da el último adiós a un mundo romántico que se esfuma en los anales del pasado; la otra saluda con tristeza un mundo nuevo que nace, saturado de positivismo y decidido a vivir de realidades más humanizadas.
Y es que los grandes artistas, los artistas de verdad, gozan del privilegio de condensar en unos cuantos renglones todo lo más íntimo y lo más esencial, lo que sintetiza las palpitaciones de nuestra alma.
Tiene el Quijote una página, la última, cuya lectura deja profunda huella en el ánimo. Ya he hablado de ella: la muerte de don Quijote.  Nada conozco, en la historia del arte, que tenga más sentido que esas cuantas líneas.  Para encontrar algo semejante habríamos de acudir a la música, pues únicamente podría compararse la muerte de Don Quijote a la de Sigfrido, el héroe candoroso, alma de niño, espíritu abierto a las más nobles e ingenuas aventuras.  Aparte esta, no conozco otra cosa semejante sino una sonata, una gran sonata de Beethoven, una sonata que, quizá por ser la última de aquel coloso, no tiene título.  Solo al frente de la partitura se encontró una pregunta y una respuesta, escritas ambas del puño y letra de aquel que fue un dios de las artes.  Al frente de esta partitura, que tenía como el último lamento de su alma, Beethoven había escrito: "¿Es preciso?".  Y debajo añadía: "¡Sí, es preciso, es preciso!".  Tal era el título de su última obra musical.
Tal vez en aquella pregunta quería decir Beethoven: "¿Es preciso morir" ¿Es preciso que yo, que llevo dentro del cráneo todo un mundo, un mundo de ideas, un mundo de sentimientos, un mundo de melodías, es preciso que muera?"  Y luego de reflexionar, añadía con su tristeza de genio: "Si, sí que es preciso morir, es preciso dejar el sitio libre a las generaciones que vendrán detrás"
De igual modo, Cervantes, al escribir su obra, se preguntaba lo que Beethoven: "¿Es preciso matar a Don Quijote?"  Y contestaba: "Sí, es preciso".
El Quijote es una obra que comienza con una carcajada y acaba con una lágrima. Es una obra que comenzó Cervantes con la risa en los labios, no viendo más que el Don Quijote que servía para regocijar al público, y luego, conforme fue adelantando la novela, se encariñó con su personaje y lo dejó vivir; después de ocho años vuelve otra vez al lado de su Quijote y escribe la segunda parte.  Andando el tiempo, Don Quijote ya no reía: pensaba y decía grandes verdades, y su padre espiritual, su autor, se sentía cada vez más enamorado de él, hasta que llegó un momento en que hubo de formularse la terrible pregunta: "¿Es preciso?" Y decidió matar a Don Quijote.
Y Don Quijote muere de manera melancólica y trágica, a pesar de morir tranquila y cristianamente en su cama, la del pobre caserón de La Mancha., porque debe morir, porque para él ya no hay lugar en la vida, porque la vida se ha hecho para Don Quijote loco, para Don Quijote sublime, para Don Quijote poseído de los grandes entusiasmos y virtudes.  Un Don Quijote cuerdo, con sentido común, con el sentido de lo vulgar y de lo mezquino, de lo egoísta y de lo mundano... ya no es Don Quijote.
Es por eso que Don Quijote es el símbolo de nuestra raza, de nuestro pueblo -y me refiero a toda la raza humana-, porque todos nacimos para ser sublimes; pero, para serlo se necesita realizar locuras y, desde que la vida moderna le impuso a la otra una vida práctica y la sometió a la disciplina de los demás ya no hay razón para que nadie viva entregado a sus excesos imaginativos, y así nos va. Por eso tal vez muchos, tal vez tantos, hayan optado a estas alturas por meterse en la cama, como Don Quijote, para dejarse morir en sus ilusiones.
Nueve años separan las dos partes del libro. Nueve largos años que marcan y definen un cambio radical en la obra. Si la primera parte es jocosa, la segunda resulta filosófica y profunda, desencantada y reflexiva. Fue la aparición del Quijote de Avellaneda la que obligó moralmente a Cervantes a tomar la pluma de nuevo, defender su creatividad y cumplir su promesa de regalarle al público la continuación de su obra y darle fin a la historia con la muerte del ingenioso hidalgo.  Resulta estremecedor pensar que su autor muriese apenas un año después de concluida esta labor.  ¿Qué hubiese ocurrido si la muerte hubiese acabado con su vida doce meses antes? Nos habríamos quedado sin la culminación de una obra maestra que, reitero, tardará muchos años en ser desbancada como la primera y mayor novela de todos los tiempos.  Era necesario que Cervantes tuviese un año más de vida como necesario era que transcurriesen casi dos lustros entre la escritura de la primera y segunda parte de Don Quijote.  Años de reflexión, desencanto, padecimientos, indiferencia de los demás escritores (que consideraban al Quijote una obra destinada al vulgo, muy lejana en méritos del reconocimiento de la excelencia literaria), años de desesperación, en fin, para que el autor redondease su obra y la hiciese inmortal.
No es de extrañar, pues, que en la última página la pregunta que plantea el autor sea "¿Es preciso?", ni que la respuesta sea "Sí, lo es", así como que la última palabra de la novela, en lugar de ser el definitivo "FIN", sea el reconfortante "VALE", que no sólo pone punto y final, sino que además expresa rotundidad, desahogo emocional y alivio moral.  Todo tiene sentido en el Quijote (hasta el lector).

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