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domingo, 11 de enero de 2015

LOS HERMANOS KARAMAZOV

En el presidio de Omsk conoció Dostoyevski tres hermanos chergueses que habían cometido un crimen, obedeciendo la orden del primogénito, y ahora representaban la perfecta solidaridad fraternal en la expiación. Los tres se amaban tiernamente, y los dos mayores sentían una ternura paternal por el menor.  Éste se llamaba Alei, y desde el primer momento encantó al novelista por su candor y su dulzura, por la inocencia y bondad naturales de su alma. Era el hombre naturalmente bueno, el hombre siempre niño, y Dostoyevskino se cansaba de contemplar su rostro bello y plácido, como una luna del presidio.  ¿Es muy aventurado suponer que el recuerdo de este trébol fraternal que viera en Omsk, florecido sobre la culpa solidaria, influyese luego en su imaginación para crear este otro trébol de los Karamazov, cuyo pétalo más tierno y puro es Aliosha, el hombre bueno e inocente? Parece difícil resistirse a la comparación.  Bien pudo ese recuerdo del presidio, ya que Dostoyevski apenas hizo después otra cosa que dramatizar sus reminiscencias de esa época, la más memorable de su vida, deslizarse en el crisol imaginativo, donde el novelista estaba forjando esas tres figura tan vigorosas, unidas por la sangre y la tragedia, y de las que sólo una, Aliosha, es enteramente inocente de toda culpa y cuaja en amor y ternura universales, ya que sus dos hermanos, Dimitri, el violento, e Iván, el sabio, si bien no han dado muerte a su padre, el viejo Fiódor Pavlovich, han saboreado mentalmente el acre fruto del parricida. Dimitri e Iván están unidos por una complicidad tácita y sobreentendida, y Smerdiákov, el bstardo (hermano suyo también), viene a ser, con su disparo homicida, el delegado vicarial de sus ocultas intenciones.  Sólo Aliosha es del todo inocente en ese parricidio consumado materialmente por Smerdiákov y más o menos soñado en el subconsciente de los otros dos.  Sólo Aliosha florece con su inocencia y parece destinado a enjugar con su ser el llanto y la sangre de los réprobos.  Aliosha es como una floración divina de ese trío fraternal.  El verdadero triángulo genético lo forman Dimitri, Iván y Smerdiákov. Aliosha es un regalo moralizante.
Pasemos a examinar el tremendo problema planteado en esta obra suprema por su autor.  Un problema que abarca todos los extremos del bien y del mal y que cae dentro de la ética, de la teología y de la ciencia biológica. El argumento es, desde luego, bíblico.  Ya en la Biblia se nos formulan estas tremendas cuestiones de amplitud cósmica, presentadas en unos términos familiares y domésticos.  El drama de los Hermanos Karamazov es un drama casero y al mismo tiempo universal.  Y lo fundamental es que todo su argumento gira en torno a un hecho que no se ha consumado -el parricidio- al menos en su forma supuesta, y sólo ha existido la intención.  De esta suerte, más bien que crimen, hay culpa, y su apreciación depende más del fuero eclesiástico que del civil, del confesor que del juez.
He aquí el sentido esencial de la obra y lo que la erige en la obra suprema de su autor, como final culminación de una serie de reflexiones sobre la moralidad de los actos humanos, sobre ese bien y ese mal que su espíritu creyente no se atreve a rebasar, como Nietzsche, poniéndose resueltamente más allá si bien desearía, no obstante, transponer.  No hay duda de que la idea del crimen obsesiona a Dostoyevski doblemente: como gesto dramático de plasticidad vivísima y como violación de la ética humana.
Los Hermanos Karamazov es grande por la magnitud del problema que plantea, no por el modo de resolverlo. Ese problema, que es el de toda la responsabilidad moral, queda irresoluto en el libro, porque en realidad, es insoluble.  No se le puede pedir a un novelista lo que civilizaciones enteras de hombres no han podido lograr.  Bastante ha hecho con percibir claramente los términos negativos del problema y exponerlos de un modo humano y patético.  Es obvio que para él no podía tener solución ese problema de la Justicia, porque su espíritu amoroso y libre sentía repugnancia hacia la justicia y se sublevaba ante la idea de que un hombre erigido en juez de otro, llámese magistrado o sacerdote, pudiera emitir dictámenes morales o jurídicos sobre él.  Por más que Dostoyevski tenga siempre en los labios el nombre de Dios y pretenda hablar en nombre de la Fe, en el fondo, sin saberlo quizás, es simplemente un anarquista, en el sentido de hombre libérrimo e irreductible a fórmulas.
Uno de sus personajes, el adolescente, declara que nunca ha podido sentir el amor del prójimo, es decir, del hombre próximo, aunque sí sea propenso a sentir el del hombre lejano.  Y en esas palabras parece psicoanalizarse el autor.  Aunque sentimental por un lado, también era un escritor profundamente intelectual, y el intelectual es un hombre antisocial por definición, aislado en sí mismo.  Dostoyevski reaccionaba contra sus apreciaciones encendiéndose en arrebatos pasionales de ternura abstracta, haciendo llamamientos heroicos a su inmenso fondo de amor, contemplando a las criaturas como hermanas suyas en el misterio del vivir y del morir.  Pero nunca pasó de ese estado místico de ternura, aunque él se creyera otra cosa.  Tampoco fue un creyente en Dios, y mucho menos en el Dios ortodoxo.  Cuando cree hablar en nombre de Dios en realidad lo hace en nombre de la vida, que era todo su amor y todo su credo.  Y dentro de esta aceptación total de la vida, dentro de este vitalismo,  puede afirmarse que el concepto de culpa, ya sea pecado o delito, no tenía valor legal ni teológico para Dostoyevski, y resultaba una noción incomprensible.  Porque el mal es tan necesario como el bien mismo para mayor esplendor e intensidad de la vida.  La vida debe instrumentarse según todas las escalas de tal modo que un personaje dé la nota cruel para que otro pueda dar la patética.  Es más: Dostoyevski piensa, desde su agnosticismo, que el mal, el pecado, es la fuente de toda emotividad.
Sucesión de antítesis: egoístas frente a entusiastas, plenitudes frente a carencias.  Literalmente, Los Hermanos Karamazov es la obra suprema de Dostoyevski y en ella confluyen todos sus escritos anteriores, que no eran sino bocetos del tratado en que iba a constituirse ésta (léase El Idiota, por ejemplo).  Una obra que termina igual que empieza: auspiciada por las mismas obsesiones bajo el signo de la antiomia.