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martes, 13 de enero de 2015

BALADA DE CAÍN de Manuel Vicent

En 1986, época en la que los concursos literarios todavía premiaban la literatura y no concedían favores a periodistas en nómina ni se los devolvían a políticos, Manuel Vicent se llevó el premio Nadal con toda justicia, merced a una obra breve y sorprendente a más no poder que dudo mucho, muchísimo, que deje indiferente a cualquiera que se asome a sus páginas.
Si hablar de Vicent es hablar de un autor rebosante de lirismo e imágenes, reseñar Balada de Caín es reivindicar sus arriesgadas metáforas, sus imágenes implacables, el preciosismo de sus descripciones y, ante todo, el contundente reto que supone interpretar lo que el escritor nos está queriendo decir.
Los deslizamientos temporales que se imbrican como los naipes de una baraja y nos llevan a saltar continuamente entre dos momentos al principio separados y luego simultáneos, cuales son el Oriente Medio del Pentateuco y la Nueva York de la segunda mitad del siglo XX, no sólo causan desconcierto en el lector, sino que lo desazonan porque vienen aliñados con una serie de mensajes, explícitos u ocultos, que provocan, cuando menos, inquietud.
La relación homoerótica e incestuosa de Caín y Abel, la conclusión de que los dioses están hechos a imagen y semejanza del hombre y de que es el hombre el que les concede su poder hasta el punto de que se lo puede arrebatar; el desafío, entre onírico y perverso, de poner implícitamente a Adán y Eva a los pies de los caballos (no merecían menos), la desmitificación del Paraíso y el constante recordatorio de nuestros verdaderos orígenes a través de figuras simiescas (los arcángeles son gorilas y la mejor amiga de Caín es una mona), convierten a Balada de Caín en un trabajo clamorosamente arriesgado, sutil, embarazoso y desafiante a más no poder.
Vicent expone nuestras vergüenzas en las peripecias de los hombres rata, una especie de eremitas que viven y reflexionan a costa de la mierda social que a todos nos salpica y nos recuerda con particular vehemencia, casi rayana con el paroxismo, que si somos descendientes de Caín es porque todos somos Caín y no al revés. La humanidad entera celebra la muerte de Abel, quien no sólo resulta tan prescindible como sus padres, sino que queda como último vestigio de un dios justiciero, vengador, caprichoso y tirando a imbécil e infantiloide.
Sobre el signo o la marca de Caín ya dijo mucho Herman Hesse en Demian, obra que abordaremos en un futuro no muy lejano. Pero Manuel, desde la honradez que lo caracteriza, da un paso más allá del premio Nobel y, en lugar de desmitificar al caído, desmitifica el pecado haciendo intersección de mundos paralelos al mejor estilo de Edgar Rice Burroguhs.
Vicent, sí, entra a saco en la mitología bíblica y nos mete de por medio ametralladoras, trincheras, aviones supersónicos y desolación para describir una decadencia infumable pero fumada que tiene no obstante una belleza metafórica que no por casualidad se materializa en la música de jazz.
Momento culminante para mí cuando la mona muere y es enterrada en el valle de Jericó (primer enterramiento neolítico para el autor en dicho enclave y comienzo de la civilización -toda civilización, los de historia lo sabemos, comienza en una tumba).
"No van a ninguna parte, los lleva la deriva de la historia", es la frase más demoledora que nos ofrece la novela cuando se refiere al sentido de la guerra y al destino de los portaaviones que navegan por el mismo Mediterráneo que dio origen a la cultura y a Europa.  Magnífica burla la de los miembros de la secta que aguardan ser arrebatados por los extraterrestres para vivir una vida mejor en Ganímedes. Extraordinaria imagen la de los policías celebrando el asesinato de Abel (si no hubiese crimen, ¿para qué servirían ellos?). Y mayúscula crítica la que hace el autor cuando refiere  que "gente muy distinguida cayó derribada por la vida antes de triunfar en algo que no fuera el alcohol".  Efectivamente. Ya en los años ochenta éramos una sociedad tan decadente como la que fue expulsada del Jardín del Edén, que ni era jardín ni era Edén para personas como Caín, el superviviente último y único de Jehová.
Vicent arriesga hasta el límite con las convicciones del lector y le pone un gran espejo delante del hocico al afirmar que "Dios es nuestra ignorancia" o "tu propio yo es Caín que asesina a Abel". Y es que, si todos somos hijos de Dios, todos somos Caín. Si pertenecemos a la estirpe elegida... todos somos Caín. Si hay algo que nos justifique como sociedad es que somos cainitas. El pecado ya no es un error ni una rebeldía ante Dios, sino la consecuencia lógica de haber sido creados a imagen y semejanza de un dios que deja mucho que desear. Lógico es que para salir del embrollo sea mejor irse a Ganímedes.
-¿A qué clase de Dios adoras?
-Al dios inmediato.
¿Nos podemos sustraer alguno de esa breve conversación?  El universo todo no es más que la soledad de un dios caprichoso, anárquico, tirando a estúpido y manifiestamente prescindible. No existe el libre albedrío, porque todo está decidido de antemano desde el momento en que al mejor de los dos hermanos se le castiga por un lado con un estigma y por el otro la misma divinidad decide que ese estigma sea su pasaporte a la posteridad.
Es por lo tanto lógico que la vida, el hombre y el amor se consuma en la punta de todos los cigarrillos y que la dicha consista en esa sensación de no haber vivido.
Magistral obra, enorme trabajo, magnífico libro y gigantesco autor, don Manuel Vicent.