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domingo, 18 de enero de 2015

JANE EYRE de Charlotte Brönte

Tras haber reseñado Cumbres borrascosas e Inés Grey, sentía uno la necesidad de no dejar pasar demasiado tiempo antes de referirse a la obra de la tercera de las hermanas Brönte, Charlotte, quien, tras escribir y publicar con gran éxito El Profesor, logra con Jane Eyre (1847) la fusión perfecta entre el realismo y lo novelesco.
Destaquemos antes de abordar su argumento que Jane Eyre es la obra estadísticamente más leída y editada de las hermanas Brönte, y es lógico dado su argumento y la época de publicación. Si ya en El Profesor, Charlotte dejaba clara su inclinación hacia una narrativa  en torno a un hombre digno, pero desamparado, empobrecido e íntegro, es precisamente el tema de la integridad moral e intelectual frente a un mundo que sólo estima el dinero, el que ha de persistir en su obra en pleno auge de la Revolución Industrial.
Conocemos primeramente a la pequeña Jane, fea y desventurada, huérfana desdeñada en la casa de la viuda de su tío.  Forzada a rebelarse, la despachan a un internado de caridad, donde sus progresos están de antemano puestos en duda por el marchamo de embustera impuesto por su tía. Una bondadosa condiscípula, Helen Burns, la ampara, pero muere pronto de tuberculosis. Padeciendo entre resignada y obediente la férrea disciplina del colegio, Jane se propone aprender, adquiere el título de maestra, solicita trabajo por un anuncio y se convierte en institutriz de la hija francesa e ilegítima de Edward Fairfax Rochester, en su casa de campo de Thornfield.  Entre Rochester y Jane se desarrolla pronto una relación amorosa, primero equívoca y después fogosa, que culmina en una petición de mano; pero al pie mismo del altar, la ceremonia ha de ser interrumpida cuando se descubre el secreto hábilmente escondido por parte de Rochester: Thornfield alberga a una loca, que es la esposa de Rochester.  Éste le pide que se una a su vida como amante, pero ella se niega resueltamente (la moral victoriana) y abandona la casa sin un céntimo. Vagando lejos de allí, es recogida por la familia Rivers, y se le insta a casarse con el frígido John, quien pretende irse de misionera a la India y pretende llevar a Jane de compañera.  Casi a punto de consentir, cuando aún está cavilando su decisión, resuena en sus oídos la voz de Rochester. Vuelve a Thornfield y encuentra el lugar en ruinas, destruido por la esposa loca, que pereció entre las llamas.  En una retirada casa de campo de las cercanías, encuentra por fin a Rochester, ciego y solo. El final del folletín es obvio.
Las causas de la popularidad de Jane Eyre entre el lector corriente no son difíciles de localizar.  Encierra en sí dos relatos básicos tan viejos como la humanidad: el tema de la Cenicienta y el del final feliz. Dicho de otra manera: es una clara parábola judeocristiana y pasada por el tamiz anglicano de la idea de que "el que persevera triunfa".  Este tipo de relatos han persistido en la historia de la literatura porque expresan aspiraciones muy humanas, pues mientras la mayoría de los hombres desean ser protectores poderosos de sus mujeres, la mayoría de las mujeres quieren casarse con hombres que sean poderosos protectores, y todos anhelan tener éxito en sus empresas. Tal ha sido el modo de pensar cristiano de los últimos veinte siglos.
Pero ¿por qué esta novela sigue recibiendo la aprobación de la crítica y es llevada al cine con cierta periodicidad?
Los padecimientos de Jane, la muerte de Helen, las delicadas escenas de amor, la emotividad que encierra el lenguaje sencillo, no pasan desapercibidas.  Además, Jane Eyre no es una mera novela "escapista"; tiene una decidida veracidad y honradez dentro de su alambicada trama.  Y aun cuando la acción es de lo más amena, sus detalles (como en la vida real) resultan de lo más prosaicos.  Además, Jane no goza de un triunfo completo e irreal; no termina como una belleza enriquecida tras tantas calamidades, sino como la vulgar esposa de un hombre ciego y desgraciado, con una hija de lo más inoportuna. Pero, eso sí, feliz ella y feliz él.  Resumiendo, Jane Eyre, como ser humano, como mujer decimonónica y como buena anglicana, comparte el verdadero destino de la humanidad y apura la copa de un gozo mixto y moderado haciendo de la resignación un triunfo.
Podríamos quedarnos ahí y parecería que, más que una recomendación, esta reseña es irónica con respecto a la obra cuya lectura trata de alentar. No es cierto. La verdadera relevancia de Jane Eyre es que resulta la primera novela inglesa que presenta una visión nueva, moderna y perdurable de la posición de la mujer en la estructura social.  Una serie de escenas soberbias entre el rico Rochester y la Cenicienta de la historia son aprovechadas por la autora para que Jane reivindique su igualdad en inteligencia y alma con respecto al varón y llegue incluso, y no sin feas consecuencias para ella, a imponer sus convicciones y su conciencia sin temor a ganarse la vida por su cuenta y riesgo y "sin necesidad de vender su alma para comprar la felicidad". Jane habla con franqueza sobre sus sentimientos de amor, pero no se dobla a los dictámenes del personaje masculino y llega a despreciar a toda mujer rica y hermosa a la que considere intelectualmente inferior a ella. En 1847 semejante actitud resultaba portentosa y todavía hoy (todos lo sabemos) no está tan generalmente aceptada como nos gustaría. Jane Eyre es una perfecta parábola del enfrentamiento de la mujer ante la sociedad, tanto en mente como en corazón.