Es por la poesía y a través de la poesía, igual que por y a través de la música, como entrevé el alma humana los esplendores situados detrás de la tumba. Y cuando un poema exquisito hace brotar las lágrimas en los ojos, esas lágrimas no son la prueba de un exceso de goce, sino más bien el testimonio de una melancolía irritada, de una naturaleza desterrada en lo imperfecto, y que quisiera apoderarse inmediatamente en esta tierra misma de un paraíso revelado.
La manifestación de esta excitación del alma, entusiasmo completamente independiente de la pasión, que es la ebriedad del corazón y de la verdad, es un alimento para la razón. Y es que la pasión humana es natural, demasiado natural como para no llevar consigo un tono hiriente, discordante en el dominio de la belleza pura, demasiado familiar y violento para no escandalizar los deseos y melancolías, así como las desesperaciones que habitan en las regiones mundanas de las personas y en las sobrenaturales de la poesía.
Esta extraordinaria elevación, esta excelsa delicadeza, este acento de inmortalidad lo alcanza Edgar Allan Poe tras agudizar sin tregua su genio literario en el singular poema El Cuervo a través de su exquisita métrica y de su despiadada impertinencia. La adaptación del ritmo, la elección de un estribillo -el más breve posible y el más susceptible de aplicaciones variadas, y al mismo tiempo el más representativo de la melancolía y de la desesperación, ornado de una rima que es la más sonora de todas (nevermore, nunca más)-; la elección de un ave capaz de imitar la voz humana, pero que está marcada en el imaginario colectivo con un carácter funesto y fatal; la elección del tono más poético posible -el maléfico-, del sentimiento más poético -el amor por una muerta- y la colocación del héroe no en un medio pobre, porque la pobreza es trivial, confieren a la composición un trance sublime. Su melancolía, que es la melancolía del autor, tendrá por cobijo una habitación magnífica y poéticamente amueblada. El lector sorprenderá en varias narraciones de Poe síntomas curiosos de ese gusto inmoderado por las bellas formas, sobre todo por las bellas formas singulares, por los medios adornados y las suntuosidades orientales. Pero el lector que frecuente a Poe también encontrará que en sus relatos no hay amor. Ligeia o Eleonora no son, si hablamos con propiedad, historias de amor, ya que la idea principal sobre la que giran es otra por completo. Acaso sea porque Poe no sentía su prosa como una lengua a la altura de ese singular y casi intraducible sentimiento. Pero sus poesías, sin embargo, están fuertemente saturadas de él. La divina pasión aparece en ellas, magníficamente estrellada y velada siempre por una irremediable melancolía.
En el aire enrarecido de la literatura de Poe, el espíritu experimenta siempre gran angustia, miedo cercano al llanto y un malestar del corazón singular e inmenso. Pero el arte no es accesorio; su admiración por él es más fuerte que los sentimientos de los personajes. Y Poe se complace en agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en que se revelan la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. De ahí que la poesía de Poe sea grande y El Cuervo sublime. En El Cuervo la naturaleza inanimada participa de la de los seres vivos, y, como ellos, se estremece con un temblor sobrenatural y galvánico. El espacio se ahonda por el opio, que le da un sentido mágico a todos los tonos, y hace vibrar todos los ruidos con una sonoridad más significativa.
El personaje de Poe siempre es un hombre de facultades sobreagudizadas, nervios poco relajados, y cuya voluntad ardorosa y paciente lanza un reto a las dificultades, aquel cuya mirada etílica se clava con la rigidez de una espada, de un puñal, sobre objetos que se agrandan a medida que él los mira. Los personajes de Poe son Poe. El personaje del Cuervo no es el cuervo, sino Poe mirando al cuervo, dialogando con él, orándole como a un dios traído a rastras por la ventana por todos los demonios que el ser humano, cuajado de debilidades e incertidumbres, lleva dentro.
Las mujeres de Poe, todas dolientes y luminosas, mueren de males extraños y se expresan con una voz que parece música. Son él también, o, cuando menos, por sus raras aspiraciones, por su saber, por su melancolía incurable, participan mucho de la naturaleza de su creador.
En El Cuervo confluyen en el busto de Palas Atenea, en el ave de mal agüero, en la difunta Leonor y en el protagonista todas las paranoias de Edgar Allan Poe, y lo hacen en medio de una sobredosis de alcohol y opio, en una atmósfera decadente y romántica, a través de la musa extraña en que se confesaba diariamente su autor. Una musa que aprovechó todos los talentos de su victima (porque Poe es más que ningún otro, victima de su propia inspiración) para enfocar de un modo antes nunca visto ni sugerido todas las verdades morales y recordarnos que malgastamos nuestras vidas en la búsqueda de ideales extraños prodigados en versos de voluptuosidad misteriosa.
Poe llevaba en su rostro la etiqueta de su vida como un libro sin título. Hay en la historia literaria hombres que llevan las palabras "mala suerte" escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de la frente. El ángel ciego de la expiación se apodera de ellos y los azota con uno y otro brazos para ejemplo edificante de los demás. En El Cuervo, Poe se rebela ante su sino, hace de la fatalidad virtud y trivializa el horror en una atmósfera antipática y envolvente que sume al lector en un éxtasis extraño del que no se recupera con facilidad.
Tras leer El Cuervo todo son dudas sobre uno mismo.