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jueves, 15 de enero de 2015

EL SEÑOR DE LOS ANILLOS

El señor de los anillos es una obra mastodóntica que todo el mundo conoce y muy poca gente ha leído.  En España tenemos la suerte de que la versión que circula, aunque lejos de reflejar la intensidad del manuscrito original, está bastante bien traducida, lo cual ya suma mucho atractivo para su consumo dada la extensión del texto.  No obstante, si el lector tiene la capacidad de afrontar su lectura en versión original, incluso en el caso de que ya la haya leído en español, es una experiencia que le recomiendo vehementemente porque saboreará unos giros exquisitos, un estilo delicioso y unos matices que, por muy bueno que sea el traductor, resultan prácticamente imposibles de trasladar a nuestra lengua sin que se pierda mucho equipaje estilístico por el camino.
Sería redundante a estas alturas, y tras el éxito de la saga fílmica que perpetró Peter Jackson (sobre la cual nada he de decir porque no es la sección oportuna para ello), entrar en el desglose de las distintas partes de la novela, los personajes, la acción y el argumento general. Creo que todos sabemos ya que una pareja de dóciles humanoides tienen que destruir un anillo y para ello emprenden un viaje desde el extremo más alejado del mundo conocido hasta el corazón mismo del peligro, que lo logran y que regresan felices a su casa. Hasta el que no ha visto la película está ya familiarizado con las razas, personajes y epifanías de la obra.
Pero El señor de los anillos no es una novela de aventuras al uso. En medio de tantas razas, historias paralelas, batallas, luchas entre el bien y el mal, poderes mágicos, runas, lenguajes míticos y paisajes hipertrofiados de naturaleza se esconde todo un universo paralelo, el del autor, que dedica su vida a levantar de la nada lo que, de haberse escrito en otro momento, lugar y circunstancias, habría constituido el corpus más que completo de toda una religión. Para empezar, no estamos ante una obra aislada, pues se trata de la continuación de El Hobbit, una novela casi infantil con muchas menos pretensiones que se nos antoja un ensayo previo de lo que vendría después. Por otra parte, Tolkien crea una estructura mitológica que cimenta el edificio del Señor de los anillos a través del Silmarilión y otros manuscritos.  Por último, se permite añadir obras paralelas como Las aventuras de Tom Bombandil, un personaje que aparece en la novela y no así en la película.  En definitiva, insisto, nos encontramos ante una obra construida minuciosamente a lo largo de toda una vida que resulta de mezclar magistralmente los aromas de la mitología escandinava y celta con la tradición medieval y las experiencias personales de un soldado que sobrevivió a los horrores de la Primera Guerra Mundial que, con diferencia y aunque resulte impopular decirlo, fue manifiestamente mucho más terrorífica para los soldados que la que le siguió.
Resulta obvio que la vida de todo autor influye en su obra.  J.R.R. Tolkien fue un escritor, poeta, filólogo y profesor universitario que, aun habiendo nacido en Suráfrica, se instaló en Inglaterra, viajó por Europa, conoció la guerra, y en ella el compañerismo de las trincheras y el drama de la muerte en las batallas cuerpo a cuerpo; fue un hombre que conoció el amor inaccesible, la pasión y que se refugió en la religión como plasmación filosófica de sus muchas cuestiones intrínsecas.  Como literato de su tiempo, Tolkien sintió la necesidad de volcar toda su sabiduría y todas sus dudas, miedos, aficiones y anhelos en la, como digo, mastodóntica obra cuyo eje central es El señor de los anillos.
Una novela, sí, que nos habla de compañerismo, de solidaridad, de convivencia entre razas; pero que también define clarísimamente la línea que separa el bien del mal, el amor del odio, lo perverso de lo humano.  Una novela tan marcadamente medieval y celta que resulta machista en el sentido de que la mujer queda relegada a un objeto admirativo, decorativo e inspirador, pero poco participativo salvo excepciones que podríamos comparar con Juana de Arco.  Incluso el costumbrismo que encierra en sus páginas evoca una mezcla de tradiciones sajona y celta (los pubs, la comida, la cerveza, el tabaco en pipa...).  Todo paisaje ocupa el lugar adecuado en El señor de los anillos.  No en balde estamos ante una novela que puede ser muy larga de leer, tanto como deliciosa de saborear, pero recuerde el lector que no lo fue menos componerla: toda una vida le llevó a Tolkien recrear ese mundo ficticio pero plausible que compone esta y las demás novelas de su imaginario y que, sacadas de contexto, bien podrían confundirse, como digo, como una tradición legendaria de un pueblo todavía por descubrir, el que su autor llevaba dentro.