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sábado, 30 de noviembre de 2013

THE WATERBOYS en Cartagena

Ayer asistí al último concierto que The Waterboys dará en Cartagena.  Fue en el auditorio El Batel, un lego de bloques de hormigón que, cómo no, acabó costándole al contribuyente tres veces más de lo presupuestado en inicio (concretamente más de 58 millones de euros o, lo que es lo mismo, casi diez mil millones de las añoradas pesetas, un dinero que todavía debemos pagar entre todos, también entre los asistentes).
Mike Scott, el vocalista, no dio crédito en ningún momento al espectáculo que estuvieron padeciendo él y sus compañeros desde el escenario (y es que se suponía que el espectáculo lo daban ellos, pero no fue así).
Todo comenzó cuando una voz femenina, invisible y de entonación algo absurda (parecía que nos quisiese hacer el amor a todos a la vez), anunció que el show que clausuraba nuestro Festival de Jazz (¿jazz?) daba comienzo.  Lejos de ocupar sus asientos, gran parte del público iba por los pasillos saludándose, repartiendo abrazos y dando gritos. Así estuvimos durante casi un cuarto de hora. No es de extrañar que la persona que estaba sentada a mi derecha, un joven hambriento, aprovechase para sacar de no sé dónde (ni quiero saberlo) un bocadillo de magra con tomate (o similar, el olor era confuso) que empezó a devorar tranquilamente (ved la foto si no me creéis, como era un lugar público pudimos hacerla y puedo publicarla sin que nadie me llame la atención). Le faltó la lata de Estrella de Levante.
Al final tuvieron que apagar las luces de sopetón, lo cual provocó gritos y risas entre el dudoso respetable.  Los integrantes de la legendaria banda aparecieron en el escenario y comenzaron a tocar sin que eso afectase a muchos, que seguían yendo y viniendo por los pasillos de la platea, alumbrándose con sus "teléfonos inteligentes" y, cómo no, hablando sin parar.
El ruido era tal, que Scott nos llamó la atención (en inglés) añadiendo un "muchas gracias" en español. Muchos se descojonaron con la ocurrencia: no habían entendido nada (los españoles no hablamos inglés). Armado de paciencia y respirando hondo, entre pitidos, chiflidos y exabruptos, el grupo siguió tocando sus temas.  Entre canción y canción tuvieron que soportar maravillosas perlas como "¡Gooool!", "¡Achooooo!", "¡Traduce!", etc...
Hubo un instante (lo vimos perfectamente desde la fila nueve) en que Scott, tras darle un solemne mamporro al teclado, introdujo en medio de la canción un sonoro "Oh, shut up!" (¡Oh, callaos ya!") que nadie entendió y uno sospecha que, de haberlo entendido, les habría dado igual.
Tirando de profesionalidad, y algo desesperado, el vocalista se tomó la molestia de querer explicarnos la génesis de alguno de sus temas (siempre en su idioma). La algarabía y burla fue tal, los gritos tan desmesurados, que al final cortó su explicación y exclamó: "I am Mike Fucking Scott and I wrote this song" ("soy el puto Mike Scott y compuse esta canción").  Y siguieron.
Pero la cosa continuó. A alguien por ahí arriba le pareció idóneo aprovechar otro parón entre pieza y pieza para... ¡rebuznar!  Scott ironizó con el delicioso sonido que acababa de escuchar y decidió desde ese momento interpretar tema tras tema sin detenerse ni inmutarse, pensando sin duda en cumplir con el contrato, cobrar e irse a casa.
Unos homínidos de la fila de detrás, encabezados por el macho de la manada, armaron tanto escándalo y risas que tuve que darme la vuelta y decirle al individuo: "¡Cállate ya, imbécil de los cojones!" (si me estás leyendo, cosa que dudo que hagas, sí, fui yo). Surtió efecto el exabrupto, a Dios gracias, porque se callaron del todo (entendían español, menos mal).
Resumiendo, fue un espectáculo lamentable, bochornoso, inaudito, que dejó a Cartagena a caer de un burro (rebuzno incluido).  El grupo sonó muy bien, fue extraordinariamente profesional, cumplió con los bises religiosamente y, tras saludar lo justo, salió escopeteado del escenario para no volver jamás.
Como digo, ayer asistí al último concierto de The Waterboys en Cartagena, en el auditorio El Batel, un recinto de 58 millones de euros (diez mil millones de las antiguas pesetas), a 28 euros la entrada y con un aforo completo.
Volví a casa muerto de vergüenza y agradecido a la banda por su paciencia. Yo, en su lugar, me habría ido diez canciones antes a casa. Sé que algunos gañanes regresaron encantados, ufanos por la diversión y muy motivados por lo bien que se lo habían pasado. Yo no.

domingo, 24 de noviembre de 2013

BLUE JASMINE, de WOODY ALLEN

¡Ha vuelto Woody Allen!  Parecía imposible que tras sus películas de encargo amparadas por distintos ayuntamientos de Europa llegásemos de nuevo a ver de lo que es capaz este magnífico cineasta cuando le apetece trabajar.
Ha vuelto Woody Allen y lo ha hecho regresando a Nueva York en una transición paisajística y cultural que sólo San Francisco, la ciudad más europea de los Estados Unidos, podía ofrecerle.  Regresaron los buenos diálogos, las imágenes costumbristas, los guiños sutiles a su propia vida, el humor existencial que saca la sonrisa de donde no la hay. Ha vuelto Woody Allen con mayúsculas y lo ha hecho en modo reflexivo y autocrítico.
Y borda su misión dirigiendo a una Cate Blanchet que está inmensa en su papel, como nunca antes la habíamos visto, demostrándonos de lo que es capaz en su madurez artística. Una actriz cuya interpretación es, sin duda, de auténtico Oscar y ojalá la nominen y le den la estatuilla porque el buen trabajo hay que premiarlo siempre y, tras ver a Blanchet de Jasmine rica y superficial, de Jasmine pobre y superficial, de Jasmine patológica (y superficial), de Jasmine superviviente (a través de su superficialidad), de Jasmine arrepentida (por su superficialidad), de Jasmine hundida (sin entender que todo fue por su superficialidad), uno no imagina quién podría haber interpretado mejor y con mayor credibilidad y virulencia a esta mujer rica, prepotente y soberbia venida a menos o, por decirlo mejor, reubicada en sus humildes orígenes, enfrentándose a la amargura de haberlo perdido todo y tener que volver a empezar de cero en su verdadero ambiente (el que ella se niega a aceptar porque ya ni lo reconoce, hasta el punto de que a la primera ocasión cambió de nombre), alcoholizada y atiborrándose de ansiolíticos. Obviamente lo hace del único modo que, según Allen, lo puede hacer una mujer desclasada y sin preparación que no se resigna a decir adiós para siempre a la buena vida que conoció: pillando otro marido que la devuelva a esa sobreabundancia material a la que, toda vez conocida, es muy difícil renunciar. Primera en la frente: a la riqueza nos acostumbramos en seguida, su pérdida es del todo inaceptable.
Jasmine repudia a su hermana, que no supo o no pudo o no quiso seguir sus pasos. Jasmine se avergonzaba de ella, una cajera de un supermercado, por llevar una vida humilde, del pueblo, obrera y, según ella, sin aspiraciones.  Pero cuando Jasmine está con una mano delante y otra detrás, es la hermana su único recurso y ésta no duda en ayudar a Jasmine, darle cobijo y cuidar de ella, perdonándole incluso las putadas del ayer, que no fueron pocas.  Segundo mensaje: los pobres son más generosos que los ricos y la familia es la tabla de salvación de la sociedad.
El gran pecado de Jasmine es que fue la única que tuvo la oportunidad de formarse, la única a la que los padres le pagaron unos estudios superiores, pero su frivolidad la llevó a desaprovechar la ocasión porque eligió el camino fácil.  La hermana acepta con una frase categórica y conmovedora el haber sido desplazada dentro de su propia familia: "nuestros padres te preferían porque tú tenías los genes buenos".  Tercera moraleja: los pobres se resignan con facilidad.
El elenco de actores que acompañan a Cate Blanchet en esta cinta resultan glorioso para entender esta historia dramática de grandes miserias y desatinos, de tiempo desperdiciado, ocasiones perdidas y humillación. Incluso el casi siempre prescindible Alec Baldwin encaja a la perfección en su papel.  Seguir contando sería desvelar el argumento del filme.  Sólo añadir que Allen nos pone un espejo en las narices; un espejo social, taxativo, hiriente y señalador. Allen nos explica a su manera que de las frivolidades y el despilfarro de ayer nos vienen las pesadillas y miserias actuales. Redunda en que somos una especie lamentable socialmente y me atrevería a decir que reflexiona en voz alta, a través de las miradas de los actores (en esta película hay silencios devastadores -especialmente los de los niños boquiabiertos que no entienden nada de lo que ven-), sobre los muchísimos errores que hemos venido cometiendo a un lado y otro del Atlántico.  La mayor lección nos la da cuando el cineasta nos hace ver lo que los espectadores, como ciudadanos, no queremos aceptar: que culpabilizar a los ricos fraudulentos de nuestra situación actual no nos redime de nada porque nosotros habríamos hecho lo mismo en su lugar. Todos los personajes, de uno u otro modo, tienen ínfulas de "quiero y no puedo" a la menor ocasión: los pobres que para celebrar una victoria pírrica descorchan una botella de Moët Chandon, el profesional de clase media que intenta aprovechar su situación de privilegio económico para tirarse a la empleada que le gusta, la mujer que considera que debe aspirar a más, aunque ella venga de un mundo que es mucho menos, por el simple hecho de que tiene más conocimientos sobre la superficialidad que nadie, el macho poseedor que entiende que las mujeres son de su propiedad, ya sea por dinero o porque es un hombre... y así.  Incluso cuando el presunto culpable de todos los males desaparece del mapa de la peor manera, no mejora la situación porque no se lleva consigo unos pecados que son de todos. Sólo el personaje que renuncia a la farsa, que opta por el esfuerzo humilde, que acepta voluntariamente ser feliz con menos, logra alcanzar una vida apacible, estable y equilibrada (un personaje nada más de entre todos los que aparecen).
Quien vea en Blue Jasmine una burla a los nuevos ricos, se equivoca. Nuevos ricos somos todos si nos dan la oportunidad, y estamos deseando tenerla (aunque sea porque nos toca la lotería, que hasta ese tema sale a relucir). Nos enfrentamos ante una crítica feroz en la que toda la sociedad occidental es psicoanalizada y expuesta a la decadencia de sus propios valores. La clase no se compra, se adquiere. La clase es cuestión de educación. Aparentar lo que uno no es, focalizar nuestros esfuerzos en lograr una prosperidad basada en el dinero y no en los valores, es, además de ridículo, lamentable. Allen nos enseña nuestra mediocridad y nos enfrenta a nuestra soberbia con todo lujo de detalles subliminales.
No para hacernos reír, tampoco para hacernos llorar, sino para explicarnos por qué llorarnos y preguntarnos a la cara de qué nos estamos quejando (¿de haber dejado de ser ricos o de no tener dignidad?) ha vuelto el mejor Woody Allen.  Porque el mensaje fundamental es que todo lo que nos pasa es por nuestra culpa y no lo queremos admitir. Podemos ser mejores, pero nos resistimos ante tentaciones más poderosas que nuestra voluntad y nuestros talentos. Jasmine somos todos alguna vez. Jasmine podemos ser todos si nos dejan las circunstancias. Blue Jasmine es la historia de hasta qué punto puede arruinarnos la vida nuestro eterno complejo de inferioridad.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Y BELÉN ESTEBAN NOS DIO UNA LECCIÓN

Quiero dejar claro que escribo este artículo exclusivamente en mi nombre y en el de nadie más. Vuelco públicamente mi reflexión sin ánimo de perjudicar ni favorecer a nadie en particular ni en conjunto. Y lo hago porque no puedo callar.
La historia es muy simple y la voy a resumir aquí. Unos honrados padres de clase obrera tienen la alegría de traer al mundo a un hijo. Con el paso del tiempo el niño presenta unos problemas de crecimiento que los galenos intentan solventar con hormonas que nada solucionan. Sigue pasando el tiempo y llega la mala noticia: el chaval padece una "enfermedad rara" (dichosa manía la nuestra de ponerle etiquetas a todo. ¿Por qué no hablamos claro y la llamamos "enfermedad tan minoritaria que su tratamiento no resulta rentable para las farmacéuticas y que sólo investiga algún científico frikie"?). A lo que vamos. El niño padece el síndrome de Schimke: se detiene su crecimiento, sufre fallos multiorgánicos y su esperanza de vida es tan escasa como grande la precariedad de su subsistencia. Juan, que así se llama el niño que nos ocupa, padece en carne propia durante diez años (los que tiene a fecha de hoy) todas una serie de dolencias que a uno le hacen cuestionarse muchas cosas metafísicas en las que no entraré aquí. Tras un transplante de riñón y muchos padecimientos, en medio de una crisis que deja a su padre en el paro y con la incomprensible indiferencia de unas autoridades encabezadas por el ayuntamiento de Cartagena, que le niegan al niño y a su familia las ayudas a la que la Ley obliga, sus padres se ven obligados a renunciar a su intimidad, a pedir ayuda públicamente y, cómo no, a clamar desesperadamente por la vida de su hijo. ¿Quién no lo haría?
Yo me entero del tema poco antes del verano porque la masa coral a la que pertenezco ofrece un concierto benéfico para recaudar fondos para la familia que cubran el coste de los muchísimos medicamentos, los viajes a Valencia para revisar esos riñones, la supervivencia y los imprevistos, que son muchos y graves. Conmovido e indignado a partes iguales ofrezco la donación de los royalties de una de mis novelas. Entre amigos, profesores, gente cercana y demás simpatizantes removemos Roma con Santiago para llamar a todas las puertas que conocemos.  Periodistas de distintas cadenas -yo creo que de todas- vienen a Cartagena a interesarse por el caso. Gente solidaria de distintos puntos de la Península hacen pequeñas aportaciones que, a pesar de su pequeñez, dan ánimos, esperanzas y aliento a una familia totalmente desahuciada por las autoridades y quienes las representan.
Incluso en un congreso sobre enfermedades raras, uno de esos mítines extraños en los que siempre aparece alguna autoridad inexplicable, la princesa consorte del futuro Felipe VI (¿futuro? ya veremos...) se hace gustosamente una foto con el niño. ¡Qué bien! Pero ayuda institucional... cero que tiende a infinito. 
Uno asiste anonadado a la indiferencia incluso de sus propios conciudadanos y amigos. Puntualmente surge gente solidaria que aporta su granito de arena (muchos granitos hacen playa, no lo olvidemos).  Pero el Gobierno, la Comunidad Autónoma, el Ayuntamiento, la Realeza... todos aquellos que se visten de legítima Constitucionalidad, nos piden el voto y nos exigen un respeto que no nos tienen... no están y no se les espera.  Excepto para la foto, claro, siempre la dichosa foto. La foto con el niño.  Los que organizan manifas apropiándose del metafísico dogma del "derecho a la vida", como sobre la vida digna no hablan nunca, tampoco aparecen. En fin, un desastre.
Hastiado y asqueado, conmovido y atónito por el tesón de gente sencilla y humilde, como mi querida Esmeralda (bendita sea) que utiliza la pizzería de sus padres para hacer exposiciones, se inventa mercadillos benéficos, recoge tapones de plástico (100 euros la tonelada), o Loly, la profe que se vuelca más allá de lo humanamente soportable ante este drama, o más gente que no cabe en este párrafo, vamos juntando eurito a eurito una mínima tirita que no es capaz -y lo sabemos- de parar la hemorragia psicológica, física y de salud que, en palabras grandes, DARÍA UNA POSIBILIDAD Y UNA ESPERANZA a esta familia angustiada y a este niño que, no olvidemos, sólo por ser niño y como todos los demás niños que en España hay, están mil veces antes que cualquiera de nosotros.
Parece inaudito que la España de los aeropuertos vacíos, la de las obras faraónicas, la de los políticos con catorce sueldos, la de los jueces prevaricadores endogámicos con prebendas vergonzantes, la de los sindicatos de cigala y bogavante, la de los medios que en lugar de audiencias tienen adeptos, la de los ediles repugnantes y favoritistas, la de la gente que dice conocer a gente que conoce a gente, la de los sacabarrigas ostentosos, la de los muchimillonarios, la de los personajes de la cultura que tanto se comprometen con las causas justas, la de los mecenazgos del chisgarabís... no haya sabido o podido reunir doce mil miserables euros (métanse en GOOGLE y miren lo que nos cuesta cualquier pedorrez de la clase dirigente, cualquier imbecilidad judicial, cualquier porquería institucional como la inauguración del gotelé de una escuela por parte de la reina o cualquier acto reivindicativo de una independencia o una antiíndependencia).
¿Doce mil euros para qué? Nada, una tontería, para que el único médico frikie del planeta Tierra, que trabaja en Vancouver (Canadá, un país civilizado), pueda pasar consulta al pequeño Juan, estudiar su caso y darle una tontería de nada: la esperanza de una vida digna. Menos que eso: la esperanza de vivir. Porque resulta que es el único galeno que estudia el maldito Síndrome de Schimke.
En mi familia tengo -nunca lo he dicho- a otra persona con una enfermedad rara (maldito epíteto). A esta persona por lo menos la atiende la Seguridad Social. Hay médicos en España que estudian y siguen su caso, porque en España, queridos amigos, hay grandes equipos médicos, magníficos investigadores, intachables científicos que tienen que pasar la vergüenza tras hacernos el Estado tributar religiosamente (yo casi diría místicamente) al Fisco, de ir a un concurso de la tele para recaudar unas monedas para poder seguir con sus investigaciones.
Si el Gobierno y las autoridades (la que sean y sean del partido político que sean -el de Sagasta o el de Cánovas, que tanto monta y ya nos hemos coscado de qué va el circo- se ciscan en los derechos sociales, la salud, el I+D+I, sepan ustedes que se están ciscando en nuestros hijos, que son los padres que les estamos legando a nuestros nietos.
Bien, pues en esta España criticona, que pone a caer de un burro a determinadas personas por el espectáculo público que dan (y reconozco que yo soy el primero que lo hace), aquella a la que llamaban "la princesa del pueblo", sea por el motivo que sea; sea por generosidad, por promoción, por albedrío, porque le sobra (como a tantos) o porque sí (porque sí seguro que ha sido), ha sabido resolver en Prime Time lo que nuestra alcaldesa de Cartagena, la señora Pilar Barreiro, nuestro presidente regional, Ramón Luis Valcárcel, nuestro presidente del Gobierno, don Mariano Rajoy; nuestra ministra de Sanidad, doña Ana Mato; nuestra princesa de Asturias, doña Letizia Ortiz Rocasolano... no supieron o no quisieron resolver. Claro, es que tienen la cabeza llena de cosas y la Esteban es lo que es... (la madre que los parió).
Como no somos vengativos ni rencorosos, no mencionaremos aquí las puertas que se nos cerraron en las narices ni los nombres de las personas que miraron para otro lado. Tampoco mencionaré las personas que aseguraron haber comprado determinados productos por internet para aportar su pequeño donativo y en realidad no lo hicieron, causándome un cabreo inconmensurable. Ni a los amigos que se insolidarizaron. Ningún nombre saldrá de mi índice señalador y que cada cual se mire al espejo por la mañana a ver qué imagen recibe de sí mismo.
Belén Esteban acaba de darnos a los cartageneros, a los políticos, a los poderosos y a los sacabarrigas una lección que yo me comprometo aquí y ahora a que no se nos olvide jamás.  Yo no soy padre, pero como ciudadano considero que todos los niños de España dependen de mí y tengo respondabilidad social y política de velar por ellos, por su salud y por su futuro. Resulta que Belén Esteban piensa lo mismo y no lo dudó ni un segundo. ¡Bien por ella!
¡Pues a lo mejor va a resultar que España necesita más gente como Belén Esteban y menos gente como los otros!
¿Quién me iba a decir a estas alturas que Tele 5 y Belén Esteban iban a darnos la lección de nuestra vida? Habrá quien minimice el tema, relativice la trascendencia o justifique con beocias razones el trasfondo. Sí: pero el caso es que el único niño a este lado del Atlántico con una enfermedad terrible, que es español, murciano y cartagenero, va a poder ser atendido por el único especialista del mundo en su enfermedad gracias, queridos amigos, a Belén Esteban.  Y sólo por eso de hoy en adelante muchos sabemos que no hay que creerse lo que nos echan por la tele ni en un sentido ni en el contrario y que aún menos hay que creerse las promesas y buenas intenciones de las personas mal autodefinidas como "dignas y ejemplares".
¡Gracias, Belén! Que Dios te bendiga mil veces.

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viernes, 8 de noviembre de 2013

SOBRE HIPÓCRITAS Y GILIFLAUTAS

Hubo un tiempo en que a los enemigos se los mataba. Ahora les damos un escaño en el senado o los mandamos para Bruselas a que coman dietas.  Hemos llegado a un punto en el que nuestros políticos viven para ellos y no se dan cuenta de que los hemos elegido nosotros.  Con la Santa Democracia hemos aprendido muy pronto el "tengo derecho" pero no hemos aprendido el "tengo obligaciones". Somos un país sin civismo.  Hemos sabido adaptarnos al nivel que no nos correspondía y ahora estamos pagando las primeras consecuencias. Repito: las primeras.
A todos esos a los que les tiemblan las carnes ante la desidia, el enchufismo, el gorroneo, la prevaricación, el desprecio, el tráfico de influencias y la corrupción generalizada que estamos sufriendo yo les preguntaría si se sienten libres de pecado.
Parece que fue ayer cuando cogimos la escala de valores, la metimos en una coctelera y lo primero que salió fue el reloj caro, luego el dúplex en un residencial de nombre rimbombante, a continuación las vacaciones de ministro y, por mucho que sacudiésemos el recipiente, no llegó a caer nunca la palabra dada, la honradez, la ética, el valor del esfuerzo y otras cosas que nos habían inculcado nuestros mayores (a mi hijo me lo apruebas porque trabaja mucho en casa, que yo lo veo).
La generación que pensó que todos valíamos para ir a la universidad es la misma que ahora está más pendiente de la telebasura que del arte y es más permeable a las consignas y los estereotipos que a su propio razonamiento.  Eso no es una generación, perdónenme, es una degeneración. Así de claro y alto lo digo y lo mantengo.
¿La generación más culta?  Sinceramente opino que la cultura es algo más que haber ido a la universidad si luego las aspiraciones de uno se reducen a tener un teléfono inteligente que te la sujeta para hacer pis (para eso no hace falta ser muy inteligente, basta con tener un poco de mano derecha y algo de pulso, tampoco tanto). ¿Qué ha sido de todas esas mujeres que por fin accedieron a la universidad, salieron tituladas, preparadas y dispuestas para aportar ¡por fin! lo que la sociedad tanto precisaba de ellas y que ahora están más preocupadas por la moda, los novios Telva de sus hijas, el cotorreo de escalera y el olor de las nubes?  ¿En serio aspiraban a ser aquello en lo que se han acabado convirtiendo?
¿Y qué hace la gente que está detrás de la cultura? ¿Qué hacen los empresarios de la cosa?  Darle a la picadora de carne y tirárnosla a manos llenas como quien da de comer a los patos.  ¿Cómo se puede patrocinar el libro de una señora que no ha leído en su puta vida? (no quiero señalar). Los medios de comunicación, lejos de buscar lectores o audiencias, buscan adictos.
Nos hemos aburguesado, adormecido y echado a perder.  Somos unos mediocres.  Somos tan mediocres como en el siglo diecinueve. Estamos igual que en la Edad Media: solamente leen los monjes.  Vivimos en un país en el que nos encanta a todos clasificar y poner etiquetas pero, sobre todo, en un país señalador que tiene periodistas que llenan páginas y páginas de sus diarios publicando correos electrónicos privados del marido de una Infanta para escandalizar al vulgo sin recordar que ellos mismos fueron expuestos en su intimidad hace apenas dos fines de semana.
En España los jueces-estrella juzgan políticos y luego se van a matar ciervos con ministros furtivos a los cotos franquistas de siempre.  En España aparecen partidos políticos de ideología indefinida con líderes claramente totalitarios que se nos venden como salvapatrias pensando que nadie mira las hemerotecas.  En España el sindicalismo finge defender al obrero mientras come de la mano del empresario (pitas, pitas).  En España nos ciscamos en los tratos de favor de esa aristocracia de políticos y jueces olvidando la cantidad de veces que dijimos y escuchamos a nuestros congéneres desear enchufes, ayuditas, favores y respaldos.  En este país nos hipotecamos hasta las cejas porque queríamos disfrutar hoy con el dinero que creíamos que seguiríamos ganando mañana (salió el tiro por la culata).  El fútbol ha reemplazado a la religión; el nacionalismo a la identidad y el policía ha olvidado que cobra de nosotros para protegernos de ellos (¿Qué quiere que le diga?, yo cumplo órdenes).
Nos mola ser políticamente incorrectos para protestar, pero en el fondo somos unos analfabetos muertos de hambre con aspiración de burgueses. Somos un asco, una porquería, una mierda.
Yo también tengo correos electrónicos comprometedores de muchas personas.  Muchas personas tienen correos comprometedores míos. Yo también sé mucho de mucha gente, y mucha gente se jacta de saber mucho de mí, o eso creen.  Yo también quiero vivir como un maharajá... pero soy un puto obrero hijo de obrero (y a mucha honra).  Yo también soy un hipócrita y un giliflauta.
Al igual que la mayoría de mis conciudadanos, lo mío es poca gaita y mucho fuelle. He tirado la toalla hace tiempo. Igual que ustedes.

sábado, 2 de noviembre de 2013

GRAND PIANO

Yo no entiendo esta manía de no traducir los títulos al castellano. ¿Acaso "El piano de cola" habría quedado tan mal en el cartel?  Pienso yo que mucho mejor que la cara de Elijah Wood que, lo siento, no me da la imagen de un virtuoso pianista aunque deba reconocer que alivitunea las teclas de forma harto convincente en la cinta (de hecho lo hace muy bien).
Aunque no me dejó buen sabor de boca por lo que contaré después, reconozco que la cinta es relativamente buena.  El guión está muy bien; la trama, aunque decae al final, pasable y bien contada; el cuidado de la imagen y el sonido, más que agradables (el director nos regala algunos planos magníficos). Y la idea de que toda la película sea un concierto para piano y orquesta en Chicago  ¡a tiempo real! es más que osada y la osadía se agradece siempre.
El director,efectivamente, hace bien su trabajo y logra mantener al espectador pendiente en todo momento de qué va a pasar a continuación. Ahora bien, le pongo tres peros:
-Elijah Wood se pasa toda la cinta con cara de pasmarote, como si todavía estuviese pensando en ese anillo que tenía que llevar sí o sí a Mordor porque se lo había dicho Ian Mc Kellen.  Tiene los ojos muy bonitos pero es el típico actor que conforme cumple años va dejando de enamorar a la cámara (justo al contrario que George Clooney; ¿recuerdan su aparición en "Las chicas de oro"? ¡Para escopetearle! Ahora, en cambio, con esa cara de empleado de El Corte Inglés hasta le compraríamos la porquería esa de café que anuncia en la tele). Pero dejemos a Clooney. ¿De quién hablaba? ¡Ah, sí, Elijah Wood! ¡Uff!
Si Eugenio Mira hubiese tenido veinte milloncejos de dólares más de presupuesto y hubiese sentado al piano  de cola al megaperfecto Hugh Jackman, estaríamos hablando de un peliculón.  Como no los tenía, estamos ante una peliculetada.
Y esto nos lleva al segundo "pero".
-John Cusack. Magnífico actor cuya voz es la gran protagonista de la película. Una voz que si el lector va a verla doblada no podrá disfrutar.  Por eso Eugenio Mira nos permite verlo durante... ¿dos minutos?  Si, esa es toda la aparición de John Cusack en la cinta. Uno acaba con el regusto de imaginar cómo la productora quiso extender el chicle del presupuesto al máximo y obtuvo el reclamo de dos actores conocidos, uno de los cuales tenía un caché tan alto que hubo que grabar su voz en un estudio porque solamente se podía pagar su presencia en el plató durante ocho horas.  Y se imagina también que durante todo el rodaje, a Elijah Wood le daba la réplica el empleado del catering (seguramente un becario español, licenciado en tecnológicas con un máster y trece carreras que habla inglés como lo hablamos los españoles que tenemos el dichoso título sin entender ni papa), lo cual explicaría la boquiabierta cara de bobalicón del hobbit... digo, del actor.
Y así llegamos al tercer "pero".
Cuando uno rueda una película que es buena, basada en una historia interesante y original; cuando uno logra que en su presupuesto quepan un actor conocido y medio o, mejor dicho, la voz de un actor conocido y Elijah Wood; cuando un director tiene los medios para hacer un filme que está a la altura técnica de cualquier producto hollywoodiense y le sale una película más que aceptable... ¡coño, no me pongas ese final!
El final, querido lector, es para retirarle al director el carnet de conducir. Créame. Sólo diré que la película empieza con los ojos celestes de Elijah Woodd y termina con la mirada de Frodo Bolsón. Ya me contarán.
NOTA: 6/10