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domingo, 18 de enero de 2015

MATAR A UN RUISEÑOR, de HARPER LEE

¡Qué difícil resulta a veces reseñar una novela perfecta! ¡Qué sensación angustiosa tiene uno de que le falten las palabras o de dejarse en el tintero alguno de los muchos comentarios que quisiera hacerle a la obra en cuestión!
Todos hemos leído en algún momento novelas sobre niños que cuentan en primera persona su percepción sobre el mundo de los adultos.  Quizás el ejemplo más reciente (y concomitante, porque también se llevó a la gran pantalla) sea El niño del pijama a rayas, del irlandés John Boyne, que aun estando muy lejos de ser la mejor de su producción, también arrasó en su momento como lo hizo la de Harper Lee en el suyo, no sólo convirtiéndose al año de su aparición en un éxito de crítica y en un bestseller (cosas que no siempre van unidas), sino obteniendo además el premio Pulitzer, me atrevería a aventurar que con gran facilidad.  Porque si Matar a un ruiseñor tiene todas las características de una novela difícil de construir, también las tiene de ser merecedora de los más altos tributos toda vez queda resuelta por su autora.
Y digo "resuelta" y sé de lo que hablo.
Harper Lee (Monroeville, Alabama, 1926) era una señora de treinta y cuatro años que le contaba al público, a través de las percepciones de su inolvidable personaje femenino (una niña de ocho años), la pacífica, monótona, entrañable y sin embargo vergonzosa vida de un típico pueblo del sur de 1939.  Desconozco hasta qué punto Lee vuelca sus propias apreciaciones y críticas en la novela, si bien no se me escapa el detalle de que su edad hacia el año 39 era intermedia entre la de los dos hermanos protagonistas de la historia. Lo que sí es muy fácil de apreciar en Matar a un ruiseñor es la intencionalidad reivindicativa y crítica de ponerle a los Estados Unidos de América un espejo en sus propios morros (permítaseme la expresión) para ver si a alguien se le cae la cara de vergüenza.  Y el resultado no puede ser más contradictorio (todo en Norteamérica lo es): Harper Lee ve reconocidos sus méritos, pero la reacción general queda lejos de hacer temblar los cimientos morales de la nación.  Los años sesenta son los años de Kennedy, de Luther King, de la reivindicación y de la esperanza; son unos años ideales para publicar Matar a un ruiseñor y Hollywood comienza a sentirse permeable a proyectos que, dejando de lado el patriotismo bélico de la década anterior, aborden otras cuestiones delicadas que le incumben: ha llegado el momento de la autocrítica.
Pero, ay, no olvidemos que la moralina estadounidense se mueve siempre con arranques de caballo andaluz y paradas de burro manchego. Ha hecho falta que llegue un presidente negro a la Casa Blanca para que los temas de la esclavitud y el afroamericanismo sean afrontados en toda su crudeza (Lincoln, Doce años de esclavitud), pero hasta que no llegue una mujer, un homosexual o un latino al mismo sitio, la factoría de los sueños se mantendrá al margen de abordar su problemática nacional histórica.
Pues lo mismo ocurre con Matar a un ruiseñor.  No es casual que la acción transcurra en 1939.  La misma América que estaba a punto de mandar negros a luchar en la Segunda Guerra Mundial para combatir al terrible verdugo que en Europa segregaba, negaba cualquier derecho civil y luego exterminaba a judíos y gitanos, era la que les negaba constitucionalmente a ellos el derecho a ir a los mismos aseos públicos, a ocupar los mismos asientos en los autobuses o a ir a la universidad (y así siguió siendo veinte años después de terminada la II Guerra Mundial en el país de la Libertad). Pero es que era además la América del Ku Klux Klan, que es incluso peor.
Y Harper Lee no era ajena a este hecho, máxime cuando ella era precisamente de Alabama y tuvo que conocer de primerísima mano cómo eran tratados los ciudadanos negros en los años de la Gran Depresión. Y es así cómo en torno a Matar a un ruiseñor se construye una obra aparentemente infantil que utiliza la inocencia de la niñez para sacarle los colores a los adultos y lleva al lector en un viaje no exento de ternura, humor, amor e indignación, mientras nos narra la imposible defensa por parte de un abogado honrado (y evidentemente blanco) de un hombre negro ante una corte de justicia que lo tiene sentenciado de antemano por el simple hecho de que su color lo delata y acusa.  Y así, esta historia rural, exquisita, tierna y sonrojante se convierte sin dificultad en una denuncia inteligente de la propia sociedad norteamericana: "¿cómo un pueblo de valores y tradiciones tan entrañables y deliciosos puede consentir injusticias tan atroces?", parece preguntarse la autora a cada página.  Y si Harper Lee siempre consideró su libro como una simple historia de amor, hoy día, tras quince millones de copias vendidas en varias lenguas, es imposible que no sea considerada como una de las principales obras maestras de la literatura norteamericana universal.
He introducido en esta reseña el tema cinematográfico y lo he imbricado dentro de su influyente papel pedagógico y sociológico para los propios estadounidenses porque, y díganme si no es así, quien llegue a este libro tras haber visto la película, que niegue ante un tribunal que no es el rostro de Gregory Peck el que ve en la cara del letrado Atticus Finch.