En el 406 a. de C. morían los dos grandes dramaturgos atenienses: Sófocles y Eurípides. En la primavera siguiente Aristófanes representaba en el teatro de Atenas su comedia Las Ranas. En ella Dioniso, el dios del teatro, baja al Hades para buscar algún buen trágico para Atenas y preside un certamen que se disputan Eurípides y Esquilo. Triunfa el primero y, al salir, deja en su lugar, sentado en el trono de la tragedia a Sófocles porque, afirma, "después de mí le creo el más hábil". Este cuadro es un bonito y justo homenaje a los autores perdidos que perpetúa la efigie de Sófocles, muy querido entre sus coetáneos por su carácter, la belleza de sus obras, su gracia, su actuación política y por su obra dramática que lo convirtió en el niño mimado de los atenienses.
Sófocles nació cuando Atenas se elevaba, llegó al cenit con ella y desapareció en el momento en el que se eclipsó con el siglo de Pericles. Curiosa vida la de Sófocles. Sus tragedias conocidas llegan a ciento veintitres, pero solo siete han sido conservadas hasta nuestros días; tres pertenecen al ciclo tebano y tratan leyendas de los hijos de Lábdaco (Edipo Rey, Edipo en Colona y Antígona), una del ciclo de Heracles (Las Tarquinias) y tres de la historia de la guerra troyana (Electra, Filoctetes y Ayante). En total dos tragedias de Edipo, tres femeninas y dos de paladines en la guerra de Troya.
Un pequeño triángulo geográfico nos basta para orientarnos en la lectura de la obra que nos ocupa: Tebas, el Peloponeso y Corinto. Layo es el rey de Tebas, la capital de Beocia. Destronado violentamente, se acoge a la Corte de Pélope, rey del Peloponeso. Allí, rodeado de las más exquisitas atenciones por parte del rey y encargado de la educación de su hijo Crisipo, arrebatado de una pasión nefasta, rapta a éste y se lo lleva en una carroza. El padre, no pudiendo retenerlos, le echa su maldición: "Layo: que jamás tengas un hijo, o que, si lo tienes, sea el asesino de su padre". Tal fue el origen de todos los males.
Andando los años, Layo recuperó el trono de Tebas y se casó con Yocasta. Un día, preocupado con el fatídico vaticinio de Pélope, consulta a Apolo si tendrán algún hijo. "Layo, hijo de Lábdaco -fue la respuesta-, un hijo te daré; pero está decretado que perezcas a sus manos".
En efecto, Layo y Yocasta tienen un hijo, y para eludir el peso de la anunciada desgracia, al tercer día lo exponen, atravesados los pies con un hierro, en el monte Citerón, con lo cual viven sosegados por el momento y despreocupados, y aun quizá con algún desprecio de la veracidad oracular. No lo hicieran. Entre tanto, en Corinto, sus reyes Pólibo y Mérope viven felices con un joven, Edipo, "el de los hinchados pies", llamado a ser el heredero de sus virtudes y de su reino. Crecido ya éste y convertido en un hombre, un labriego embriagado le insulta una vez llamándole hijo adoptivo de los reyes. Turbado con la idea y en vista de que estos, simulando negarle importancia, no le aclaran la verdad, recurre también él a los oráculos. Apolo, sin responder directamente a su pregunta, le vaticina dos nefastas calamidades: que ha de dar muerte a su padre y que ha de yacer en el lecho con su madre.
Espantado, decide huir cuan lejos pueda de la presencia de los que entiende como padres suyos, dirigiendo sus pasos hacia Tebas. En el camino tiene lugar un pequeño incidente: le molesta y hostiga desde su carroza un caminante que avanzaba en dirección contraria; irritado, lucha contra él y contra su comitiva y da muerte a varios, a su parecer a todos.
Ya tranquilo reside en Tebas. Más tarde apareció por aquellas tierras una esfinge, mitad mujer, mitad león, que, proponiendo enigmas a todos los viandantes, iba desolando la región, dando muerte a cuantos no los descifraban. Edipo, que ya para entonces se había captado el amor y la admiración de los ciudadanos tebanos, fue invitado a enfrentarse con el monstruo: al que lo venciese le estaba prometida la mano de la reina viuda Yocasta. "Hay -le dice la esfinge- un ser que anda a cuatro pies, a tres y a dos, y precisamente es tanto más tardo y lento cuantos más son los pies en los que se apoya". "Oye, aunque no lo quieras -contestó Edipo-, mi voz y tu perdición: es el hombre; de niño se arrastra con la cuatro extremidades, y de viejo busca un tercer pie en el bastón en que se apoya encorvado por el peso de los años".
Edipo es ya rey consorte de Tebas; con su esposa Yocasta lleva una vida feliz y sin que nada turbe la paz de un hogar que ya se va poblando con cuatro hijos: dos varones, Polinice y Eteocles, y dos princesas, Antígona e Ismene.
Al cabo de algunos años una peste viene a invadir al pueblo tebano, precedida y acompañada de sequía, hambre y esterilidad. La mortandad va dejando diezmada a toda la nación. Los vasallos acuden a los dioses y también al que es para ellos poco menos que un dios, el rey Edipo, que ya se ha adelantado a enviar a su cuñado Creonte a consultar el caso con el oráculo de Apolo. He aquí el momento en que comienza el drama.
El coro en la tragedia griega es un personaje más. Como tal, ignora lo que antes de su entrada se ha dicho y hecho en el escenario, pero conoce lo que a su carácter de ancianos sabios de Tebas concierne. Precisamente por eso los ha escogido Sófocles, porque van a hablar de sucesos antiguos, y Edipo los llama para que le ayuden en sus pesquisas sobre los hechos pasados de la viuda de Layo, de la cual se los supone perfectos conocedores, así como a Edipo se le supone ignorante más allá de lo verosímil.
Paulatinamente se va descubriendo la intrigante y terrible realidad. Pero el coro está plenamente del lado de Edipo Rey, al que acaba jurando fidelidad absoluta. En su afán de liberar a Edipo de la fatal acusación, queda la pequeña posibilidad de que Edipo no sea hijo de Yocasta (como va pareciendo), sino de alguna ninfa campesina, visitada de alguno de los dioses que el coro menciona. El efecto estético de este canto y danza previos a la catástrofe final es digno de ser admirado, si bien no es único, sino repetido por el poeta en otros dramas que le conocemos.
En esta tragedia y en alguna otra el poeta usa de la que se ha dado en llamar ironía sofoclea, un lenguaje ambiguo en que el personaje dice mucho más de lo que pretende y el espectador (a veces convertido en interlocutor) lee más de lo que el que habla quisiera decir.
Una obra maestra llena de profundidad que, recordemos, tiene más de veinticuatro siglos y no por eso pierde vigor, espectacularidad, interés ni es ajeno a muchas dudas metafísicas tan humanas y universales. Lectura recomendada y recomendable que se ubica, por su antigüedad, entre los manantíos de muchas corrientes literarias que le siguieron en la historia de la literatura universal.