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jueves, 30 de mayo de 2013

THOMAS JEFFERSON Y LA DEMOCRACIA

Thomas Jefferson fue, casi más que nadie, el responsable de la extensión de la democracia por todo el mundo.  La idea -asombrosa, radical y revolucionaria en la época (en muchos lugares del mundo todavía lo es)- es que ni los reyes, ni los curas, ni los alcaldes de grandes ciudades, ni los dictadores, ni una camarilla militar, ni una conspiración de gente rica, sino la gente ordinaria, en trabajo conjunto, deben gobernar las naciones. Jefferson no fue sólo un teórico importante de esta causa; estuvo involucrado en ella en el aspecto más práctico, ayudando a plasmar el gran experimento político americano que ha sido admirado y emulado en todo el mundo desde entonces.
Murió en Monticello el 4 de julio de 1826, exactamente cincuenta años después del día que las colonias emitieron aquel documento sensacional escrito por Jefferson, llamado Declaración de Indepedencia. Fue denunciado por conservadores de todo el mundo: la monarquía, la aristocracia y la religión avalada por el Estado... eso era lo que defendían entonces los conservadores.  En una carta compuesta unos días antes de su muerte, escribió que "la luz de la ciencia" había demostrado que "la masa de la humanidad no ha nacido con la silla de montar a la espalda", y que tampoco unos pocos privilegiados nacían "con botas y espuelas".  Había escrito en la Declaración de Independencia que todos debemos tener las mismas oportunidades, los mismos derechos "inalienables". Y aunque la definición de "todos" en 1776 era vergonzosamente incompleta, el espíritu de la Declaración era lo bastante generoso como para que hoy en día el "todos" abarque mucho más.
Jefferson era un estudioso de la Historia, no sólo la historia acomodaticia y segura que alaba nuestra propia época, país o grupo étnico, sino la historia real de los humanos reales, nuestras debilidades además de nuestras fuerzas.  La historia le enseñó que los ricos y poderosos roban y oprimen si tienen la más mínima oportunidad. Describió los gobiernos de Europa, a los que pudo contemplar con sus propios ojos como embajador americano en Francia. Decía que bajo la pretensión de gobierno, habían dividido sus naciones en dos clases: lobos y ovejas.  Jefferson enseñó que todo gobierno se degenera cuando se deja solos a los gobernantes, porque éstos -por el mero hecho de gobernar- hacen mal uso de la confianza pública. El pueblo en sí, decía, es la única fuente prudente de poder.
Pero le preocupaba que el pueblo -y el argumento se encuentra ya en Tucídides y Aristóteles- se dejase engañar fácilmente. Por eso defendía políticas de seguridad, de salvaguardia. Una era la separación constitucional de los poderes; de ese modo, varios grupos que defendieran sus propios intereses egoístas se equilibrarían unos a otros e impedirían que ninguno de ellos acabase con el país: las ramas ejecutiva, legislativa y judicial; la Cámara de Representantes y el Senado; los estados y el gobierno federal. También subrayó, apasionada y repetidamente, que era esencial que el pueblo entendiera lo riesgos y beneficios del gobierno, que se educara e implicara en el proceso político. Sin él, decía, los lobos lo engullirían todo. Así lo expresó en Notas sobre Virginia, subrayando que es fácil para los poderosos y sin escrúpulos encontrar zonas de explotación vulnerables:

"En todo gobierno sobre la tierra hay algún rastro de debilidad humana, algún germen de corrupción y degeneración que la astucia descubrirá y la malicia abrirá, cultivará y mejorará de manera imperceptible. Todo gobierno degenera cuando se confía sólo a los gobernantes del pueblo. El propio pueblo es por tanto el único depositario seguro. Y, para que tenga seguridad, debe cultivarse el pensamiento."

Jefferson tuvo poco que ver con la redacción final de la Constitución de los Estados Unidos; cuando se estaba gestando, él ocupaba el cargo de embajador americano en Francia. Le satisfizo la lectura del documento, con dos reservas. Una deficiencia: no se ponía límite al número de períodos que podía gobernar un presidente. Eso, temía Jefferson, propiciaba que un presidente se convirtiera en rey de facto, si no legalmente.  La otra gran deficiencia era la ausencia de una declaración de derechos. El ciudadano -la persona media- no estaba lo bastante protegida, pensaba Jefferson, de los inevitables abusos de poder de los que lo ejercen.
Defendió la libertad de expresión, en parte para que se pudieran expresar incluso las opiniones más impopulares con el fin de poder ofrecer a consideración desviaciones de la sabiduría convencional.  Personalmente era un hombre de lo más amistoso, poco dispuesto a criticar ni siquiera a sus enemigos más encarnizados. En el vestíbulo de Monticello exhibía un busto de su archiadversario Alexander Hamilton. A pesar de todo, creía que el hábito del escepticismo era un requisito esencial para una ciudadanía responsable. Argüía que el coste de la educación es trivial comparado con el de la ignorancia. Creía que el país sólo está seguro cuando gobierna el pueblo.
Parte de la obligación del ciudadano es no dejarse intimidar ni resignarse al conformismo. Seguramente Jefferson desearía que el juramento de ciudadanía que en Estados Unidos se le toma a los inmigrantes, y la oración que los estudiantes recitan diariamente incluyera algo así como: "Prometo cuestionar todo lo que me digan mis líderes". Sería un equivalente real del argumento de Thomas Jefferson: "Prometo utilizar mis facultades críticas. Prometo desarrollar mi independencia de pensamiento. Prometo educarme para poder hacer mi propia valoración sobre cuanto me rodea".
Si pensamos en los fundadores de los Estados Unidos, nos encontramos con una lista de al menos diez, y puede que incluso docenas de grandes líderes políticos cultos, producto de la Ilustración europea y estudiosos de la Historia.  Conocían la falibilidad, debilidad y corrupción humanas. Hablaban el inglés con fluidez. Escribían sus propios discursos. Eran realistas y prácticos y, al mismo tiempo, estaban motivados por altos principios. No tenían que comprobar las encuestas para saber qué pensar aquella semana del mes. Sabían qué pensar. Se sentían cómodos pensando a largo plazo, planificando incluso más allá de la siguiente elección.  Eran autosuficientes, no necesitaban una carrera de políticos ni formar parte de grupos de presión para ganarse la vida. Eran capaces de sacar lo mejor que había en los ciudadanos. Les interesaba la ciencia y, al menos dos de ellos, la dominaban. Intentaron trazar un camino para los Estados Unidos hasta un futuro lejano, no tanto estableciendo leyes como fijando unos límites del tipo de leyes que se podían aprobar.
La Constitución y su Declaración de Derechos han resultado francamente buenas y, a pesar de la debilidad humana, han constituido una máquina capaz, casi siempre, de corregir su propia trayectoria.
Con el paso de los siglos, es obvio que la Democracia en Estados Unidos y fuera de ellos ha decaído considerablemente. Los últimos diez años han sido catastróficos en lo que a pérdida de derechos y libertades se refiere y los norteamericanos están muy lejos de la ejemplaridad en su conducta.
Una de las lecciones más tristes que nos da la historia es que si se está sometido a un engaño demasiado tiempo, se tiende a rechazar cualquier prueba de que es un engaño. Encontrar la verdad deja de interesarnos. El engaño nos engulle cada día. Simplemente es demasiado doloroso reconocer que hemos caído en él. Antiguos engaños tienden  a persistir cuando surgen otros nuevos. La mentira es un placebo que nos aleja del camino común. Si la mentira se nutre además de las frustraciones dimanadas por una situación calamitosa, cual es la actual crisis, podrían resurgir una serie de ideas intrigantes y perversas que siempre han estado al acecho, acompañándonos en nuestra historia común.  Cuando los gobiernos y las sociedades pierden la capacidad de pensar críticamente, los resultados son siempre catastróficos.  Acostumbrarse a las mentiras pone los cimientos de muchos otros males.
Las naciones de la Tierra, especialmente las más poderosas y desarrolladas, necesitan una renovación política urgente que esté encabezada por personajes como Thomas Jefferson o el bucle en el que estamos inmersos nos arrastrará a un abismo del que no sabremos salir.
¿Quién es el responsable de los destinos de este planeta? Todos lo somos.

martes, 28 de mayo de 2013

SOBRE LA LIBERTAD Y LOS DERECHOS CONSTITUCIONALES

Una Constitución debería ser un documento osado y valiente que permitiese una serie de cambios continuos, hasta de la forma de gobierno, si el pueblo lo desea. Como nadie dispone de la sabiduría suficiente para prever qué ideas responderán a las necesidades sociales más apremiantes que puedan sufrir, este documento debería garantizar la expresión más plena y libre de las opiniones del ciudadano.
Pero esto tiene un precio. La mayoría de nosotros defendemos la libertad de expresión cuando vemos un peligro de que se supriman nuestras opiniones. Sin embargo, no nos preocupa tanto cuando opiniones que despreciamos encuentran de vez en cuando un poco de censura.
Si hay una ideología clave para que triunfe la Democracia es que no debe haber ideologías obligatorias ni prohibidas.
La expresión de las opiniones debe estar protegida al máximo, incluso en el caso de que algunos de los protegidos defiendan la idea de que abolirían tal protección si tuvieran ocasión (para evitarlo están los jueces).
En su célebre libro Sobre la libertad, el filósofo inglés John Stuart Mill defendía que silenciar una opinión es "un mal peculiar". Si la opinión es buena, se nos arrebata la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si es mala, se nos priva de una comprensión más profunda de la verdad en su colisión con el error. Si sólo conocemos nuestra versión del argumento, apenas sabemos siquiera eso; se vuelve insulsa, pronto aprendida de memoria, sin comprobación, una verdad pálida y sin vida.
Si la sociedad permite que un número considerable de sus miembros crezcan como si fueran niños, incapaces de guiarse por la consideración racional de motivos distantes, la propia sociedad es culpable. Thomas Jefferson, alguien de quien hablaré pronto, lo exponía de un modo más expeditivo: "Si una nación espera ser ignorante y libre en un estado de civilización, espera lo que nunca fue y  nunca será". En una carta a Madison, abundó en la idea: "Una sociedad que cambia un poco de libertad por un poco de orden los perderá ambos y no merecerá ninguno".
Hay gente que, cuando se le ha permitido escuchar opiniones alternativas y someterse a un debate sustancial, ha cambiado de opinión. Se me viene a la cabeza el ejemplo de un tal Hugo Black, quien en su juventud era miembro del Ku Klux Klan y más tarde se convirtió en juez del Tribunal Supremo y fue uno de los defensores de las históricas decisiones del tribunal que afirmaron los derechos civiles de todos los norteamericanos. Se decía de él que, de joven, se puso túnicas blancas para asustar a los negros y, de mayor, se vistió con túnicas negras para asustar a los blancos.
El sistema de justicia penal es falible: se puede castigar a personas inocentes por delitos que no cometieron; los gobiernos son perfectamente capaces de encerrar a los que, por razones no relacionadas con la suposición de delito, no les gustan.  A veces puede liberarse al culpable para que el inocente no sea castigado. Eso no es sólo una virtud moral; también impide que se use el sistema de justicia penal para suprimir opiniones impopulares o minorías despreciadas. Es parte de la maquinaria que nos damos para subsanar nuestros propios errores.
Así como la unión entre gobierno y religión tiende a destruir al primero y a degradar la segunda; así como la separación entre Iglesia y Estado y la libertad de conciencia individual son el meollo de cualquier democracia que se tenga por tal. No sirve de nada tener ciertos derechos si no se usan: el derecho de libre expresión cuando nadie contradice al gobierno, la libertad de prensa cuando nadie está dispuesto a formular las preguntas importantes, el derecho de reunión cuando no hay protesta, el sufragio universal cuando vota cada vez una parte menor del electorado o la separación de Iglesia y Estado cuando no se repara regularmente el muro que los separa, son peligros que hay que afrontar a diario. No me cansaré de decirlo: los derechos y libertades o se usan o se pierden.
Deberíamos educar a nuestros hijos sobre el valor de la libre expresión y las demás libertades, sobre lo que ocurre cuando no se tienen y sobre cómo ejercerlas y protegerlas. Debería ser un requisito esencial para ser ciudadano de cualquier nación.  Si no podemos pensar por nosotros mismos, si no somos capaces de cuestionar la autoridad, somos pura masilla en manos de los que ejercen el poder.  Pero si los ciudadanos reciben una educación y forman sus propias opiniones, los que están en el poder trabajarán para nosotros.  Con ello se adquiere cierta decencia, humildad y espíritu de comunidad que puede preservarnos de muchos abusos y sufrimientos. No puedo resignarme a la ingeniosa frase que una vez escuché y que afirmaba que "la Democracia es equivocarse todos juntos cada cuatro años". En las urnas no estamos dando una patente de corso ni una carta blanca, sino haciendo un encargo a nuestros representantes políticos. Tenemos derecho a fiscalizar su comportamiento todos los días. Los propios políticos nos han acostumbrado a que aceptemos que no sea así y hemos permitido durante treinta años, tal vez por inexperiencia democrática o quizás por miedo a tiempos anteriores, que esto ocurra sin rechistar.
Para salvar el sistema es fundamental que hagamos todos un examen de conciencia democrática. Los peligros que nos acechan no están en las ideas que se contraponen a las nuestras, sino en nuestra falta de criterio a la hora de exigir que el sistema que nos hemos dado funcione.
Tal vez un buen comienzo sería exigir que, si hay separación de poderes, podamos todos votar democráticamente a los jueces y fiscales que en las altas instancias trabajan cada día para nosotros (y cuyos nombramientos dependen hoy de la clase política, no sabemos por qué).  Otra necesidad imperiosa es ampliar ciertas libertades en lugar de restringirlas (cual estamos haciendo ahora contra toda lógica). Y, por último, trasladar nuestra vehemencia a defender la conservación de derechos adquiridos (incluso desde tiempos de la Dictadura) en lugar de dividirnos apostando por luchar contra leyes y reglas no vinculantes que quizás no nos satisfagan, pero que benefician a una parte de nuestros conciudadanos y solamente si las dejamos existir podremos mejorarlas con el tiempo. No consintamos en nuestras vidas beocias intromisiones de poderes no democráticos con los que podemos simpatizar pero nunca imponer (da igual que sea una institución religiosa o una comunidad de indignados que no se postulan con un programa electoral bien defendido ante las urnas); no aceptemos que la filiación política suponga un encasillamiento del conciudadano y exijamos sin rubor y con toda claridad el cumplimiento exquisito por parte de nuestra clase política del mandamiento que le damos en la urnas. Preguntémonos por qué sólo podemos ver de cerca a nuestros representantes cuando nos piden el voto; si es lícito que utilicen prerrogativas inexistentes en democracias mucho más avanzadas (como la calidad de aforados) y recriminemos el inmovilismo atroz que nos está sumiendo en la más absoluta decepción.  Si no hacemos esto pronto, antes de una década nos habremos arrepentido de todos los errores que estamos cometiendo ahora, de todas las cortinas de humo en que nos hemos dejado envolver, de todos los esfuerzos que estamos malgastando en despreciar a quien no piensa como nosotros en lugar de emplearlos en exigir un sistema sólido, transparente y justo en el que nadie, absolutamente nadie, sobre. ¡Evitemos nuestra propia frustración! ¡En España no sobra nadie! ¡Nadie!

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lunes, 27 de mayo de 2013

VILLA ANITA

Estimado amigo:

A veces me viene a la memoria aquella frase infame de Enrique Tierno Galván cuando, años antes de morir y en plena "Movida Madrileña", definía su propia época de docente en la universidad como el páramo cultural del franquismo. ¡Ahí es nada!  El alcalde -porque entonces lo era de Madrid- se quedó a gusto. Era lo que se llevaba: meter todo lo que había ocurrido en los últimos cuarenta años en el mismo saco. Y en el saco de nuestra dictadura, preclaras mentes como la suya metieron a mi pariente lejano y premio Nobel Jacinto Benavente, al profesor Aranguren, a Pablo Sorozábal y sus composiciones, la mejor época de la lírica española (Alfredo Kraus, Pedro Lavirgen, Miguel Fleta, Victoria de los Ángeles, Pilar Lorengar...), a Severo Ochoa, a Dalí, a... a... Me dejaría tantos queriendo enumerarlos a todos que mejor me callo. 
Sabes bien que siempre digo que la Historia no la escriben los vencedores, sino que la borran, y en aquella época tocaba borrar todo lo que oliese a franquismo porque era sinónimo de franquista aún sin serlo.  Bueno, el caso es que allá por los años sesenta existía un escritor, ya olvidado, de notable éxito. Vendía mucho dentro de España y también en otros países en unos tiempos en los que la palabra "bestseller" no había pasado la aduana de nuestra terminología. Todo era más castizo entonces.
Era este escritor un señor de Guadalajara que, tras estudiar Filosofía y Humanidades, iba para cura aunque luego dejó el seminario para estudiar Derecho.  A pesar de su formación académica, como había nacido en 1912 había tenido que sobrevivir a una monarquía infame, a una república desastrosa, a una guerra civil y, claro es, a una dictadura. Y lo hizo escribiendo bajo el amparo de la editorial Aguilar. Mi padre llegó a conocerlo porque él, en lo suyo, también era plantilla de esa editorial.  Tenía este escritor tanto éxito que prosperó y se compró una parcelita en Águilas (Murcia) donde levantó una casita solariega a la que puso por nombre "Villa Anita".  En la soledad de aquella casa escribió sus mejores novelas, algunas de las cuales fueron llevadas al cine.
Es llegado el momento de decir que hablo de don Ángel María de Lera.
Sensible y comprometido con los tiempos que le tocaron vivir, no tuvo miedo (ni problemas) para abordar temas tan sensibles como la homosexualidad (LA TRAMPA), la injusticia (LOS OLVIDADOS) o la dichosa lacra de la emigración por hambre.  Esto último lo enfocó desde dos puntos de vista: los que se iban a Alemania (HEMOS PERDIDO EL SOL) y los que se quedaban sufriendo infames penurias (TIERRA PARA MORIR).
De vez en cuando releo sus novelas y finiquita mi mente que si Ángel María de Lera hubiese vivido en nuestra época tal vez habría fusionado dos de sus títulos en uno para hablar de la crisis: HEMOS PERDIDO EL SOL y TIERRA PARA MORIR. Tal vez el título habría sido HEMOS PERDIDO LA TIERRA PARA MORIR. Y así abordaría el drama de toda la gente que está comenzando a abarrotar los aeropuertos para no volver jamás; esos aeropuertos internacionales que tenemos en España cada tres cañadas y en los que, irónicamente, se cruzan con ciudadanos de otras nacionalidades que un día vinieron a España con las mismas esperanzas y angustias que tuvieron nuestros padres cuando se bajaron de los trenes en Frankfurt, Múnich, Düselldorf y otros lares.
Qué irónica es la vida. Se acabaron los chistes y las burlas hacia los peligrosos inmigrantes que venían hace menos de una década a quedarse con el pan de nuestros hijos (y a cotizar nuestras pensiones, que eso siempre se nos olvida).  Ahora volvemos a ser nosotros los que nos vamos.  Pero con una diferencia: ya no mandaremos dinero a casa, ya no volveremos más. España nos ha echado de una patada en el culo; en el culo del alma, en el culo de la dignidad, en el culo de la autoestima. España nos ha mandado a tomar por culo como eficaz medida para que baje el número de parados en las estadísticas.  Es una manera como otra cualquiera que tienen los vencedores de borrar la Historia: petándole al personal el agujero de la mierda.
Eso es lo que me inspira la foto que me has mandado del aeropuerto de Barajas. Perdona, pero hoy es que estoy con sarpullido en el fuero interno. Debe ser que tengo una subida de clase política. Me tengo que hacer mirar el páncreas. Si algún día tengo éxito y me puedo comprar una casa solariega en Águilas la llamaré "VILLANITA", de villano. Hay que adaptarse a los tiempos y rendir tributo a de Lera.

FOTOGRAFÍA: Santiago Andreu


(en esta sección, Santiago Andreu -fotógrafo- y Francisco Gijón establecen una correspondencia artística en la que fotografías y textos se contestan creando un diálogo contractual de impresiones plásticas)


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jueves, 23 de mayo de 2013

LA MEMORIA HISTÓRICA Y LAS APARICIONES MARIANAS

Los que nos dedicamos a esto de contar las historias de la Historia sabemos perfectamente que los recuerdos de un acontecimiento tienen mayor parecido a una historia sujeta a revisión constante que a un bloque de información original. Lo siento mucho, pero estoy en contra del término "memoria histórica".
El ex presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, que pasó la Segunda Guerra Mundial en Hollywood rodando películas malas, describió vívidamente su papel en la liberación de las víctimas de los campos de concentración. Como vivía en el mundo del cine, parece que confundía una película que había visto con una realidad que no había vivido. En sus campañas presidenciales, el señor Reagan contó en muchas ocasiones una historia épica de coraje y sacrificio, motivo de inspiración para muchos estadounidenses, pero que nunca ocurrió... Era el argumento de la película A Wing and a Prayer, que impresiona mucho al espectador. Es fácil encontrar muchos ejemplos de este tipo en las declaraciones públicas del antedicho ex-presidente. Y no es difícil imaginar los peligros públicos que entrañan los casos de líderes políticos, militares, científicos o religiosos que son incapaces de distinguir la realidad de la ficción vivida.
Quizá, y hablo de la memoria histórica, lo que realmente recordamos es una serie de fragmentos de recuerdos mal cosidos a una tela compuesta por nuestra propia imaginación. Si cosemos con la suficiente inteligencia, conseguiremos hacernos una historia memorable fácil de recordar. Pero eso no conviene.
Siempre me he preguntado sobre las apariciones marianas.
Un caso típico, por no decir redundante, es el de una mujer o una niña campesina que dice haber encontrado a otra mujer extrañamente pequeña que se le revela como la virgen María, la Madre de Dios.  Ésta le pide a la sorprendida criatura que vaya a las autoridades civiles y de la Iglesia local y les ordene decir plegarias por los muertos, obedecer los mandamientos o construir un santuario en aquel mismo lugar. Si no acceden, los amenaza con temibles castigos. Otra veces, en épocas de epidemia, María promete curar la enfermedad, pero sólo si se cumplen sus demandas.
La testigo intenta hacer lo que le dicen. Pero cuando informa a su padre, su marido o al cura, le ordenan que no cuente la historia a nadie; es una tontería femenina, una frivolidad o una alucinación demoníaca. Así, ella no dice nada. Días después la Virgen se le vuelve a aparecer, un poco molesta porque no se ha honrado su petición. Y es que se necesita una prueba, una señal.
Así, María -que por lo visto no había previsto que tendría que proporcionar una prueba- le da una señal. Los del pueblo se convencen en seguida. Se construye el santuario. Ocurren curaciones milagrosas en la vecindad. Llegan peregrinos de todas partes. La economía local mejora. Se nombra a la testigo original guardiana del sacro santuario.
En la mayoría de casos que conocemos, se creó una comisión de investigación, formada por autoridades civiles y eclesiásticas, que pretendían atestiguar si la aparición era genuina... a pesar del escepticismo inicial, casi exclusivamente masculino. Pero el nivel de pruebas no solía ser alto, En un caso se aceptó seriamente el delirante testimonio de un niño de ocho años dos días antes de morir por una epidemia. Algunas comisiones siguieron deliberado durante décadas o incluso hasta un siglo después del acontecimiento.
No es difícil encontrar motivos posibles para inventar y aceptar estas historias: trabajo para los curas, notarios, carpinteros y mercaderes, y otros estímulos económicos para la región afectada en una época curiosamente depresiva; el ascenso de la condición social de la testigo y de su familia; nuevas oraciones para familiares enterrados en cementerios abandonados, sequía o guerras; exaltación del espíritu público contra los enemigos de la fe; mejor urbanidad y obediencia a la ley canónica y confirmación de la fe de los piadosos. El fervor de los peregrinos hace el resto.
Pero yo me pregunto, ¿por qué María siempre da órdenes a un pobre campesino de informar a las autoridades en lugar de hacer la amonestación ella misma? O al rey. O al Papa. En los siglos XIX y XX, es cierto, algunas apariciones han adquirido gran importancia: Fátima, Lourdes...
¿Son las emociones fuertes acaso un componente habitual de nuestras ensoñaciones?
Y en tal caso, ¿no podríamos poner en cuarentena esas emociones tan fuertes y ponerlas en manos de los historiadores para que hagan su trabajo científicamente y dejar de lado los prejuicios, rencores y fe de las personas para distanciar los hechos de los sentimientos? 
Pues eso.

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martes, 21 de mayo de 2013

¿FUE SIEMPRE MALO EL DEMONIO?

Vaya por delante que la palabra demonio quiere decir conocimiento en griego.
La creencia en los demonios estaba muy extendida en el mundo antiguo. Se los considerabas seres más naturales que sobrenaturales. Hesíodo los menciona ocasionalmente. Sócrates describía su inspiración filosófica como la obra de un demonio personal benigno. Su maestra, Diótima de Mantineia, le dice (en el Symposio de Platón) que "todo lo que es genio (demonio) está entre lo divino y lo mortal. La divinidad no se pone en contacto con el hombre, sino que es a través de este género de seres por donde tiene lugar todo comercio y todo diálogo entre los dioses y los hombres, tanto durante la vigilia como durante el sueño".
Platón, el estudiante más célebre de Sócrates, asignaba un gran papel a los demonios: "Ninguna naturaleza humana investida con el poder supremo es capaz de ordenar los asuntos humanos -dijo- y no rebosar de insolencia y errror...  No nombramos a los bueyes señores de los bueyes, ni a las cabras de las cabras, sino que nosotros mismos somos una raza superior y gobernamos sobre ellos. Del mismo modo Dios, en su amor por la humanidad, puso encima de nosotros a los demonios, que son una raza superior, y ellos, con gran facilidad y placer para ellos, y no menos para nosotros, dándonos paz y reverencia y orden y justicia que nunca flaquea, hicieron felices y unieron a las tribus de hombres".
Platón negaba decididamente que los demonios fueran una fuente del mal, y representaba a Eros, el guardián de las pasiones sexuales, como un genio o demonio, no un dios, "ni mortal ni inmortal", "ni bueno ni malo". Pero todos los platonistas posteriores, incluyendo los neoplatonistas que influyeron poderosamente en la filosofía cristiana, sostenían que había algunos demonios buenos y otros malos.  Aristóteles, el famoso discípulo de Platón, consideró seriamente la idea de que los sueños estuvieran escritos por demonios. Plutarco y Porfirio proponían que los demonios, que llenaban el aire superior, venían de la Luna.
Los primeros Padres de la Iglesia, a pesar de haberse empapado del neoplatonismo de la cultura en la que nadaban, deseaban separarse de los sistemas de creencia "pagana". Enseñaban que toda la religión pagana consistía en la adoración de demonios y hombres, ambos malinterpretados como dioses. Cuando San Pablo se quejaba (Efesios 6, 14) de la maldad en las alturas, no se refería a la corrupción del gobierno sino a los demonios, que vivían allí:

"Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas."

Desde el principio se pretendió que los demonios eran mucho más que una mera metáfora poética del mal en el corazón de los hombres.
A San Agustín le afligían los demonios: "Los dioses ocupan las regiones más altas, los hombres las más bajas, los demonios la del medio...  Ellos poseen la inmortalidad del cuerpo, pero tienen pasiones de la mente en común con los hombres".  En el libro VIII de La ciudad de Dios, Agustín asimila esta antigua tradición, sustituye a los dioses por dios y demoniza a los demonios, arguyendo que son malignos sin excepción, si bien reconoce que son muy buenos conocedores del mundo, especialmente del material. Por eso he comenzado este artículo advirtiendo que demonio quiere decir conocimiento en griego, de la misma manera que ciencia significa conocimiento en latín.

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lunes, 20 de mayo de 2013

EL NIÑO QUE MEA

Estimado amigo:

Me mandas esta instantánea que tomaste en Bruselas en 1992, la cual tiene más coña de lo que parece y me obliga a ir por partes.
Dice la tradición que ya a finales del siglo XIV a los bruselenses se les ocurrió ubicar la estatua-fuente de un infante orinando que dieron en llamar Menneke Pis ("el niño que mea"); y añaden los lugareños que la tal estatuilla (referente turístico de la capital) simboliza la independencia ética, política y moral de los belgas. Bien por ellos.
Bélgica es un país que los dos conocemos bien (tú mejor que yo).  Para mí fue una sorpresa y todo un descubrimiento aquel pequeño rincón geográfico que intenta pasar desapercibido entre Francia y Holanda. Elaboran la mejor cerveza del mundo con diferencia (y yo de cerveza sé poco, pero de bebérmela bastante). Como la de casi todos los pueblos, la belga es una historia compleja y llena de puntos oscuros. No hablaré del Congo belga y de las barrabasadas del Rey Leopoldo II, que hizo de la región un pazo personal en el que sus tropelías es mejor no meneallas, que diría nuestro Quijote. Es por ello que me voy a centrar en la orina, que creo que da mucho de sí.
No sé si el Manneken Pis (actual nombre de la turística escultura pipiante) representa o no en realidad la independencia de su pueblo; lo que sí tengo por cierto es que la señora de la foto comete un grave error poniendo al nene a apuntar el chorrito tan casi dentro de su bolso. Desconozco el contenido del mismo, pero deduzco que en él habría, incluso tratándose del año en cuestión, lo que suelen llevar las mujeres: las llaves de casa, el monedero con sus monedas, pañuelitos de papel, maquillaje y algunas cosas incomprensibles que  escapan por completo al entendimiento masculino y que no voy aquí a tratar de descifrar.
Me quedo con el símbolo belga (y con su cerveza). Hasta hace pocos años no había nada más diurético en mi vida que el té y la cerveza (mis dos pasiones). Ahora hay algo que los supera con creces: los políticos.
No olvidemos que la Bélgica del rey Leopoldo II (el masacrador del Congo) es ahora la sede de una de las parcelas políticas que más están porculizando al ciudadano-contribuyente europeo.  Las eurorrecuas de diputados supranacionales han venido a suplantar al simpático infante mingidor en eso de mearse en nuestros bolsillos, monederos, carteras, llaves domiciliarias e intimidad. Cada día que pasa la cosa se pone peor.  No sé quién le sostiene la colita-pilila-fuchinga-minga-colgajo-uretra a cada uno de estos delincuentes trajeados que desde las sedes parlamentarias se ciscan en nuestros derechos mientras sonríen a cámara a la vez que apuntan su chorro contra nuestra moral. Hay quien dice que es Frau Merkel, yo no me lo acabo de creer del todo.  Cuando yo era niño y quería hacer pis, si nadie me ayudaba a tan imperiosa necesidad me apañaba solo y la cosa funcionaba mal que bien con alguna salpicadura de levedad.
Actualmente el sur de Europa se ha transformado en el urinario público del desnortado septentrión y nuestros presuntos salvapatrias nos han dejado boquiabiertos, quizás para tener más sitios vergonzantes en los que humillarnos.
Antaño se meaba por necesidad de evacuación.  Ahora muchos están evacuando Europa porque los mean. No es justo.  Yo soy un ferviente defensor de los escraches, las manifas protestonas y algunas otras cosas que no diré. Opino que ésta debería ser la Europa ejemplar de los derechos humanos, las rectificaciones de las injusticias pasadas, la concordia y la paz. Creo vehementemente en la igualdad entre hombres y mujeres; no creo en las razas más allá del pintoresco color que las distingue; defiendo a capa y espada los derechos plenos y totales de los homosexuales y transexuales; opino que las religiones son cosa que debería quedarse dentro del hogar y, en definitiva, siempre soñé con una Europa en la que cupiésemos todos (incluso me esforcé en hablar algunos de sus idiomas, que es más de lo que podrían decir la mayoría de nuestros Padres de la Patria).
Pero se nos mean, Santiago, y no es por la diuresis de la birra, sino porque les importamos un pepino.  Pero el pepino ahora dicen que tiene écoli (sobre todo el pepino español). Se le ha olvidado al norte de Europa de lo que es capaz un español con un pepino en la mano. Tal vez deberíamos recordárselo. Apoyo a los griegos, a los chipriotas , a los portugueses, a los italianos y a los que vendrán a sumarse al dislate mayúsculo de las incoherencias supranacionales del parlamento Europeo.
Si por mí fuese, te lo digo en serio, las protestas en adelante serían frente a las casas consistoriales, parlamentos, senados, sedes de partidos políticos, cada uno con su vejiga bien cargada, apuntando lo mejor posible y con el lema: "Mea el Parlamento".  Es lo menos que merecen y lo mínimo que les debemos.  Y si nos detienen sus lacayos (unos por gusto y otros porque cumplen órdenes), cuando declaremos ante el juez diremos que estamos emulando al Manneken Pis: demostrando nuestra independencia como pueblo soberano. Pues eso.

FOTOGRAFÍA: Santiago Andreu
(en esta sección, Santiago Andreu -fotógrafo- y Francisco Gijón establecen una correspondencia artística en la que fotografías y textos se contestan creando un diálogo contractual de impresiones plásticas)


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viernes, 17 de mayo de 2013

¿QUÉ PERVERSA INTENCIÓN HAY DETRÁS DE LOS RECORTES EN EDUCACIÓN?

El 99% del tiempo de existencia de los seres humanos en la Tierra, no ha habido nadie que supiera leer ni escribir. Aparte de la experiencia de primera mano, casi todo lo que el hombre sabía se transmitía de manera oral. Durante decenas de centenares de generaciones, la información se iba distorsionando lentamente y acababa perdida.
Los libros lo cambiaron todo. Los libros, que se pueden comprar a bajo coste, nos permiten preguntarnos por el pasado con gran precisión, aprovechar la sabiduría de nuestra especie, entender el punto de vista de otros, y no sólo de los que están en el poder; contemplar -con los mejores maestros- los conocimientos dolorosamente extraídos de la naturaleza por las mentes más grandes que jamás existieron, en todo el planeta y a lo largo de toda nuestra historia. Permiten que gente que murió hace tiempo hable dentro de nuestras cabezas.
Los libros nos pueden acompañar a todas partes. Los libros son pacientes cuando nos cuesta entenderlos, nos permiten repasar las partes difíciles tantas veces como queramos y nunca critican nuestros errores. Los  libros son la clave para entender el mundo y participar en una sociedad democrática.
Tiranos y autócratas han entendido siempre que el alfabetismo, el conocimiento, los libros y los periódicos son un peligro en potencia para su poder.  Pueden inculcar ideas independientes e incluso de rebelión en las cabezas de sus súbditos. El gobernador real británico de la Colonia de Virginia escribió en 1671:

"Agradezco a Dios que no haya escuelas ni imprenta; y espero que no los tengamos durante los próximos cien años; porque el conocimiento ha traído desobediencia, herejía y sectas al mundo, y la imprenta los ha divulgado y ha difamado al mejor gobierno. ¡Que Dios nos proteja de ambos!"

Afortunadamente los colonos americanos, conscientes de dónde radica la libertad, no querían saber nada de eso y en sus primeros años de existencia como nación, Estados Unidos contó con una de las tasas de alfabetización más altas del mundo, quizá la más alta (si bien es cierto que en aquella época las mujeres y los esclavos no contaban). Ya en 1635 había escuelas públicas en Massachusetts y, en 1647, educación obligatoria en todas las ciudades con más de cincuenta casas. Durante el siguiente siglo y medio, la democracia se extendió por todo el país. Políticos teóricos extranjeros acudían a los Estados Unidos para ser testigos de esa maravilla nacional: grandes cantidades de trabajadores que sabían leer y escribir. La devoción norteamericana a la educación impulsó el descubrimiento y la invención, un vigoroso proceso democrático y un empuje que accionó la vitalidad económica de la nación.
Hoy en día, Estados Unidos no es precisamente líder del mundo en alfabetización. No es casual que esta nación esté ahora en plena decadencia. 
Los mecanismos de la pobreza, la ignorancia, la desesperanza y la baja autoestima se mezclan para crear una especie de máquina de fracaso perpetuo que va reduciendo los sueños de generación en generación. Y todos padecemos el coste de mantenerla funcionando. El desprecio a la cultura es su eje esencial.  El coste de la incultura es muy caro: es el coste en gastos médicos y hospitalización, el coste en crimen y prisiones, el coste en educación especial, el coste en baja productividad y en mentes potencialmente brillantes que podrían ayudar a resolver los problemas acuciantes que nos preocupan a todos.
La cultura es el camino que lleva de la esclavitud a la libertad. Hay muchos tipos de esclavitud y no menos tipos de libertad. Pero leer sigue siendo el camino, y apoyar a la cultura el único medio de salir de la crisis.
Tal vez deberíamos preguntarnos qué perversa intención hay detrás de los recortes en educación. ¿Nos quieren domeñar o acaso nos temen?

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martes, 14 de mayo de 2013

EL MULO O LA MULA: CANILLEJAS

Estimado amigo:

Me vuelves a recordar mi infancia en Canillejas. Vieja ciudad. Pequeño barrio. Llevo en el alma y en la biografía esta pequeña ciudad de levantamientos y andanadas. Madrid nos angustiaba por entonces con el perfume rancio de las lilas muertas y las lluvias lejanas que todavía el Guadarrama venía enviando desde lejos.
Vieja ciudad. Pequeña ciudad. A veces vuelvo a ella, gris y melancólico, ayer perfil de galeón y hoy navío desguazado de donde nacieron esos horrores que hoy llamamos Autonomías... y donde nació uno mismo.
Ay de mi barrio. Barrio de astros, rinconado del tiempo.  En Canillejas la dimensión del mundo me la daban las golondrinas en primavera.  Y los gorriones: oro de las mañanas empobreciendo el cielo. Golondrinaas: soles de cada tarde entre el ladrillo eterno.
Gran Vía, calle de tata noche, mitología de cisnes. Madres de rebajas en los escaparates de enero.  Zona centro, iglesias sonantes enormes de silencio ante el paso de la yegua inmensa de los tiempos.  Plaza Mayor en Navidad, jolgorio y villancico entre fachadas de los Austrias.  El Rastro, donde el hombre más remoto era un trilero y el dios de los espacios papá.
En las horas más negras de mi vida, en las noches más blancas de dolor, por un tirón hacia la infancia, hacia la nada, hacia el principio, por un afán de borrar la vida y recuperar aquel niño que fui, borrso de barros y manchado de tintas... pienso en mi Madrid particular.
Mucho he escrito sobre Madrid a la luz de una linterna, a la luz de una gota de agua, a la luz de la noche sobre las rodillas, en un papel sucio buscando la consoladora asonancia de una prosa simple.  Y no he hallado la manera de descifrar para los demás mi barrio de Canillejas, ése que se despatarraba entre jeringuillas al final de la Avenida de Aragón.
¿Cómo hablar de los paseos con mi padre hasta la Alameda de Osuna? ¿Cómo describir las amapolas junto a las pistas del aeropuerto en aquellas mañanas de domingo en que el cielo era un desván lleno de aviones por donde erraban los soles y agonizaban los pájaros?
Volver de nuevo al niño que fuiste no sé cuándo, no haber vivido aún nada de lo que ha pasado a mi alrededor sino a través del niño que fui. Morir hacia mi barrio. Barrio de gentes pobres. A eso me recuerda tu foto: a Canillejas. Con mulo o con mula, que borrico es.



FOTOGRAFÍA: Santiago Andreu
(En esta sección, Santiago Andreu -fotógrafo- y Francisco Gijón establecen una correspondencia artística en la que fotografías y textos se contestan creando un diálogo contractual de impresiones plásticas)

miércoles, 8 de mayo de 2013

LA CABRA

Estimado Santiago:

Como la vez anterior te hablé del carpetovetonismo hispano me sales con algo tan nuestro como la cabra equilibrista de nuestra infancia. Esa cabra que por un puñado de hojas de papel de Biblia hacía auténticos malabarismos para sus amos y señores y que todos recordamos de aquellos tiempos pretéritos, antes de que el teclado pianístico del Culto Evangélico suplantase su cornuda presencia en nuestras calles y esquinas.
Francisco Umbral adoraba a las cabras. Decía que eran doncellas con coños de vieja (él sabría). Para mí que las cabras son rumiantes tontucios que se dejan tocar las tetas a cambio ni siquiera de una muestra de amor o respeto, sino de tan sólo por un pedazo de pan: pan de cabra, claro, osea lo que le den, que siempre será demasiado.
No nos diferenciamos los españoles tanto de las cabras. Vamos en rebaño a donde nos digan, hacemos equilibrios como nadie (va en nuestra idiosincrasia), tenemos la dignidad cornuda y las tetas por las ingles del hartazgo.
Yo soy un niño de Canillejas, barrio de Madrid que ahora se llama San Blas (equívoca malversación de nombres). Era un barrio de mayoría gitana. Los gitanos son más españoles que la mayoría de nosotros, más auténticos y más conservadores de sus costumbres; tal vez por eso sean tan discriminados, no los sé (yo los adoro).
La cabra y la trompeta llenaban los domingos de mi barrio, apenas descerrajadas las persianas y bateadas las mantas, edredones y alfombras por las cornisas mugrientas de la España de la Transición.  Y allí estaban ellas, subidas a lo imposible mientras se levantaba el "pirulí" de los mundiales como las actuales portavoces de nuestros prescindibles gobiernos, explicando lo inexplicable, cuernos en alto y equilibrios en el aire, dando de sí todo por un poquito de pienso. Pienso luego existo: tal era su razón de ser y el sentido de sus vidas. Las cabras existen, lo que ya uno duda es que existan los que nos obligan al mal sueño del equilibrio imposible, más que nada porque a nada conduce excepto al sufrimiento. 
Me pregunto si aquellas cabras de mi infancia, ya muertas todas, tenían sus razonamientos filosóficos y su sentido de la humillación cuando se sabían merecedoras de todo el mérito que cobraban sus amos. Tal vez las cabras de antaño no hayan sido otra cosa que las precursoras de los funcionarios de hogaño (lo digo por los equilibrios y por los cuernos). No me extrañaría, viendo los aires flatulentos que nos acarician las testuces impunemente y con sorna.
Lo dicho, y hablando de vientos, se me viene a la cabeza el dicho de un antiguo egipcio del año 2000 antes de Cristo que recomendaba a su faraón: "no dejes que tu lengua sea una bandera que ondée al viendo te cualquier olor".  Para mal olor el de las cabras y para peor el de los gobiernos y sus portavoces, sean hombres, mujeres o Cospedales. Vae victis, que dijo cierto galo a los romanos antes de acojonarlos durante siete siglos. Un día te contaré la anécdota del antedicho, pues no tiene desperdicio. Tal vez la historia del hombre la hayan escrito las cabras y no nos hayamos dado cuenta todavía. Según se mire tampoco es un disparate esto que digo. ¡Larga vida a las cabras, que al menos rumian con inteligencia!

FOTOGRAFÍA: Santiago Andreu
(En esta sección, Santiago Andreu -fotógrafo- y Francisco Gijón establecen una correspondencia artística en la que fotografías y textos se contestan creando un diálogo contractual de impresiones plásticas)


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