Estimado Santiago:
Como la vez anterior te hablé del carpetovetonismo hispano me sales con algo tan nuestro como la cabra equilibrista de nuestra infancia. Esa cabra que por un puñado de hojas de papel de Biblia hacía auténticos malabarismos para sus amos y señores y que todos recordamos de aquellos tiempos pretéritos, antes de que el teclado pianístico del Culto Evangélico suplantase su cornuda presencia en nuestras calles y esquinas.
Francisco Umbral adoraba a las cabras. Decía que eran doncellas con coños de vieja (él sabría). Para mí que las cabras son rumiantes tontucios que se dejan tocar las tetas a cambio ni siquiera de una muestra de amor o respeto, sino de tan sólo por un pedazo de pan: pan de cabra, claro, osea lo que le den, que siempre será demasiado.
No nos diferenciamos los españoles tanto de las cabras. Vamos en rebaño a donde nos digan, hacemos equilibrios como nadie (va en nuestra idiosincrasia), tenemos la dignidad cornuda y las tetas por las ingles del hartazgo.
Yo soy un niño de Canillejas, barrio de Madrid que ahora se llama San Blas (equívoca malversación de nombres). Era un barrio de mayoría gitana. Los gitanos son más españoles que la mayoría de nosotros, más auténticos y más conservadores de sus costumbres; tal vez por eso sean tan discriminados, no los sé (yo los adoro).
La cabra y la trompeta llenaban los domingos de mi barrio, apenas descerrajadas las persianas y bateadas las mantas, edredones y alfombras por las cornisas mugrientas de la España de la Transición. Y allí estaban ellas, subidas a lo imposible mientras se levantaba el "pirulí" de los mundiales como las actuales portavoces de nuestros prescindibles gobiernos, explicando lo inexplicable, cuernos en alto y equilibrios en el aire, dando de sí todo por un poquito de pienso. Pienso luego existo: tal era su razón de ser y el sentido de sus vidas. Las cabras existen, lo que ya uno duda es que existan los que nos obligan al mal sueño del equilibrio imposible, más que nada porque a nada conduce excepto al sufrimiento.
Me pregunto si aquellas cabras de mi infancia, ya muertas todas, tenían sus razonamientos filosóficos y su sentido de la humillación cuando se sabían merecedoras de todo el mérito que cobraban sus amos. Tal vez las cabras de antaño no hayan sido otra cosa que las precursoras de los funcionarios de hogaño (lo digo por los equilibrios y por los cuernos). No me extrañaría, viendo los aires flatulentos que nos acarician las testuces impunemente y con sorna.
Lo dicho, y hablando de vientos, se me viene a la cabeza el dicho de un antiguo egipcio del año 2000 antes de Cristo que recomendaba a su faraón: "no dejes que tu lengua sea una bandera que ondée al viendo te cualquier olor". Para mal olor el de las cabras y para peor el de los gobiernos y sus portavoces, sean hombres, mujeres o Cospedales. Vae victis, que dijo cierto galo a los romanos antes de acojonarlos durante siete siglos. Un día te contaré la anécdota del antedicho, pues no tiene desperdicio. Tal vez la historia del hombre la hayan escrito las cabras y no nos hayamos dado cuenta todavía. Según se mire tampoco es un disparate esto que digo. ¡Larga vida a las cabras, que al menos rumian con inteligencia!
FOTOGRAFÍA: Santiago Andreu
(En esta sección, Santiago Andreu -fotógrafo- y Francisco Gijón establecen una correspondencia artística en la que fotografías y textos se contestan creando un diálogo contractual de impresiones plásticas)
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