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viernes, 13 de diciembre de 2013

LOS MOROS Y LOS MUSULMANES INVADEN ESPAÑA

 
 Querido Santiago:
Retomamos nuestra correspondencia abordando la realidad de una cultura que, no siéndonos de nada ajena a los españoles, resulta lamentable cómo la percibimos.
No sé si te habrás dado cuenta de que la diferencia entre "moro" y "musulmán" (o árabe) se reduce a un medio de transporte: en si llegan en patera a
Algeciras o en yate a Marbella. Es inaudito cómo el chasis de una embarcación puede cambiar el concepto, la imagen e incluso el olor de una persona a la que sin embargo nos gusta discriminar por motivos de religión. Chocante.  Con qué pocas palabras podemos compendiar todo el universo de una sociedad.
Habitamos un mundo en el que todo se vuelve noticias que se anulan las unas a las otras, e ignoramos dónde se encuentra la verdad, si es que hay alguna. Resulta sobrecogedor que todavía haya en España muchas personas que piensen que fuimos invadidos por los moros, desplazados hasta Covadonga y que nos pasamos casi 8 siglos recuperando nuestro legítimo territorio. La ignorancia humana es inaudita cuando pasa de generación en generación y es elevada como un sacramento en los altares de la propaganda.
En Córdoba, ni en ningún otro lugar de la Península, los árabes no entraron a caballo, sino a pie y de uno en uno.  Jamás hubo una invasión guerrera musulmana como se nos ha hecho creer por los historiadores de uno y otro bando.  La islamización de nuestro territorio (¿nuestro?) no se debe a una conquista árabe procedente de África.  Trabajo nos cuesta a los que estudiamos estas coas adentrarnos sin prejuicios en los textos, comparar datos y fechas, y procurar no abandonarnos, nosotros también, a unas ideas preconcebidas que rubricar.  Porque ése suele ser el error de los cronistas, que a menudo no tienen más prueba de sus afirmaciones que el haber sido hechas de antemano por otros.
En el año 711 de la era cristiana no había pasado aún un siglo desde el comienzo de la mahometana.  El norte de África, por descontado, no era aún islámico, y mucho menos árabe.  ¿Qué iban a pintar allí, tan lejos de Damasco, ni los árabes ni su idioma?  Ellos, agrupados en tribus nómadas poco numerosas, ¿cómo iban a conquistar en tan escaso tiempo un imperio tan desmesurado, y en plazos tan breves (tanto más cuanto más distantes se encontraban de su Arabia)? ¿Y con qué medios? ¿Y cómo una raza no marinera atravesó el Estrecho, cuya navegación nunca ha sido fácil? ¿En cuántos navíos? ¿Cuántos viajes hicieron?
¿Por qué los hispanos, famosos por valientes y por enamorados de su independencia, no se defendieron de los sarracenos, siendo además diez millones frente a veinticinco mil que desembarcan y los someten en tres años?  Pero ¿los someten?  No se sabe. Nadie dice qué fue de esos hispanorromanos que entonces habitaban la Península.  Sólo se mencionan, bastante después, dos minorías: la judía y la goda: es decir, sobre Hispania luchan los godos contra esos misteriosos sarracenos de las crónicas; todo se redujo, por tanto, a una contienda entre dos bandos extranjeros ante una concurrencia de nativos que no tenían opinión alguna sobre lo que sucedía en sus campos y sus calles.
Siempre me llamó la atención el nombre de Tarik, tan ajeno a los nomencladores árabes y tan próximo a los germánicos.  Los nombres de los reyes godos tienen terminaciones similares: Ilderik, Amalarik, Teodorik o Roderik (don Rodrigo... ¿quién fue en realidad ese general?). La clave está en las provincias que los godos peninsulares poseían allende los Pirineos y en el norte de África, donde contrataban a sus mercenarios (eso explicaría el traslado de una orilla a otra de contingentes de tropas).
La inverosímil idea de que esta parte de Occidente quedase subyugada por unos cuantos nómadas de origen asiático que llegaron jadeando desde África es, cuanto menos, pueril.  Lo verosímil sería aceptar que los hispanorromanos, hartos de la sumisión a los godos y de las luchas religiosas, en las que prevalecían los trinitarios politeístas frente a los unitarios arrianos, heréticos y perseguidos, derrocaron su monarquía y se desperdigaron en taifas más o menos inconexas.  Eso y que fue precisamente el intento de retorno a aquella primigenia monarquía única, promovido por el grupo del Norte, el que inició la mal llamada Reconquista.
En aquella época el olfato de los habitantes ancestrales de nuestra tierra aún reconocía los aromas cultos de Roma, y despreciaban y temían a los godos, que eran unos garrulos que les habían impuesto un gobierno aristocrático y demencial.  Lógico resultaba que estuviesen dispuestos a abrir sus puertas y sus corazones a una corriente que les brindaba dones renovadores, una religión mucho más próxima a la suya, un comercio más extenso y fructífero y una cultura enriquecida por Persia y Bizancio, y helenizada y romanizada a través de Siria, Bactriana y la India; una lengua que iba a sustituir la propia, hermana del latín y próxima a él, pero no el latín que nunca tuvo capacidad de penetración y que había perdido además su prestigio al ser usado por la iglesia politeísta trinitaria.
Sí, Santi, los hispanorromanos adoptaron la cultura islámica, reemplazando con ella la barbarie visigótica que los extorsionaba y contra la que ya se habían rebelado a menudo. Y esa cultura nueva se introdujo insensiblemente a través del comercio, de los sabios y pensadores influyentes que fueron llegando, de embajadas literarias y artísticas, de algunos exiliados de la revolución abasí contra los omeyas, y, en definitiva, del progreso oriental, que se ofreció como un atractivo espejo en el que se reflejaron los prósperos tiempos fenicios y tartésicos.
No hubo invasión ni árabes: sólo prejuicios emanados de unos malos perdedores que, tirando de propaganda y nacionalismo, inculcaron al ignorante pueblo la necesidad de una Reconquista, la justicia de unas legitimidades tan carpetovetónicas como ficticias y la gigantesca falacia de una invasión enemiga.  Los españoles somos así desde entonces: unos ignorantes que pensamos que en el medievo las calles de Córdoba, Sevilla, Granada o Zaragoza estaban plagadas de burkas, turbantes y ulemas.  Lo cierto es que apenas hubo nada de eso, salvo con las puntuales presencias almohades o almorávides. La verdad es que se siguió bebiendo vino y haciendo el amor. La realidad es que no hay guerra que dure ocho siglos.
Y de aquellos prejuicios nos vienen los actuales y otros dengues todavía más peligrosos.
Dado en Cartagena, en el año 2765 de la fundación de Roma, 5774 del calendario hebreo, 2013 de la era cristiana y en el 1435 musulmán... Qué petulancia que cada religión o cultura aspiren a que con ellas comience la inasible Historia de la Humanidad, ¿verdad?

FOTOGRAFÍA: Santiago Andreu
 
(en esta sección, Santiago Andreu -fotógrafo- y Francisco Gijón establecen una correspondencia artística en la que fotografías y textos se contestan creando un diálogo contractual de impresiones plásticas)
 
 


viernes, 6 de diciembre de 2013

NELSON MANDELA Y LOS ESPAÑOLES

Me entero de la muerte de Nelson Mandela. Un nuevo motivo para vivir de recuerdos. Hoy se llenarán las redes sociales de homenajes póstumos. Pero ¿hemos aprendido algo de su ejemplo?
Estamos llegando a tal punto de genuflexión y aceptación de los hechos consumados en este reino de taifas que habitamos que hemos aceptado ya movernos entre la necesidad y la contingencia. Nos debatimos entre el fatalismo y el escepticismo; entre el "todavía no" y el "ya no", con la sola certidumbre de que, cualquiera que sea la elección, ambos caminos nos llevarán irremisiblemente a la muerte.
Ya no aspiramos a la felicidad, nos la han robado muy bien. Nos conformamos con la supervivencia y nuestro único derecho al pataleo (por ahora) reside en estas redes sociales que iban a revolucionar la sociedad a la que pertenecemos, a unirnos a todos en las plazas, parques y jardines... pero que a la postre (o como postre) nos han aislado. Sólo hicieron falta unos policías dando tiros al aire en una estación de ferrocarril y todo el mundo se fue para casa (pero ya lo hemos olvidado: el exceso de información conduce muy bien al olvido).
Incluso hasta para el más afortunado, de la felicidad ya sólo le llegará el perfume cuando ella deje de estar presente. Pero ¿qué es el perfume sin la rosa?: un ambientador.
Desde la inmovilidad más degradante recorremos, entre vértigos, los instantes próximos a la felicidad que desperdiciamos cada día por miedo a reivindicarla. Pero no hay nada más alto ni bien más hermoso que la felicidad. No hay derecho que esté por encima de ella, aunque ahora, de nuevo, como en tiempos de los absolutismos, el Poder nos quiera vender la Paz Social, el Orden en las calles como una protección contra nosotros mismos. Las Leyes tienden a esterilizar el quirófano de nuestro futuro, que es el quirófano en el que nos van a hacer la autopsia uno a uno, en vida y sin anestesia (¿para qué? no vamos a protestar).
¿Cómo podemos rectificar los errores que se han convertido ya en piedra? No podemos. Somos cobardes, mezquinos y mediocres. Por eso escribía el otro día en mi muro esta simple frase: "Ellos... ya han ganado".
El hombre no sólo no recibe enseñanza ninguna de los otros, sino que ni siquiera aprende de sí mismo.
Dicen que el amor tarda en olvidarse el doble justo del tiempo que duró. Bien, nuestro amor por la libertad lo hemos olvidado en la mitad del tiempo que la disfrutamos.
Y lo más terrible es que, vacíos de ánimos para luchar por lo que nos pertenece (y que a pesar de todo merecemos), hemos aceptado renunciar a la idea más básica de todo ser humano: QUE UN IDEAL NO ES NUNCA UN SUEÑO.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

¿LIBRO ELECTRÓNICO O DE PAPEL?

Anoche, en el aula de cultura de la biblioteca San Isidoro de Cartagena, tuve el enorme placer de formar parte de un debate con mis admirados Ignacio Borgoñós y Francisco Marín en el que defendí las muchas virtudes del libro electrónico.  Como hubo mucha gente que no pudo asistir al acto por motivos personales o de distancia, me parece adecuado plasmar aquí algunas de las impresiones que traté de compartir con mis  compañeros y los amables espectadores que nos acompañaron.
Ante todo comencé mi intervención manifestando que para mi la frontera entre ambos formatos es un estado de ánimo, una manera de entender la lectura y no algo que tenga que separar o unir a nadie. Resulta obvio que ambos soportes tienen cabida en el mercado, como resulta evidente que el libro electrónico es, más que el futuro, el presente del consumo literario.
Recuerdo que cuando aparecieron los primeros teléfonos móviles en nuestro país a la mayor parte de la gente le parecían unos trastos incómodos, carísimos, ocasionalmente prácticos y con muy poco futuro real. Sobran las palabras al respecto. El cambio de la opinión que todos tenemos ha tenido lugar en menos de quince años y todavía nos siguen sofisticando la tecnología de los celulares.
Para referirnos al libro digital como producto de consumo podríamos hacer referencia a su fácil sistema de publicación y compra, a la democratización del acceso de los lectores a la cultura para que deje de ser elitista de una vez, de la oportunidad que supone para escritores como yo para llegar directamente al público sin pasar la siempre maniquea criba editorial, que habla mucho del factor calidad pero que a la postre publica volúmenes que dejan muchísimo que desear en ese doble rasero comercial que tanto nos saca la sonrisa a muchos y los colores a muy pocos, sus incuestionables prestaciones para la gente con problemas visuales y un larguísimo etcétera...  Y hablé de eso, pero también de ecología.
En el año 2010, en España se editaron 80.000 títulos que ocuparon 220 millones de ejemplares de todos los pesos y tamaños.  Muchos acabaron destruidos a los pocos meses y reciclados en nuevas obras. Si aceptásemos un peso medio de 750 gramos por libro (lo cual está muy lejos de la verdad), tendríamos que se emplearon sólo ese año 165 millones de toneladas a costa de 11.000 millones de árboles.  Dicho de otra manera: además de contaminar ríos para hacer la pasta de papel, se talaron 27,5 millones de hectáreas de bosque en algún lado (hacen falta 15 árboles para hacer una tonelada de papel y en una héctarea caben aproximadamente 400).  Obviamente esto no es del todo cierto porque el 75% de los libros editados en España utilizan papel reciclado (cuya fabricación también contamina y gasta energía -y la energía es contaminante).  Con eso y todo tenemos que en 2010 se emplearon 4125 toneladas de papel y se talaron en alguna parte más de 60.000 árboles solo para las editoriales (quedan fuera la industria periodística, la del papel higiénico, de cocina y servilletas -y ese papel no se recicla, que yo sepa- etc...)
Una amable asistente planteó con mucho acierto que la fabricación de tabletas, lectores electrónicos y ordenadores también contamina y que las baterías de esos artilugios, amén de ser contaminantes, requerían demanda energética.  Obviamente así es.  Como lo es que distribuir libros gasta combustible, que fabricar tinta también ensucia y que reciclar no nos sale precisamente gratis ni desde el punto de vista ecológico ni desde el plano económico.
Lo cierto es que hay dos materiales imprescindibles para que podamos disfrutar de un libro electrónico y ninguno de los dos es un autor que haya escrito esa obra.  Me refiero al litio y al niobio.  Ambos minerales, mezclados alquimícamente con algo de oxígeno, forman un material denominado niobato de litio, que es la base de la fibra óptica, la informática, la telefonía móvil o los televisores.  Resulta curioso que hace algo más de una década los satélites americanos descubriesen un yacimiento importante desde el espacio y que, cuando mandaron a hacer las prospecciones, se encontrasen con lo que ya han denominado "la Arabia Saudí del litio".  Me refiero a Afganistán.  En este contexto sobran también las palabras: el lector puede imaginar por dónde van los tiros, nunca mejor dicho.
Pero yo reconozco que mis razones para defender el libro electrónico van más allá de la utilidad manifiesta en cuanto a almacenamiento, facilidad de lectura o ecología.  También admito que no imagino mi vida sin libros de papel (eso sí, con moderación).  Voy más allá: me parece infame el precio que alcanzan los libros en papel.  Hice una encuesta entre mis contactos de distintos países para saber el precio medio de un libro y compararlo con el nivel de vida y el resultado fue devastador: los que mandan no quieren que la gente tenga libros en la mano o quieren que sólo puedan leer lo que se les ofrezca en las bibliotecas, que siempre será una parte limitada y escogida de todas las obras existentes.  Es tan claro que los poderes no quieren que haya libros en los hogares como que tampoco quieren que haya escritores que vivamos de producir literatura.  ¿Cómo es posible que sobre el precio final de un libro al autor le paguen un 8%? ¿Cómo se come que la mayor parte de los autores vean limitados sus ingresos a lo que reciben como anticipo antes de ver su obra publicada? ¿Qué mensaje podemos extraer de una sociedad que malpaga, retiene o pone cortapisas al compartimento de la libre creatividad humana?  Pues porque quieren élites y para eso nos hacen permeables a mensajes románticos o excluyentes con los que mantenernos apartados de toda la cultura que nos ha precedido o que nos rodea.
No se trata, pues, tanto de defender un formato sobre otro como de reivindicar el uso de las nuevas tecnologías para que la gente pueda ser un poco más libre o, al menos, consciente de que no lo es.  Porque, al cabo, estamos hablando de libertad de expresión y circulación de ideas en un mundo globalizado.