Podríamos decir que la novela histórica narra un hecho no real dado en una situación histórica sucedida (es lo que encontraríamos en cualquiera de los Episodios Nacionales de Galdós o en el Nombre de la Rosa, de Umberto Eco): los personajes serían producto de la imaginación del autor pero no así el ambiente ni los sucesos generales o particulares que envolverían la trama. Por otra parte, la ficción histórica sería una narración dentro de un marco histórico pretérito en el que el autor insertaría componentes absolutamente subjetivos (las novelas de Alatriste, del cartagenero Pérez-Reverte serían un buen ejemplo). Dicho esto cabe destacar que en muchas ocasiones la diferencia entre novela histórica y ficción histórica podría establecerse simplemente con la falta de rigor en la tarea de documentación del autor, ya sea por incapacidad o por las circunstancias externas. Por ejemplo, Robert Graves glosa en su magnífica Yo, Claudio el calco informativo de la Vida de los Doce Césares, de Suetonio, a quien toma por única fuente válida dejando de lado que la ciencia historiográfica no puede admitir la verosimilitud de los datos volcados por el autor romano en sus escritos. A menudo la redundancia en este tipo de errores han llevado a la sociedad, mucho más instruida en la Historia a través de la novela que merced a la didáctica, a asumir hechos totalmente ficticios o, cuando menos, discutibles, y darlos por válidos sin ningún tipo de rigor e incluso a asumir que una obra de ficción histórica, cual es el caso de la antedicha, sea una novela histórica y esté entreteniendo a la vez que ilustrando al lector sobre hechos reales que sucedieron en una determinada época.
Dicho ésto, ¿qué es Sinuhé, el egipcio?
Pues, habida cuenta de los medios con los que contó Mika Waltari para documentarse y escribirla, podemos afirmar que estamos ante una novela histórica, con todas las ventajas y limitaciones del género dentro de la narrativa del siglo XIX. Partiendo de una excepcional reconstrucción de ambientes, al modo de Walter Scott, el protagonista pretende ser menos el prototipo del egipcio cuanto la encarnación del hombre eterno. En su narrativa en primera persona, Sinuhé no se cansa de repetir que está siendo espejo del lector, porque el hombre es invariable y sus defectos y virtudes son eternos en el espacio y en el tiempo.
Aparte de la necesidad de convertir ciertas incertidumbres históricas en lógica narrativa, asombra el rigor con que Waltari ambientó un período histórico tan lleno de enigmas como lo es el reinado del faraón hereje, Akhenaton, y su muy singular familia amárnica (la Ciudad del Horizonte de Atón es la actual Tell-el-Amarna), desde Nefertiti hasta el niño Tutankhamon. La narración va perdiendo verosimilitud cuando Waltari se ve obligado a inventar finales verosímiles para personajes históricos cuyo verdadero final permanece en la oscuridad. Los casos más clamorosos de invención son las muertes de Akhenaton, Tutankhamon y Smenjara, pretextos que han de justificar la llegada al poder de Horemheb, que se presenta bajo una perspectiva excesivamente contemporánea como un golpe de estado moderno, una alianza entre los militares y el clero reaccionario de Amón.
Dejando de un lado el inevitable recurso de la invención para justificar lagunas documentales, cabe destacar que Waltari coloca en el escepticismo de su médico, las búsquedas espirituales de todas las épocas. Básicamente recoge las lejanas experiencias de la novela bizantina -la dinámica a través del viaje- y ciertos restos de la actitud romántica que prevalecen en su época: la búsqueda iniciática a través del viaje en su sentido físico y a la vez vital. Entre su adolescencia tebana y los episodios de la Ciudad del Sol, Sinuhé recorre el mundo antiguo para ir descubriéndose a sí mismo y conformar el que será su mensaje determinista: el mundo seguirá siendo un perpetuo enfrentamiento entre el bien y el mal hasta el fin de los tiempos.
Sinuhé es un antihéroe de corte romántico que pasa al desencanto y al escepticismo total y que llega a la comprensión final a un muy alto precio. La eficacia de la novela reside precisamente en la habilidad del autor para conseguir un collage literario de envergadura. Las descripciones de la vida tebana son magistrales y nos hacen perdonar que la fidelidad arqueológica del autor le haga cometer errores garrafales, tales como el plagio de las más que cuestionables reconstrucciones de la Creta minoica perpetradas por Evans. Pero aún así, quizá lo que hace de Sinuhé el egipcio una obra soberbia, grandiosa y espectacular es su trasfondo iniciático y la mística del fracaso en que redunda y que va ligando todo cuanto acontece en sus páginas. Un soldado mutilado cuenta al niño Sinuhé los horrores de la guerra; un novicio de la Casa de la Vida le hace ver las improcedencias del clero de Amón y las estafas de la divinidad; las más que perversas maniobras de Nefernefernefer le desengañarán del amor casi de por vida, y cuando por fin encuentre el equilibrio, será el destino el que lo busque con su desgracia. Conclusión: desengaño y conformismo al final de un recorrido vital tortuoso que el protagonista desea transmitir a las generaciones venideras para que éstas comprendan, en sus futuras desdichas, que la vida es una rueda que sigue su órbita circular a través de los milenios.