Allá por los años sesenta existía un escritor, ya olvidado, de notable éxito. Vendía mucho dentro de España y también en otros países en unos tiempos en los que la palabra "bestseller" no había pasado la aduana de nuestra terminología. Todo era más castizo entonces.
Era este escritor un señor de Guadalajara que, tras estudiar Filosofía y Humanidades, iba para cura aunque luego dejó el seminario para estudiar Derecho. A pesar de su formación académica, como había nacido en 1912 tuvo que sobrevivir a una monarquía infame, a una república desastrosa, a una guerra civil y, claro es, a una dictadura. Y lo hizo escribiendo bajo el amparo de la editorial Aguilar. Mi padre llegó a conocerlo porque él, en lo suyo, también era plantilla de esa editorial. Aunque estaba muy lejos de ser un gran literato, tenía este escritor tanto éxito que prosperó y se compró una parcelita en Águilas (Murcia) donde levantó una casita solariega a la que puso por nombre "Villa Anita". En la soledad de aquella casa escribió sus mejores novelas, algunas de las cuales, como Los clarines del miedo, fueron llevadas al cine.
Es llegado el momento de decir que hablo de don Ángel María de Lera, un autor hoy olvidado pero que fue traducido en Canadá, los Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Suecia, Finlandia y Hungría; un autor que ganó el premio Álvarez Quintero, de la Real Academia y el Premio Pérez Galdós por su obra Tierra para morir.
Sensible y comprometido con los tiempos que le tocaron vivir, no tuvo miedo (ni problemas) para abordar temas tan sensibles como la homosexualidad (LA TRAMPA), la injusticia (LOS OLVIDADOS) o la dichosa lacra de la emigración por hambre. Esto último lo enfocó desde dos puntos de vista: los que se iban a Alemania (HEMOS PERDIDO EL SOL) y los que se quedaban sufriendo infames penurias (TIERRA PARA MORIR).
Y aunque, como digo, Ángel María de Lera está muy lejos de ser un gran literato, sí le debemos el mérito de habernos regalado algunas obras "osadas" en unos tiempos en los que todavía había que pensárselo dos y hasta tres veces antes de tocar ciertos temas.
En Los Olvidados, el autor narra el abigarrado mundo de una de las colonias de barracas y chabolas que se fueron coagulando, allá por los años cincuenta, en torno a Madrid, muy cerca del barrio de Usera. La formaban gentes campesinas que acudían al reclamo de la gran ciudad y que habían de detenerse en su periferia como oleadas que se estrellasen contra sus inaccesibles acantilados.
El autor, que por aquel entonces trabajaba en el término de Villaverde, posteriormente anexionado a la capital, fue testigo de su nacimiento y desarrollo. Aquellas gentes recién llegadas, analfabetas y sin preparación, se hallaban a veces en el trance de acudir a alguien que les redactara una solicitud, les escribiera una carta y les orientase en sus problemas cotidianos. Y Lera fue, en muchos casos, esa persona amiga y desinteresada. Así fue como conoció sus vidas, sus problemas y su dolor. Todo ello provocó en el ánimo del escritor la necesidad de trasladar a la literatura aquel cúmulo de experiencias. Y así, el pulso firme de su pluma estructuró armónicamente el material de tal forma que el interés del lector prende ya en la primera página y no deja de crecer hasta llegar a la última.
Como suele ocurrir en las obras de Lera, el ritmo es algo cansino, pero la sencillez y claridad, unidas a la verosimilitud de los hechos, le prestan al relato una fuerza subyugante incluso cincuenta años después de su publicación que compensará como en tantos otros autores la falta de calidad de la novela.
Los personajes de Los Olvidados se hacen familiares, y el lector vive con ellos sus aventuras con toda intensidad. Esta epopeya de los humildes que es Los Olvidados, está escrita con toda la compasión de que es capaz un novelista que ama a sus criaturas cuando las sabe reales.
En Los Olvidados, el autor narra el abigarrado mundo de una de las colonias de barracas y chabolas que se fueron coagulando, allá por los años cincuenta, en torno a Madrid, muy cerca del barrio de Usera. La formaban gentes campesinas que acudían al reclamo de la gran ciudad y que habían de detenerse en su periferia como oleadas que se estrellasen contra sus inaccesibles acantilados.
El autor, que por aquel entonces trabajaba en el término de Villaverde, posteriormente anexionado a la capital, fue testigo de su nacimiento y desarrollo. Aquellas gentes recién llegadas, analfabetas y sin preparación, se hallaban a veces en el trance de acudir a alguien que les redactara una solicitud, les escribiera una carta y les orientase en sus problemas cotidianos. Y Lera fue, en muchos casos, esa persona amiga y desinteresada. Así fue como conoció sus vidas, sus problemas y su dolor. Todo ello provocó en el ánimo del escritor la necesidad de trasladar a la literatura aquel cúmulo de experiencias. Y así, el pulso firme de su pluma estructuró armónicamente el material de tal forma que el interés del lector prende ya en la primera página y no deja de crecer hasta llegar a la última.
Como suele ocurrir en las obras de Lera, el ritmo es algo cansino, pero la sencillez y claridad, unidas a la verosimilitud de los hechos, le prestan al relato una fuerza subyugante incluso cincuenta años después de su publicación que compensará como en tantos otros autores la falta de calidad de la novela.
Los personajes de Los Olvidados se hacen familiares, y el lector vive con ellos sus aventuras con toda intensidad. Esta epopeya de los humildes que es Los Olvidados, está escrita con toda la compasión de que es capaz un novelista que ama a sus criaturas cuando las sabe reales.