La inagotable imaginación de Oppenheim parió más de cien novelas, sin apenas semejanzas entre sí. Un rasgo característico de su pluma es que los protagonistas solían ser hombres y las mujeres quedaban relegadas a papeles secundarios.
Su maestría técnica al desarrollar las tramas logró siempre la sorpresa en el lector, lo que hizo que sus obras fuesen traducidas a distintos idiomas e incluso llevadas al cine y que en 1952 llevase la friolera de más de quince millones de ejemplares vendidos.
De este genio de la novela policíaca he decantado mi atención y decidido recomendar El cuaderno de taquigrafía, una auténtica filigrana detectivesca en la que uno percibe cómo el autor se toma la molestia de recrearse en el personaje protagonista, que en esta ocasión es una mujer, Edith Brown, haciendo de ella un ser simpático, encantador y lleno de dulzura. Veamos el argumento.
La niebla hace que Edith se extravíe camino de su hogar. Cansada, se sienta en el escalón de una casa, pensando cómo se las arreglará para encontrar el camino de regreso. De pronto se abre la puerta que hay tras ella y sale un individuo que la interroga. Cuando averigua que ella es taquimecanógrafa, la invita a entrar para que tome unas notas, cosa que la muchacha acepta solícita.
En el salón se encuentra con un hombre herido tumbado en un sillón: es el coronel Dessiter, el célebre explorador, que acaba de matar a un hombre que también está allí, tras la muchacha. El coronel dicta a Edith unas cuartillas, le da un paquete y 500 libras para que los deposite en el banco, junto con el cuaderno de taquigrafía.
Desde ese momento, la vida de la señorita Brown tomará un sesgo diferente. Sufrirá persecuciones, se sentirá vigilada y perderá la confianza en todos mientras, progresivamente, se verá arrojada a un mundo de lo más extraño por el mero hecho de haber aceptado un encargo cuyas consecuencias jamás sospechó.
Edward Phillip Oppenheim nació en Londres en 1866, hijo de un comerciante de pieles, negocio familiar en el que acabaría trabajando. Su propio padre fue el primer lector de sus cuartillas y el que le ayudaba en las correcciones. En uno de sus viajes de negocios por los Estados Unidos, Oppenheim conoció a la que sería su mujer. Un rico hombre de negocios neoyorquino, admirador del novelista, le compró el negocio de pieles a su padre y nombró director de la empresa al hijo con un sueldo fabuloso. Así, con dinero y libre de preocupaciones, se dedicó a escribir sin agobios sus más de cien novelas, la mayoría de las cuales publicaría en los Estados Unidos.