Las tres novelas extensas de Emilia Pardo Bazán, escritas y publicadas en los albores del siglo XX -La Quimera (1905), La Sirena Negra (1908) y Dulce Dueña (1911)- delatan la impresión que levantaron en el espíritu de su autora las teorías acerca del psicoanálisis que por entonces empezaban a sugestionar al mundo y que iban a transformar su obsesión literaria y vital a través de eminencias como Freud, Adler o Yung.
Tengamos en cuenta que durante bastantes años, el naturalismo había estado reflejando casi fotográficamente la realidad circundante del alma: la pintura cruda y entera del paisaje, la pintura puntillista de las cosas, la pintura interpretativa de los personajes y sus temperamentos... Pero del alma no se acordaba nadie. Al que más y al que menos le aterraban los rincones secretos, las reacciones impresionantes e inesperadas del alma. Lo mejor era que cada cual tuviera su alma en el "almario", como un objeto precioso, no apto ni para el juego ni para la observación. De juzgar lo externo se bastaban y sobraban los sentidos bien aguzados. Lo interno, mejor dejarlo.
Emilia Pardo Bazán, entusiasta realista, perspicaz observadora, pintora genial de paisajes a través de la palabra volcó todo su interés en el psicoanálisis para indagar en los entresijos de los espíritus humanos y conocer como la patología podía influir y transformar aquellos. Empezaba la época del paisaje de almas. La Bazán se entusiasmó con esta revolución que le abría nuevos campos estilísticos y nuevas experiencias creativas. De hecho, sus tres novelas mencionadas no son sino paisajes de almas en las que los otros paisajes apenas quedan esbozados. Y en esta nueva tendencia, La Sirena Negra tuvo la misma relevancia que Los Pazos de Ulloa en el naturalismo.
Gaspar de Montenegro, el protagonista de la novela, es un alma en pena. No importan en él su físico, ni su dinero, su aristocracia, su cultura, su soltería ni su atrevimiento vital. Importa en él su angustia espiritual ante la obsesión de la muerte. Para Gaspar de Montenegro, la malhechora es la vida. Porque vivimos entre incertidumbres, errores, enfermedades, necesidades, pasiones y engaños. Todo miente en la vida, menos Ella. Para Gaspar, Ella es la Muerte. Sabe él que lo grotesco, lo pecaminoso, lo inútil que es su existencia mortal, únicamente puede ser redimido por la muerte. ¿Cuándo y cómo le llegará? Pero hasta que no la sienta próxima a su lado, preparada para herirle, no llegará a creer en su liberación inmortal. Por ello dedica todas sus horas a evocarla, a esperarla, a temerla con una extraña contradicción de placer amargado y de amargor placentero.
¿Es Gaspar de Montenegro un neurótico, como creen sus familiares y sus amigos? ¿Llegará a él, antes que la Muerte, la hermana menor y más cruel, la Locura? La angustia esperanzada en que constantemente se revuelca su alma no le permite a Gasmar amar ni gozar de la vida sinceramente. Todo en sus días está supeditado al cuándo y al cómo del final.
Fatalmente queda como hijo de Gaspar Rafaelín, un delicioso chiquillo, hijo de una pobre mujer pecadora que no tuvo con aquél la más mínima relación sexual. Gaspar adora en este niño, que le parece más hijo suyo que si lo fuera de verdad, y le dedica todos sus entusiasmos y todas sus atenciones. Fatalmente, un nuevo pecado más de Gaspar levanta contra él la ira de un perturbado: Solís, el preceptor de Rafaelín. Cuando Solís apunta su revolver contra Gaspar, siente éste la presencia inmediata de Ella. Está a su lado: le mira airada; levanta su guadaña, va a segarle del campo entreverado de la Vida... Le ha llegado la hora. ¿Será la de su salvación? El terror paraliza a Gaspar de Montenegro. Los tiros salen del arma pero... ¡no hieren a Gaspar! Fatalmente, Rafaelito se ha interpuesto, buscando los brazos de su adorado padre adoptivo.
La Muerte ha sido chasqueada. Se aleja: sus canillas van sonando apagadamente. La Seca se marcha escoltada por su paje rojo, el Pecado. Sin embargo, sin quitarle el aliento mortal, ya ha logrado en el alma de Gaspar la anhelada purificación. Desde este momento podrá Gaspar, aun marrido por el dolor del recuerdo, pensar en su vida como en algo con valor propio.
Es sumamente difícil dictaminar cuándo Emilia Pardo Bazán logra, como novelista, la cumbre de su arte. ¿Pintando lo que captan los sentidos, más el sentido común? ¿Pintando paisajes de almas? Quizás la gran escritora alcanza la cumbre de su talento aplicando su experiencia realista en la descripción del espíritu. Acaso con sus novelas naturalistas el prodigio de su arte sea más atractivo, pero con La Sirena Negra -como con sus hermanas La Quimera y Dulce Sueño- la sugestión de su patetismo sea más perdurable.