Me cuesta menos trabajo hablar de Jesucristo que de Cortázar. A veces me pregunto si Cortázar existió o si su paso por el mundo de la literatura fue un mito. Un hombre que nos legó Rayuela, la mejor novela en castellano sobre París, y que revolucionó la propia revolución experimental de la literatura y del estilo, sigo pensando que no puede ser de este mundo y por lo tanto me surgen dudas.
Sin embargo, ahí están sus libros y los testimonios de cientos de personas que aseguran que lo conocieron, que estuvo entre los vivos y que su surrealismo realista emanó de él. Tengo que creer...
Legendario él y sus obras. No obstante, el que nos ocupa es uno de esos casos en los que el autor nos regala unas viñetas entrañables y desconcertantes, no exentas de humor ácido, para mayor solaz y disfrute del lector, que ya queda para siempre como deudor de San Julio.
Excepticismo, excentricidad, virtuosismo, ironía y humor son los naipes que, barajados por la pluma del autor argentino (¡qué grandes autores ha dado Argentina a lo largo y ancho del siglo XX!) se imbrican de tal modo y hasta tal punto que establecen una complicidad absolutamente inaudita entre el escritor y el lector. Tengo que creer...
En Historias de cronopios y de famas, Cortázar nos descubre la importancia del título, de los textos encadenados, de la intertextualidad, de los juegos de palabras, y nos presenta la metaficción como una promesa de Paraíso Terrenal para los que crean en Él y en su pluma. Sus elipsis milagrosas, el sabio recurso de los desenlaces inesperados, sus palabras certeras producto de un uso del lenguaje tan exquisito que sabe llegar a la sencillez (¡qué difícil tener eficacia narrativa y estilo dentro de la sencillez!) y el recurso de los formatos inesperados para tratar elementos familiares no dejan, ni pueden dejar, al lector indiferente. Hemos de creer...
La literatura se hace de literatura y si no hay humor no hay inteligencia. La sátira, la ironía, la paradoja cortazariana cuajan en esta obra una tortilla recopilatoria de ficciones que dejan admirado al lector y lo aproximan a un mundo que no es éste, que no puede serlo, pero que está.
Debemos creer...
El Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj, las Instrucciones para subir una escalera, sus Instrucciones para no llorar, las Propiedades de un sillón o El Oso, son pequeños retazos que nos llevan de la perplejidad al desconcierto y de éste a la admiración inequívoca. He conocido a jóvenes no lectores que han empezado a consumir literatura cuando han leído a Cortázar; a lectores avezados que vuelven y vuelven a sus textos para saciar una sed de literatura que no saben describir; a ejecutores del relato breve que no saben si existe un "mas allá de Cortázar". No tenemos, pues, otra alternativa que creer...
Cortázar no es un escritor, sino un acto de fe. Fe en la pluma, en el ingenio, en la imaginación, en el estilo. Cortázar es el sacerdotiso de toda una religión que revolucionó la narrativa. Cortázar está muy cerca de la divinidad porque ya dejó atrás incluso el mito de sí mismo.
Lean a Cortázar, lean Historias de cronopios y de famas y díganme si no estamos ante una posible religión legitimada por todo aquello que, por carencia, deslegitima al resto de religiones. Yo hay muchas cosas en las que no creo, pero de entre las pocas en las que no puedo dejar de creer está el inmenso Julio Florencio Cortázar Descotte, un autor argentino nacido en Bélgica de nacionalidad francesa, un innovador poeta de la prosa que rompió todos los moldes de la literatura para hacerse con ellos otro distinto a su imagen y semejanza.
Leánlo y crean porque bienaventurados serán los que entren en el reino de los cronopios, se lo aseguro. Este año hace ya treinta que nos dejó abandonados de su talento para entrar en la merecida inmortalidad que los excéntricos perpetradores del Nobel le negaron en vida.