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jueves, 29 de enero de 2015

MARÍA ANTONIETA, de Stefan Zweig

Tenía yo ganas de hablar de Stefan Zweig y no sabía por donde empezar. Sin embargo, en su caso cualquier excusa es buena.  Cuando se recorre la bibliografía de Zweig y se ve que junto a los dramas y comedias se alinean las novelas, las biografías y los ensayos, no puede uno sino preguntarse si acaso no fue un espíritu inquieto, curioso y versátil, un culo de mal asiento poseído por ese demonio  de la experimentación que condujo a Goethe a ensayarse en todas las actividades mentales y en todos los géneros literarios. No obstante, si se aborda su producción de modo metódicamente, se advierte con tal fuerza la identidad de los múltiples talentos que el autor puso en todas y cada una de sus obras, que queda descartada toda intención veleidosa.
Zweig fue polígrafo en la medida y en la forma en que su organización mental y su sensibilidad le permitían serlo. Pasó de la poesía en verso a la novela y a la biografía, al estudio crítico, a la semblanza literaria y a lo que hiciese falta, porque él valía para todo.
Si bien el Erasmo y el Fouché fueron las obras que le dieron a Zweig su máxima cotización como biógrafo, su María Antonieta tiene la ventaja de izar sobre el pavés una figura que no aparece ni puede aparecer a los ojos del público sin cierta emoción y parcialidad. La reina decapitada es, todavía hoy, como lo fue durante su calvario, la reina más reina de todas las reinas. Cuando se publicó el libro de Zweig, sin duda se le habían dedicado ya millares de estudios. Sus mínimos gestos , sus palabras más insignificantes, habían sido recogidos por los descendientes de sus verdugos, de sus cortesanos y de sus fanáticos. Su iconografía, muy rica, con retratos que se escalonan desde los que le hicieron en Schönbrun durante su infancia, hasta el estupendo apunte de David tomado al paso de la carreta que la conducía a la guillotina, ha sido reproducida con profusión. Pero nada de esto se opuso al deseo que asaltó a Zweig de ofrecernos una nueva imagen de la reina-mártir. En cierto modo, cada autor y cada época exigen una renovación de su museo de figuras tópicas, aun de aquells que se dirían esculpidas en materia definitiva, para acordarlas a su sensibilidad y a su filosofía. Sobre estas razones, por sí solas suficiente, concurría una circunstancia que debía dar a la María Antonieta de Zweig un atractivo inédito, a saber: por primera vez un investigador podía consultar libremente los papeles íntimos del archivo imperial austriaco, sin hallarse detenido, o al menos cohibido, por las conveniencias de una dinastía reinante. Fruto de este derecho a la indiscreción (pagado, eso sí, a tan elevado precio como el que representa el hundimiento del baluarte oriental de Europa) son esas cartas de la Delfina a su madre, la emperatriz María Teresa, que revelan un triste secreto de alcoba y tornan más excusable la frivolidad de la jovencísima princesa.  Claro está que no cabe atribuir este pormenor, que, en resumidas cuentas, no alteraba gran cosa los rasgos ya conocidos de María Antonieta, ni los del medio en que, adolescente aún, hubo de hacer el aprendizaje de su difícil oficio, el formidable éxito de la biografía zweiguiana.  No. Lo que indudablemente hiere la imaginación del lector con intensidad irrefutable es la forma en que el dramaturgo que subyace en el autor, nos obliga a ver cómo el Hado -aquí ya más cerca del factum clásico que en el resto de sus obras novelescas- hace presa en una frágil princesa de catorce años y, por grados, a fuerza de crearle situaciones para las que ni su porte, ni su espíritu, ni su educación parecían haberla preparado, acaba por aceptar un gran papel histórico y, habiendo empezado tan mal, con tan infantil aturdimiento, sabe acabar tan bien, con tan auténtica majestad. Es esta ascensión de la comedia ligera, casi diríamos del vaudeville, a la tragedia; este violento trueque del leve zapatito de corte por alto coturno; esta metarmorfosis de la delicada porcelana de Sèvres en carne de heroína, hábilmente teatralizados por Zweig, lo que, a mi juicio, explica y justifica la innegable calidad de esta magnífica obra.