Cuando reseñé a Camilo José Cela hice mención al testimonio de su primera esposa que llegó a afirmar que nuestro Nobel más mediático trabajaba las 24 horas del día "para ser Cela". Con la misma certeza podemos afirmar que el autor que nos vuelve a ocupar hoy dedicó sus mayores y más fructíferos esfuerzos a convertirse en "Wilde", y yo me atrevería a aventurar que sus obras forman parte de ese producto total que era él mismo. Polémico y desmedido, el autor irlandés quería hacerse un hueco en la alta sociedad londinense, medrar en el mundo de la cultura y destacar por una originalidad agresiva, depredadora y provocativa que a menudo no conocía límites. Todos recordamos más de una "cita famosa" de Oscar Wilde y no es necesario enumerarlas, si bien la mayoría de ellas proceden de dos de sus obras más importantes: El retrato de Dorian Gray (1891) y La importancia de llamarse Ernesto (1895). El denominador común de ambas es que el autor, que se había dado a conocer como adalid del movimiento estético y había logrado alcanzar el reconocimiento de un público y de una crítica que finalmente aceptaron sus extravagancias como parte indisoluble del genial producto en que se estaba convirtiendo, traspasaba en sus textos las normas sociales de la época victoriana y desafiaba a la moral lanzando un órdago provocativo que a nadie dejó indiferente. Quizás la obra teatral de 1895 fue más descafeinada por el miedo del propio autor a tensar demasiado los hilos de su suerte en un momento de su vida especialmente sensible desde el punto de vista sentimental y en el que los goznes de la rumorología habían comenzado a girar en su contra.
Muchos han querido ver en El Retrato de Dorian Gray una especie de alegoría de la tormentosa relación de su autor con lord Alfred Douglas, esa relación que lo llevó a prisión y arruinó su carrera y que elevó al personaje a la categoría de mito en virtud de una tergiversación despiadada de los hechos reales que provocaron el desastre, y que poco tienen que ver con la ñoña versión oficial que afirma que Douglas abusó del amor que había provocado en Wilde, lo engañó despiadadamente llevándolo a la ruina económica y que éste acabó en prisión por su homosexualidad (en tal caso tendrían que haber acabado ambos en la cárcel).
Vayamos por partes.
Aunque mucho se ha hablado de que Boosie (Lord Alfred Douglas) fue quien inspiró la novela, la curiosa realidad es que cuando ésta fue escrita Oscar Wilde y él no sólo no se frecuentaban sino que incluso ni siquiera se conocían. Dicho esto, las concomitancias entre los personajes de la ficción (Henry, el aristócrata de verbo fácil y grandes dotes para la provocación que introduce nefastas ideas en la joven mente de Gray) y los dos protagonistas de la auténtica tragedia que todos conocemos, son innegables. Existe en la obra una manifiesta e ilimitada admiración por parte de Henry hacia la juventud y belleza de Gray, como existió una más que enfermiza obsesión de Wilde hacia Douglas. Las alusiones al amor entre hombres, al pecado, al sentimiento de culpa, al remordimiento, al vicio y al sórdido submundo de la noche londinense no diferirán demasiado de las que saldrán a colación en el juicio contra el propio Wilde seis años más tarde. ¿Cómo puede haber esas analogías entre realidad y ficción cuando la ficción es anterior a la realidad? ¿Hubo una emulación posterior por parte de Wilde? ¿Quiso el autor llevar a la realidad su fantasía?
Basil, un famoso pintor, conoce casualmente a Dorian Gray en un sarao social. Inmediatamente queda fascinado por su belleza juvenil y busca su amistad para plasmar su devoción hacia el muchacho en un lienzo. Una tarde aparece en el estudio del artista el aristócrata Henry. Basil intenta que Henry y Dorian no se conozcan, pero en balde. El propio Dorian se interesa por el curioso personaje: un hombre maduro cuyas sentencias son una retahíla de aforismos, cada cual más inquietante y sugestivo que el anterior. Apenas el retrato queda concluido, Henry deposita perversamente en la cabeza de Gray unas reflexiones sobre la juventud, la belleza, la pérdida de ambas y lo lamentable del paso del tiempo. Gray comprende que su álter ego permanecerá en el cuadro eternamente joven y bello mientras que los años harán mella en su físico. Gray se rebela y proclama un encendido deseo de que esto no sea así; un deseo que se convierte en un pacto con el diablo, si bien el diablo no aparece en ningún momento como personaje (Wilde ya nos deja claro el por qué a través del elocuente Henry: el diablo lo llevamos en nuestro interior junto con nuestros pecados).
A partir de ahí, será el retrato el que acuse los estragos del tiempo y el que sufra en las capas de los óleos que llenan el lienzo los muchos pecados que irá cometiendo el personaje real. Nueva reflexión de Wilde a través de sus personajes: con el tiempo no sólo se pierde la juventud, sino también la candidez, la armonía y la pureza, pues los pecados se suceden.
¿Por qué peca Dorian Gray? Porque es un hombre. ¿Por qué sus pecados acaban por no conocer límites? Porque cuando descubre que es el cuadro el que sufre las variaciones que a él le son ajenas, se sabe inmortal e impune. Una impunidad que Henry, desconocedor de los desmanes de su admirado y bello amigo, explica en una frase casual: "El crimen es para el criminal lo que el arte para el artista, simplemente un método de procurarnos extraordinarias sensaciones" (...) "Cualquier cosa se convierte en un placer si se hace lo suficientemente a menudo".
Pero el crimen es tan antinatural como la eterna juventud de Dorian y llega un momento en el que la impunidad diabólica de la que Gray goza se convierte en un pesado fardo con el que no puede vivir. Dorian acabará con Gray cuando no pueda resistirlo más.
Tenemos entonces un posible alter ego de Wilde reflejado en dos personajes separados: Henry, el aristócrata, y Basil, el artista. Ambos admiran el arte, la belleza, la juventud y aman a Dorian Gray. Y ambos, cada uno con sus dotes, provocan la maldición de su amado; una maldición de la que será víctima el artista (que es un hombre puro) pero de la que se salvará el aristócrata (que es un cínico). El amor prohibido y la necesidad imperiosa de dar salida a las fantasías y necesidades, no siempre virtuosas, que cada cual lleva dentro conduce -he ahí la moraleja- a la condenación del alma.
No es de extrañar que El retrato de Dorian Gray supusiese un auténtico escándalo cuando se publicó. Y hay que añadir que el prefacio del propio autor, cuajado de afirmaciones sobre la moralidad y la virtud de lo más escandalosas para la época victoriana, tampoco ayudó mucho a que la obra no fuese entendida como mucho más del lucimiento estilístico de un autor genial. El retrato de Dorian Gray fue utilizada contra Wilde en el famoso juicio del marqués de Queensberry y en el siguiente litigio de éste y la Corona contra su autor. En ambos casos se usó para cuestionar la moralidad del artista. Y en ambos casos la novela fue aceptada como prueba incriminatoria.
La duda que nos queda es si, cuando Oscar Wilde conoció a lord Alfred Douglas, su fantasía exquisita y estética no quiso reflejar en él muchas de las ideas vertidas en El retrato... ¿Buscó Wilde en Douglas un alter ego de Gray? ¿Creyó el autor que los dioses premiaban su genialidad ofreciéndole a uno de sus personajes hecho carne? Todo podría ser, porque si hay algo de lo que no cabe la más mínima duda es que el Oscar Wilde de la década de los noventa estaba completamente ebrio de fama, henchido de orgullo y ensoberbecido de genialidad. Wilde fue un hombre tan excesivo como algunos de sus personajes y nos consta que en más de una ocasión se creyó y se sintió por encima del bien y del mal merced a su innegable talento artístico. Esa fue su perdición. Por otra parte, Alfred Douglas padeció las consecuencias de toda esta fantasía enfermiza hasta su muerte en 1945. Animo al lector a que contemple los retratos que nos han llegado de los últimos años de su vida y a que, tras estudiar la mirada de Douglas, llegue a sus propias conclusiones. Al fin y al cabo, estamos hablando de retratos...