La verdad es que muy pocas veces puede uno abrir un libro por cualquier página y toparse con razonamientos que por su actualidad, clarividencia y profundidad lo lleven a la satisfactoria reflexión y repaso meditado de las palabras. Ocurre con Los Caracteres por puro azar. Hago la prueba:
Página 211: El esclavo tiene un solo amo; el ambicioso tiene tantos como personas útiles a su encumbramiento.
Página 165: Quizá los hijos querrían más a sus padres y los padres a sus hijos sin el título de herederos.
Página 267: No vivimos bastante para aprovechar la lección de nuestros errores. Los cometemos durante todo el transcurso de nuestra vida.
Página 355: No hay camino demasiado largo para el que anda despacio y sin impaciencia; ninguna meta (es) demasiado lejana para quien va hacia ella con paciencia.
Y así podría llenar este artículo con sus aforismos.
Los Caracteres es una obra de lectura larga, sosegada, tranquila y paciente. No resulta apta para aquellos lectores que busquen reflexiones fáciles con que alimentar su intelecto. Este libro hay que leerlo despacio, saboreándolo, saltando a veces hacia atrás, releyendo, subrayando, masticándolo con suavidad y comedimiento. Quizás el mejor modo de consumirlo sea en los intermedios de otras lecturas, recurriendo a la ocasión propicia (esos momentos en los que uno quiere leer algo pero no sabe qué). En alguna ocasión puede que tenga que releer lo leído, pues es posible que la complejidad del texto en los párrafos excesivamente largos le supongan un pequeño laberinto y se pierda en las reflexiones; pero siempre merecerá la pena revisar la lectura, pues merece la pena el esfuerzo.
Jean de la Bruyère fue un parisino del siglo XVII que ejerció de preceptor del duque de Borbón y que permaneció largos años entre el grupo de gentilhombres que acorazaban la casa del Gran Condé. Esto le permitió analizar de cerca las conductas de nobles y cortesanos y sin duda le inspiró la redacción de Los Caracteres, obra que pretendía ser un reflejo de las costumbres y formas sociales de su época. El éxito alcanzado, si bien no se tradujo en una prosperidad material del autor, que falleció en 1696 sumido en la miseria, sí que repercutió en el pensamiento social y en el concepto que los franceses tenían de sí mismos. Al fin y al cabo, como ya hemos dicho, nos encontramos ante un análisis sociológico clasificado por temas tales como "Del mérito personal", "De las mujeres", "De la ciudad", "De los juicios", "De la Corte", "De los poderosos"...
Uno piensa tras su lectura que vendría bien que cada época conociese un autor que se arriesgase a plasmar las inercias y dengues de sus coetáneos, siquiera a modo de reflexión autocrítica que le sirviese a la sociedad de recordatorio para aprender de los propios errores y, al menos, reconocerlos cada vez que los volviese a cometer.
Si hay algo reprobable en todo el texto es la clarísima misoginia del autor, que va mucho más allá del simple machismo y se manifiesta descaradamente en algunas frases antológicas que aquí no reproduzco porque carecen de gracia, si bien también serían extrapolables a algunos segmentos de nuestra sociedad actual. Hay que puntualizar, no obstante, que estamos hablando de un personaje cortesano de la segunda mitad del siglo XVII, muy conservador y piadoso, el cual, al menos, reconoce sus propios defectos y contradicciones y entra al trapo consigo mismo con una sentencia que, casi al final de la obra, en la página 445, resulta esclarecedora: "El hombre ha nacido mentiroso; la verdad es sencilla e ingenua, y él quiere lo especioso y lo adornado."
En cualquier caso, una lectura recomendable para comprender un siglo, una sociedad y un país cuyas características fundamentales heredaríamos por la manida fórmula de la importación cuando los inminentes Borbones sustituyesen a la dinastía de los Austrias al frente de los designios de nuestro Estado.