Los buenos escritores son un
puente levadizo: cuando está tendido, sus palabras abandonan la fortificación interna
en la que moran y lo cruzan en formación para llegar al otro lado del foso,
donde aguardan los lectores. Escribir es un misterio, y sólo quien lo vive con
verdadera pasión sabe guardar el secreto mientras trabaja hasta que llega la
hora de compartirlo con los demás.
Y valga este breve prólogo para
presentar a Miguelángel Flores (Córdoba, 1967). Si es cierto que la creatividad
surge de hacerse preguntas sobre lo que sucede a nuestro alrededor, él ha
debido de pasar los últimos 47 años entre interrogantes. No lo digo únicamente
por “De lo que quise sin querer”, que también, sino por la voz propia y
singular que emana de sus letras cada vez que empuña el bolígrafo. Los que,
como yo, siguen sus pasos desde hace un tiempo, seguro que saben a lo que me
refiero. Para mí Flores es un capricho, un descubrimiento, un milagro. Lo digo
sin ánimo de ser cortesano con sus creaciones, que son muchas y variadas. Tampoco
con su persona. Es cierto que nos vinculan contactos recíprocos y que, sin
conocernos aún en persona, existe una corriente que parece derivar hacia la
amistad. Pero no lo es menos que si hay alguien poco dado a alabar a sus
colegas -siquiera a reseñarlos- ése soy yo. Aunque siempre hay excepciones y en
el caso que nos ocupa son ciento catorce.
Ciento catorce relatos, sí:
los que conforman esta baraja atípica de tres palos llamada “De lo que quise
sin querer” (Editorial Talentura). Tres palos llamados Cosas de amar, Cosas de morir
y Otras cosas sin querer, que podrían
serlo también de un barco botado en el mar de nuestra imaginación. La belleza
del asombro surge cuando el escritor que derrama en tinta sus quebraderos,
perfumes y dengues nos pone frente al rostro un espejo que refleja todo lo que
no queremos ver en el del baño. Y tal vez en eso, nada menos, consista la
eficacia de Miguelángel: en arrastrarnos de la oreja hasta un espejo que, en
palabras sencillas, nos muestra nuestros entresijos más complicados saltándose
la capa córnea de nuestro exterior. Bien traída ahí la definición del corazón
como “una concha con cangrejo dentro” del relato Los llantos (p.41).
Los ciento catorce naipes-espejo
de Miguelángel se aglutinan en los tres palos antes mencionados y los
convierten en la arboladura de un navío que nos lleva en breves singladuras por
el océano de confusiones que es la vida. Nos enfrentamos a mucha reflexión y
mucha intimidad cuando vamos pasando sus páginas, deteniéndonos a releer y
deleitándonos con unos aforismos exquisitos y naturales. Quizá por naturales,
exquisitos.
Y los tres palos, a veces de
carabela y otras de galeón, ponen a prueba nuestra resistencia ante la vastedad
sin horizontes, e incluso nos asustan al llevarnos al borde de abismos de
empatía. Para muestra, un botón: "...oigo el ruido que haces al pensar,
que es más pedregoso que el de los sueños"; "...aún no nos hemos
visto. Nos estamos pensando todavía."; "la vida casi nunca se delata,
raras veces se la ve venir"; "…la guillotina que corta la cama en dos…";
"...ese relámpago que escapa de tus ojos y llega derechito a los míos
anunciando tempestades"; "...va hacia arriba como los buenos deseos
que no se ven…” ¿Acaso pueden dejar a alguien indiferente estas frases? Lo
dicho: un espejo, un barco y una baraja de sensaciones.
En las Cosas de amar nos encontramos con escenas de pasión, infidelidad,
deseo, autoamor, incomunicación, identificación de género, contraste, abandono,
expulsión, desafecto, autoestima... Imagínese el lector qué no hallará en las Cosas de morir y lo que se nos reserva bajo
el inquietante título de Otras cosas sin
querer. No entraré en detalles, porque cada cual ha de hacer su propia degustación
y decidir por sí mismo si merecía la pena el menú. Pero opino que viene bien
que nos recuerden de vez en cuando que
"los sueños no duran nada" o que "hace mucho tiempo quedó atrás
mi destino".
Con una eficiencia narrativa
mayúscula, Miguelángel conforma un estilo natural en el que, sin artificios
verbales, logra transmitir un abanico de sentimientos con una intensidad que
nos traspasa y nos humedece los ojos. Por eso, cuando decía más arriba que el
autor ha sido para mí un capricho, un descubrimiento y un milagro, es porque, en
estos tiempos, para un servidor no abundan en los estantes de las librerías
narradores nuevos, diferentes, luminosos, que tengan algo que decir y sepan
decirlo de forma tan certera y personal. Sabedor de que todo microrrelato ha de
contar con la complicidad del lector, Miguelángel busca la nuestra donde más
nos duele: en los recuerdos, en nuestro yo más profundo, en nuestra mala
conciencia, o en las penas, alegrías y sueños comunes a toda la humanidad.
Y todo ello en un baño de
humildad en medio de tanta soberbia reinante. Un baño de humildad tan grande
que el propio autor no se espera al primer relato para salpicarnos con él, pues
en la misma solapa advierte: “tengo un curso de mecanografía y un caballito
amarillo en natación”, “pienso, para como escribo, ya está bien cómo escribes”.
Hay que ser muy valiente para ir contracorriente en una época en la que más
de uno alicata su ignorancia con títulos académicos y su prosa endeble con
prefijos intensivos. Pero es que Miguelángel es así: tan genuino como sus
creaciones.
Modestia y saber hacer. No hay
mejor rúbrica para un escritor que tener la grandeza de no afectarse a pesar de
haber recibido múltiples premios, ser dramaturgo, actor y no pocas cosas más.
¿Es la sencillez un signo de inteligencia? No lo sé y ni siquiera creo que sea
importante. Considero que es, ante todo, un signo de sabiduría. Y de eso
Miguelángel tiene para repartir durante años, porque es un autor de los que
buena falta hacen en este país.