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domingo, 14 de diciembre de 2014

DE LO QUE QUISE SIN QUERER, de MIGUELÁNGEL FLORES

Los buenos escritores son un puente levadizo: cuando está tendido, sus palabras abandonan la fortificación interna en la que moran y lo cruzan en formación para llegar al otro lado del foso, donde aguardan los lectores. Escribir es un misterio, y sólo quien lo vive con verdadera pasión sabe guardar el secreto mientras trabaja hasta que llega la hora de compartirlo con los demás.
Y valga este breve prólogo para presentar a Miguelángel Flores (Córdoba, 1967). Si es cierto que la creatividad surge de hacerse preguntas sobre lo que sucede a nuestro alrededor, él ha debido de pasar los últimos 47 años entre interrogantes. No lo digo únicamente por “De lo que quise sin querer”, que también, sino por la voz propia y singular que emana de sus letras cada vez que empuña el bolígrafo. Los que, como yo, siguen sus pasos desde hace un tiempo, seguro que saben a lo que me refiero. Para mí Flores es un capricho, un descubrimiento, un milagro. Lo digo sin ánimo de ser cortesano con sus creaciones, que son muchas y variadas. Tampoco con su persona. Es cierto que nos vinculan contactos recíprocos y que, sin conocernos aún en persona, existe una corriente que parece derivar hacia la amistad. Pero no lo es menos que si hay alguien poco dado a alabar a sus colegas -siquiera a reseñarlos- ése soy yo. Aunque siempre hay excepciones y en el caso que nos ocupa son ciento catorce.
Ciento catorce relatos, sí: los que conforman esta baraja atípica de tres palos llamada “De lo que quise sin querer” (Editorial Talentura). Tres palos llamados Cosas de amar, Cosas de morir y Otras cosas sin querer, que podrían serlo también de un barco botado en el mar de nuestra imaginación. La belleza del asombro surge cuando el escritor que derrama en tinta sus quebraderos, perfumes y dengues nos pone frente al rostro un espejo que refleja todo lo que no queremos ver en el del baño. Y tal vez en eso, nada menos, consista la eficacia de Miguelángel: en arrastrarnos de la oreja hasta un espejo que, en palabras sencillas, nos muestra nuestros entresijos más complicados saltándose la capa córnea de nuestro exterior. Bien traída ahí la definición del corazón como “una concha con cangrejo dentro” del relato Los llantos (p.41).
Los ciento catorce naipes-espejo de Miguelángel se aglutinan en los tres palos antes mencionados y los convierten en la arboladura de un navío que nos lleva en breves singladuras por el océano de confusiones que es la vida. Nos enfrentamos a mucha reflexión y mucha intimidad cuando vamos pasando sus páginas, deteniéndonos a releer y deleitándonos con unos aforismos exquisitos y naturales. Quizá por naturales, exquisitos.
Y los tres palos, a veces de carabela y otras de galeón, ponen a prueba nuestra resistencia ante la vastedad sin horizontes, e incluso nos asustan al llevarnos al borde de abismos de empatía. Para muestra, un botón: "...oigo el ruido que haces al pensar, que es más pedregoso que el de los sueños"; "...aún no nos hemos visto. Nos estamos pensando todavía."; "la vida casi nunca se delata, raras veces se la ve venir"; "…la guillotina que corta la cama en dos…"; "...ese relámpago que escapa de tus ojos y llega derechito a los míos anunciando tempestades"; "...va hacia arriba como los buenos deseos que no se ven…” ¿Acaso pueden dejar a alguien indiferente estas frases? Lo dicho: un espejo, un barco y una baraja de sensaciones.
En las Cosas de amar nos encontramos con escenas de pasión, infidelidad, deseo, autoamor, incomunicación, identificación de género, contraste, abandono, expulsión, desafecto, autoestima... Imagínese el lector qué no hallará en las Cosas de morir y lo que se nos reserva bajo el inquietante título de Otras cosas sin querer. No entraré en detalles, porque cada cual ha de hacer su propia degustación y decidir por sí mismo si merecía la pena el menú. Pero opino que viene bien que nos  recuerden de vez en cuando que "los sueños no duran nada" o que "hace mucho tiempo quedó atrás mi destino".
Con una eficiencia narrativa mayúscula, Miguelángel conforma un estilo natural en el que, sin artificios verbales, logra transmitir un abanico de sentimientos con una intensidad que nos traspasa y nos humedece los ojos. Por eso, cuando decía más arriba que el autor ha sido para mí un capricho, un descubrimiento y un milagro, es porque, en estos tiempos, para un servidor no abundan en los estantes de las librerías narradores nuevos, diferentes, luminosos, que tengan algo que decir y sepan decirlo de forma tan certera y personal. Sabedor de que todo microrrelato ha de contar con la complicidad del lector, Miguelángel busca la nuestra donde más nos duele: en los recuerdos, en nuestro yo más profundo, en nuestra mala conciencia, o en las penas, alegrías y sueños comunes a toda la humanidad.
Y todo ello en un baño de humildad en medio de tanta soberbia reinante. Un baño de humildad tan grande que el propio autor no se espera al primer relato para salpicarnos con él, pues en la misma solapa advierte: “tengo un curso de mecanografía y un caballito amarillo en natación”, “pienso, para como escribo, ya está bien cómo escribes”. Hay que ser muy valiente para ir contracorriente en una época en la que más de uno alicata su ignorancia con títulos académicos y su prosa endeble con prefijos intensivos. Pero es que Miguelángel es así: tan genuino como sus creaciones.

Modestia y saber hacer. No hay mejor rúbrica para un escritor que tener la grandeza de no afectarse a pesar de haber recibido múltiples premios, ser dramaturgo, actor y no pocas cosas más. ¿Es la sencillez un signo de inteligencia? No lo sé y ni siquiera creo que sea importante. Considero que es, ante todo, un signo de sabiduría. Y de eso Miguelángel tiene para repartir durante años, porque es un autor de los que buena falta hacen en este país.