Se ha repetido con frecuencia que
los españoles de finales del siglo XIX estaban aquejados de un profundo
complejo de inferioridad. Los políticos no creen en el pueblo que
gobiernan, y las clases populares, pobres y atrasadas, no creen en su clase
política. Atraso, miseria y debilidad son una realidad del pueblo
español. Esto queda más en evidencia al comparar a España con las grandes
e industrializadas potencias europeas. La decadencia de las naciones
latinas es un hecho frente a las naciones europeas de diferente estirpe, ricas
y adelantadas científicamente.
En España surgen los europeístas
que, sin renunciar a la tradición española, quieren incorporar a España a la
civilización nórdica.
Están los casticistas que, sin
renunciar a los beneficios de la civilización industrial, piensan que nuestra
"casta" tiene menos aptitud para la ciencia y para la técnica que los
europeos, pero que los superan en "sentimiento religioso de la
existencia", "capacidad creadora en el mundo del pensamiento y del
arte" y "equilibrio humano integral en cada personalidad".
Los casticistas siguen creyendo sobre todo en Castilla y en el
sobrehumano aliento de que diera muestras en los siglos XVI y XVII. El
genuino representante de esta línea es Menéndez y Pelayo, que lleva a cabo un
gigantesco esfuerzo de investigación y exposición de nuestra cultura nacional,
con la que se muestra radicalmente identificado y en la cual el cristianismo
hace de eje y base de la cultura española. Para el santanderino Menéndez
y Pelayo, la filosofía del siglo XVIII había envenenado esa España
evangelizadora de medio mundo. Por el humanismo clásico de su
pensamiento, no exento de racismo biológico, Menéndez y Pelayo fue
presentado a las generaciones del franquismo como un "maestro en el
pensar". Pese a ser ya en su propia época un erudito anticuado y un
humanista a la antigua usanza, se elevó sobre la "vulgaridad" para
defender la raíz católica de la vida española.
Estamos refiriéndonos con esto a
que la mayor parte de los sectores religiosos de España eran partidarios del
inmovilismo, de la cerrazón por principio, de la desconfianza frente a
cualquier signo de actividad que pudiera suponer progreso, y esta Iglesia era
la que pretendía adueñarse de toda la sociedad y dotarla de una unidad
religiosa. Estas pretensiones eran en sí mismas germen de una división, y
el clericalismo acentuaba la escisión de un ala radical y un ala conservadora.
En estas circunstancias no es de
extrañar que se llegara en nuestro país a confusiones dramáticas y explosivas
entre catolicismo y derecha. Llegó a escribirse que el liberalismo era
"un pecado, peor por naturaleza que el robo, que el asesinato o el
adulterio".
La actitud católica exponenciaba
una clara confusión entre catolicismo y derecha. Grandes masas de gentes
ignorantes eran convencidos de que la "derecha" era buena y
bienaventurada y que la "izquierda" era sinónimo de hombre pecador y
condenado al infierno. Esta discriminación la apoyaban diciendo con Jesucristo
en el Juicio Final que los salvados se colocarían a su derecha, y los
condenados al fuego eterno, a la izquierda.
No faltaron intentos de
conquistar a las masas para la Iglesia, como el del multimillonario marqués de
Comillas. Pero en estos intentos había algo simplificador y
confusionista. Las clases pudientes resolvían a su favor el desequilibrio
social y encontraban en éste motivos para santificarse y contraer méritos.
Los pobres no sólo eran fundamentales para la producción (ya que la
necesidad les obligaba a trabajar), sino que al propio tiempo se convertían
básicamente en elementos esenciales en la "economía de la gracia"
para que los ricos pudieran santificarse a través de las limosnas efectuadas a
los pobres. Coincidía este punto de vista con aquel que citábamos de la
Iglesia en el siglo XVIII, en que justificaban su riqueza con el pretexto de
atender a los pobres, sin caer en la cuenta de que el fundamento real
irrefutable era que creaban primero a los pobres para que después hubiera que
asistirlos.
Ya mencionamos en su momento que
los católicos y la clase obrera no simpatizaban demasiado. Es más, las
masas se enfrentarán a la Iglesia, acusada de ser instrumento de la burguesía y
de los propietarios contra sus reivindicaciones de clase. Esta psicología
de defraudación puede explicar los atentados contra los templos, de que tan
pródiga ha sido la historia española desde la Semana Trágica barcelonesa de
1909 hasta 1939, cuando acabó la Guerra Civil.
Mas la derecha clerical española
persistía en su actitud; temía menos a esta descristianización de las masas que
a las fuerzas intelectuales y sociales de la institución Libre de Enseñanza.