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martes, 13 de enero de 2015

PEPITA JIMENEZ de JUAN VALERA

Si el siglo XVIII termina en Francia con la revolución de 1789, podemos decir que en España concluye en 1833 cuando muere Fernando VII.  Antes de esta fecha, nuestros escritores patrios continúan la tradición del siglo anterior y posteriormente toman el romanticismo que hacen extensivo a una forma de clasicismo muy burguesa que fue, dentro de la literatura, una manifestación del mal gusto artístico y social a que dieron nombre, en Inglaterra, la reina Victoria; en Francia, Luis Felipe, y en España, Isabel II.
Valera nace en 1824 dentro de la alta sociedad y se relaciona desde joven con los principales políticos, escritores y aristócratas de su tiempo.  Comienza su carrera diplomática en 1847 en Nápoles, donde ejerce de embajador un tío suyo, el duque de Rivas.  Paulatinamente se va conformando la personalidad inquieta e intelectual de un erudito adelantado a su tiempo que tiene la suerte de codearse con Istúriz, Narváez, Sartosius, la condesa de Humanes, la Weis-Weyler, esposa de cierto banquero muy estimada en la alta sociedad.  Muchos proyectos literarios y de otros géneros bullen en su cabeza.  Lee a Proudhon, devora tratados de Economía política, Historia y Filosofía.  No se atreve a escribir de nada sin haber estudiado los asuntos que le interesan bajo todos los aspectos y en profundidad. Su carrera diplomática transcurre por Portugal, Brasil y Sajonia. Acaba en Rusia en la famosa embajada del duque de Osuna en 1856 y comienza a escribir cartas que son publicadas en periódicos españoles y que constituyen el relato más chispeante y ameno de la legación diplomática de la época.  El autor lee incansablemente y se halla al tanto del movimiento intelectual de toda Europa.  Rusia influye profundamente en él y cuando por fin el diplomático alcanza los cargos de ministro de España en la Dieta de Franckfurt, ministro en Lisboa y Bruselas, embajador en Washington y Viena, subsecretario de Estado y dirección de Instrucción Pública, diputado y senador vitalicio, el gran escritor que hay en Valera es incuestionable aunque no tan reconocido por el público.
Presentado el singular personaje, creo que resulta obvio ahora para el lector el por qué era importante incluirlo en esta serie de artículos.  Hablemos a continuación de su obra más conocida.
Juan Valera nos regala en Pepita Jiménez la historia de un alma llamada, tal vez, a los altos designios de la unión mística con Dios y a la caída desde el camino de las perfecciones por causa de una linda viuda que se ha propuesto, con sus coqueterías, mohines y dichos graciosos, conquistar para sí a un seminarista.  En las vías del alma hacia Dios señalan los autores ascéticos y místicos muchos peligros, escollos y añagazas del Enemigo.  El alma que aspira a lo eterno ha de apagar los apetitos, inclinaciones y deleites que en este bajo mundo lo solicitan.  Pero sucede que, en ocasiones, cae del punto a que había llegado y disminuye en ella, si no la fe, aquel amor y aquella elevación a que quería destinarse por las alturas de la mística misma.
Valera, al concebir Pepita Jiménez, y al escribir sus primeros capítulos, "Las cartas del seminarista a su tío el deán", en la Revista de España, de Alvareda y León y Castillo, no imaginaba -y él mismo lo confesó- que estaba escribiendo una novela.  Y, sin embargo, Pepita Jiménez es una novela de las que marcan fecha en la historia de nuestra literatura.  Es una obra realista, a pesar del misticismo que en sus primeras páginas la envuelve.  La condesa de Pardo Bazán confiesa haber conocido muchos ejemplares de las personas retratadas por Valera, no ya en Andalucía, si no en la ciudad universitaria de Santiago de Compostela.  Pepita Jiménez es una novela que sabe a agua de sierra, que huele a flores silvestres, que encanta e ánimo ya con el ambiente de realismo sano a la manera española y a la manera clásica, ya con la disección minuciosa de un alma que a supremos menesteres quería encaminarse, ya con los tipos secundarios, como el padre de don Luis, ya con las costumbres pueblerinas, maravillosamente retratadas en su texto.  El relato es la novela de una vocación truncada, o, acaso, si se considera el asunto en su aspecto pagano, una rehabilitación del juicio de Paris que se entrega a Venus, diosa del amor y de la hermosura, y no a Minerva ni a Juno, la manzana de oro del jardín de las Hespérides.  Concurren, pues, en la novela más importante de Valera la ley de la Naturaleza, que tiene su expresión más alta y de mayor poesía en los mitos clásicos, y la ley de gracia del cristianismo, porque todo aquello viene a significar, no obstante el verso del materialista Lucrecio con que termina la obra, una vida sobrenatural que puede perderse y en la que pueden ocurrir lamentables y espantosas caídas, pero que con todo existe, se manifiesta, se analiza, va adquiriendo grados, motivos, toda una sucesión de causas a efectos de principios a resultados, de premisas a consecuencias. Al fin y al cabo se trata de la historia de un seminarista que pierde, no ya la vocación sacerdotal, sino el anhelo de la unión mística de su alma, por los hechizos y carantoñas de una viudita joven que se interpone en su camino.
Y es que los personajes de Valera están representados en sus tres dimensiones.  El hiperanálisis moderno no le iba a un hombre de mundo como Valera.  Porque hoy no es la persona lo que se analiza, sino un aspecto, un carácter, una idiosincrasia, un estado psicológico que se aísla de los demás, una condición que a fuerza de ser afinada hasta se pierde.
Valera entretiene los últimos años de su vida en escribir novelas, la última Elisa, la Malagueña, que empezó a publicar en el Blanco y Negro del ABC, y que quedó inacabada.
Cabe destacar que Juan Valera es un clásico en toda la extensión de la palabra y un alma fundamentalmente latina y católica.  Que posee un buen gusto inalterable en su retórica cuyo pretendido optimismo sale de una exquisitez estilística innata.  De hecho ya doña Emilia Pardo Bazán apuntaba sobre el autor que "no fue jamás un hombre de su tiempo" y que por ello "no obtuvo popularidad".  El mismo autor admite en una de sus cartas que no consigue establecer la corriente espiritual, la relación intensa entre el escritor y su público.  Y es que Valera se halla como divorciado de sus lectores.  Escribe para él solo, para la propia satisfacción, y no se sabe si es que ha llegado tarde al mundo literario o demasiado pronto.
Quizás sea que su tiempo no estuvo lo bastante educado para comprenderle y gustar de su ingenio, un ingenio que en Pepita Jiménez da auténticas lecciones de maestría estilística y narrativa dentro del marco de una historia muy bien enmarcada en su época y adorado y defendido por autores coetáneos, por encima de todos los cuales destacaba doña Emilia Pardo Bazán.
Juan Valera murió el 18 de abril de 1905, cuando se hallaba redactando el discurso con que había de solemnizar la Academia Española el tercer centenario de la publicación de El Quijote.  Hasta la víspera de su muerte, ya ciego y viejo, no dejó de asistir a tertulias y de rodearse de intelectuales, poetas y escritores en su casa madrileña de la Cuesta de Santo Domingo.