VISITAS HASTA HOY:

viernes, 27 de noviembre de 2015

LO QUE NO SE CUENTA DE LA SEGUNDA REPÚBLICA

Continuando con el post anterior que pueden leer en este enlace, analizaremos ahora lo que pasó tras la proclamación de la II República.
Durante los meses siguientes a la expulsión de Alfonso XIII y a la instauración antidemocrática de la República, se formó una comisión destinada a redactar un proyecto de Constitución con dos objetivos fundamentales: el tema religioso y la reforma agraria. No se trataba únicamente de separar Iglesia y Estado sino, siguiendo el modelo jacobino francés, de triturar la influencia católica en la sociedad sustituyéndola por otra laicista. Para buena parte de los republicanos de clases medias, sector frustrado por su mínimo papel durante la monarquía, la Iglesia era un adversario a castigar por su papel en el sostenimiento del régimen derrocado. Por otra parte, para los movimientos obreros (comunistas, socialistas y anarquistas) era sencillamente un rival a vencer. No obstante, justo es admitir que en el campo republicano también hubo posiciones templadas, como las de los miembros de la Institución Libre de Enseñanza o la de la Agrupación al Servicio de la República. Curiosamente, el borrador constitucional redactado para que se debatiese en las Cortes Constituyentes recuerda bastante a la actual Carta Magna (1978) en lo que a separación de Iglesia y Estado y libertad de cultos se refiere; además, reconocía a la Iglesia católica un status especial como entidad de derecho público, reconociendo así una realidad histórica y social innegable. Así, el proyecto de Constitución planteaba la inexistencia de una religión estatal pero a la vez reconocía a la Iglesia como corporación de derecho público y garantizaba el derecho a la enseñanza religiosa, lo que no deja de ser un planteamiento más que razonable para un estado laico. Pero entre el 27 de agosto y el 1 de octubre ciertos diputados radicalizaron sus posturas, especialmente los del PSOE y la Esquerra catalana, que votaron a favor de la disolución de las órdenes religiosas y la nacionalización inmediata de sus bienes (eso sí, insistiendo los de Esquerra que los bienes localizados en Cataluña no saldrían de su territorio).
Otro punto interesante es que, cuando se discutió sobre la oportunidad para otorgarle a la mujer el derecho al voto, fueron las izquierdas las que más vehementemente se opusieron a ello con el argumento de que "las órdenes religiosas eran las asesoras ideológicas de las mujeres", asesoras, evidentemente, nada favorables a las ideas de izquierdas. El 29 de septiembre y el 7 de octubre se presentaron sendos textos que abogaban por la nacionalización de los bienes eclesiásticos y la disolución de las órdenes religiosas. Sin embargo, siguió existiendo un intento moderado por mantener el texto inicial y no enconar las posturas, pero fracasó totalmente ante la alianza radical del PSOE, los radical-socialistas y la Esquerra. El día 9 se convino que la única orden a disolver sería la Compañía de Jesús. La reacción no se hizo esperar por parte de los radicales: se organizaron manifestaciones y mítines para inclinar la voluntad de las autoridades y se sumó a estos actos una campaña de prensa afín que buscaba crear la sensación de que la práctica totalidad del país asumía unos planteamientos que, en realidad, distaban mucho de ser mayoritarios. Finalmente, la Carta Magna de la República acabó recogiendo la disolución de la Compañía de Jesús, la prohibición de que las órdenes religiosas se dedicaran a la enseñanza y en encastillamiento de la Iglesia católica en una situación legal no por difusa menos negativa.
En resumen, la Constitución no quedó en absoluto perfilada como un texto que diera cabida a todos los españoles independientemente de su ideología, sino que se consagró como la victoria de una visión ideológica sectaria sobre otra que gozaba de un enorme arraigo popular. Se habían causado los primeros daños irreparables a la convivencia y al desarrollo pacífico del país.
Y así dio comienzo el bienio republicano-socialista, que se caracterizó por declaraciones voluntaristas, por una búsqueda de la confrontación con la Iglesia, por una clara incapacidad para enfrentarse con el radicalismo despertado por la demagogia, por una acusada inoperancia para llevar a la práctica las soluciones sociales prometidas y, de manera muy especial, por la incompetencia económica. No sólo se frustró totalmente la reforma agraria sino que se agudizó la tensión social con normativas que provocaron una contracción del empleo y un peso fiscal insoportable para pequeños y medianos empresarios. A esto se debe añadir la acción violenta de las izquierdas encaminada a destruir la república desde casi su proclamación. En enero de 1932, en Castilblanco y en Arnedo, los socialistas provocaron motines armados en los que hallaron la muerte agentes del orden público. El 19 del mismo mes, los anarquistas iniciaron una sublevación armada en el Alto Llobregat que duró tres días. En enero de 1933 se produjo un intento revolucionario de signo anarquista en algunas zonas de Cádiz cuya represión fue extraordinariamente dura e incluyó el fusilamiento de algunos de los detenidos por orden directa (según los oficiales que la llevaron a cabo) de Azaña.
En resumen podemos concluir que durante el bienio el gobierno republicano había fracasado en sus grandes proyectos: la reforma agraria y el impulso de la educación, había gestionado deficientemente la economía y había sido incapaz de evitar la radicalización de una izquierda que incluía al PSOE. Obviamente, el calamitoso fracaso republicano-socialista no tardó en reportar beneficios políticos a las derechas. Durante la primavera y el verano de 1932: se incrementó la violencia revolucionaria de las izquierdas, se redactó el Estatuto de Autonomía de Cataluña y el proyecto de Ley de Reforma Agraria. Tales medidas impulsaron un golpe de estado, el de Sanjurjo, que fracasó. 
En contra de lo que muchos piensan hoy, las derechas habían optado por integrarse en el sistema y, a diferencia de las izquierdas, aceptaban las reglas del juego parlamentario. Entre el 28 de febrero y el 5 de marzo tuvo lugar la fundación de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), una coalición de fuerzas de derechas y católicas. La reacción de Azaña fue la de intentar asegurarse el dominio del Estado mediante la articulación de mecanismos legales poco ortodoxos. Así, el 25 de julio de 1933 se aprobó una Ley de Orden Público que dotaba al gobierno de una enorme capacidad de represión y unos poderes considerables para limitar la libertad de expresión, y antes de que concluyera el mes, Azaña, que intentaba evitar una elecciones cuyo resultado no era halagüeño para su partido, obtuvo en Cortes la aprobación de una ley electoral que reforzaba las primas a la mayoría. Obviamente, las medidas de Azaña evidencian su nula confianza en la democracia como sistema político sino más bien ese complejo de hiperlegitimidad que siempre ha acompañado a las izquierdas, más bien partidarias históricamente en nuestro país del gobierno de las élites.
En verano de 1933, Azaña se resistió a convocar elecciones. Durante aquellos meses precisamente se consagró la bolchevización del PSOE. Sin ir más lejos, en la escuela de verano del PSOE en Torrelodones, los jóvenes socialistas celebraron una serie de conferencias donde se concluyó la aniquilación política del moderado Julián Besteiro, el apartamiento despectivo de Indalecio Prieto y la consagración entusiasta de Largo Caballero, al que se aclamó como el Lenin español. El 3 de septiembre de 1933, el gobierno sufre una derrota espectacular en las elecciones generales para el Tribunal de Garantías y cinco días más tarde cayó. Dicho de otro modo, a pesar de tener en sus manos todos los resortes del poder, a pesar de intentar realizar purgas en la administración y el ejército, a pesar de promulgar una Ley de Defensa de la República que significaba tácitamente la posibilidad de consagrar una dictadura de facto y a pesar de arrinconar a la Iglesia, la coalición de izquierdas no pudo evitar su propio desgaste y la desconfianza del electorado.
En las elecciones del 19 de noviembre de 1933 votó el 67,46% del censo (las mujeres por primera vez). Las derechas obtuvieron 3.365.700 votos, el centro 2.051.500 y las izquierdas 3.118.000. Sin embargo, el sistema electoral, que favorecía, por decisión directa de Azaña, las grandes agrupaciones, se tradujo en que las derechas obtuvieran más del doble de escaños que las izquierdas con una diferencia entre ambas que no llegaba a los doscientos cincuenta mil votos. A Azaña le había salido el tiro por la culata.
La derrota de las izquierdas debería haber sido tomada como una legitimación de la democracia y como una prueba de la salud democrática de la República, sin embargo, para aquellos que llevaban décadas conspirando se trató de una experiencia inaceptable. La disposición de las fuerzas antisistema incluyó a partir de entonces y expresamente el recurso de la violencia.
Tras las elecciones de 1933, la fuerza mayoritaria (la CEDA) tendría que haber sido encargada de formar gobierno, pero las izquierdas que habían traído la Segunda República no estaban dispuestas a consentirlo. El presidente Alcalá Zamora encomendó la misión de formar gobierno a Lerroux, un republicano histórico pero en minoría. El PSOE y los nacionalistas catalanes comenzaron a urdir una conspiración armada que acabara con un gobierno de centro-derecha (recuérdese que los conspiradores eran ahora partidos con representación parlamentaria). Los llamamientos a la revolución fueron numerosos, claros y contundentes. El 3 de enero de 1934, la prensa del PSOE publicaba unas declaraciones de Indalecio Prieto que decían: "¿Concordia? No. ¡Guerra de clases! Odio a muerte a la burguesía criminal". Al mes siguiente, la CNT le propuso a la UGT una alianza revolucionaria, oferta a la que respondió el socialista Largo Caballero con la de las Alianzas Obreras. Su finalidad no era otra que aniquilar el sistema parlamentario y llevar a cabo la revolución. Así, a finales de mayo, el PSOE desencadenó una ofensiva revolucionaria en el campo que fue enérgicamente reprimida por Salazar Alonso, ministro de Gobernación. La prensa del PSOE, lejos de rebajar la tensión, señalaba que las teorías del Frente Popular propugnadas por los comunistas a impulso de Stalin eran demasiado moderadas porque no recogían las aspiraciones trabajadoras de conquistar el poder.
Queda claro que las izquierdas no estaban dispuestas a consentir que la CEDA entrara en el gobierno por más que las urnas la hubieran convertido en la primera fuerza parlamentaria. El 25 de septiembre El Socialista anunciaba: "El mes próximo será nuestro octubre. (...) Tenemos un ejército a la espera de ser movilizado". Y era cierto. El 9 de ese mismo mes, la Guardia Civil había interceptado un importante alijo de armas y munición a bordo del Turquesa en la ría asturiana de Pravia. Una parte de las armas había sido ya desembarcada y, siguiendo órdenes de Indalecio Prieto, transportada en camiones de la Diputación Provincial.
Llegamos así al 1 de octubre de 1934, momento en el que Gil Robles exige la entrada de la CEDA en el gobierno de Lerroux. Sin embargo, en una clara muestra de moderación política, Gil Robles ni exigió la presidencia del gabinete (que le hubiera correspondido) ni tampoco la mayoría de las carteras. El 4 de octubre entrarían, finalmente, tres ministros de la CEDA en el gobierno: Oriol Anguera (catalán y antiguo catalanista), Aizpún (regionalista navarro) y el sevillano Manuel Giménez Fernández, que se había declarado expresamente republicano y que defendía la realización de la reforma agraria. La presencia de ministros cedistas en el gabinete fue la excusa del PSOE y los catalanistas para poner en marcha su insurrección armada, que tuvo lugar entre el 5 y el 6 de octubre.
Así, en Guipúzcoa los alzados asesinaron al empresario Marcelino Oreja Elósegui; en Barcelona, el dirigente de la Esquerra Republicana, Companys, proclamó el Estat Catalá dentro de la República Federal Española e invitó a los dirigentes a una "protesta general contra el fascismo". Pero ni el gobierno republicano era fascista, ni los dirigentes de la izquierda recibieron el apoyo que esperaban de la calle y del ejército y resto de fuerzas del orden. La propia Generalitat se rindió a las 6 y cuarto de la mañana del 7 de octubre.
La única excepción se produjo en Asturias, donde los alzados contaban con un ejército de 30.000 mineros bien pertrechados gracias a las fábricas de armas de Oviedo y Trubia y bajo la dirección de miembros del PSOE. Frente a ellos había mil seiscientos soldados y unos novecientos guardias civiles. Los alzados asturianos procedieron a detener y asesinar gente inocente tan sólo por su pertenencia a segmentos sociales concretos. Especialmente se desató una oleada de violencia contra el catolicismo que incluyó quema y profanación de lugares de culto, asesinato de sacerdotes y seminaristas e incluso maestros de escuelas religiosas. En ningún caso se trató de la acción de unos incontrolados, sino de un comportamiento consciente y organizado. La revolución de Asturias fue sofocada por las fuerzas armadas bajo el mando del general Franco quien, paradójicamente para muchos, obedecía órdenes constitucionales para defender la República de aquellos que estaban violando la legalidad republicana. El balance, muertos y heridos aparte, fue desolador: se habían visto afectadas por la revuelta 58 iglesias, 26 fábricas, 58 puentes, 63 edificios particulares y 730 edificios públicos, amén de todo tipo de destrozos en 66 puntos del ferrocarril y 31 carreteras. Ingresaron en prisión 15.000 personas.
Pero la sublevación continuó por la vía de la propaganda y fuera del Parlamento. Se produjo entonces un importante aumento de la violencia callejera. Lo lógico habría sido que el gobierno hubiera dejado fuera de la ley de formaciones a PSOE, CNT o Esquerra, pero no fue así. La represión fue limitada y, en un esfuerzo por alcanzar la paz social, se impulsaron medidas como la reforma agraria, que logró asentar a 20.000 campesinos. Se aprobó además una nueva Ley de Arrendamientos Urbanos que defendía a los inquilinos, se inició una reforma hacendística de calado y Gil Robles, ministro de la Guerra, llevó a cabo una relevante reforma militar.
Pero la propaganda insistía en convertir en héroes a los responsables de la revolución de octubre y en septiembre de 1935, el estallido del escándalo del estraperlo, estafa que afectó al partido radical de Lerroux, provocando su caída. La CEDA quedaba sola en la derecha frente a unas izquierdas cada vez más radicalizadas y agresivas. Durante el verano de 1935 PSOE y PCE desarrollan contactos para unificar sus acciones, republicanos y socialistas discutían la formación de milicias comunes y los comunistas se pronunciaban a favor de la constitución de un ejército rojo. Azaña propuso entonces a la ejecutiva del PSOE una coalición electoral de izquierdas: así nació el Frente Popular. En esos días, Largo Caballero, el Lenin español, salía de la cárcel y la sindical comunista CGTU entraba en la UGT socialista. La intención era obvia: si las izquierdas ganaban las próximas elecciones, aniquilarían la República.
Frente a ellos, Chapaprieta y Alcalá Zamora negociaban la creación de un partido de centro moderado, la Falange, el partido fascista de mayor alcance, era muy minoritario y los carlistas y otros grupos monárquicos carecían de fuerza. En el ejército, Franco insistía en rechazar cualquier eventualidad golpista a la espera de la evolución política de los acontecimientos.
Alcalá Zamora disolvió las Cortes inconstitucionalmente (no podía hacerlo dos veces durante su mandato, pero lo hizo. Luego sus propios correligionarios lo utilizarían para eliminarle políticamente) y convocó elecciones para febrero de 1936. Republicanos como Azaña y el socialista Prieto perseguían fundamentalmente regresar al punto de partida de 1931. Pero para el resto de fuerzas del Frente Popular, especialmente PSOE y PCE, se trataba del último paso hacia la aniquilación de la República y la revolución posterior. Así, Largo Caballero afirmaba en Alicante: "Quiero decirle a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, pues tendremos que ir a la guerra civil declarada". Nada extraño en alguien que afirmaba que "la transformación total de un país no se puede hacer echando papeletas en las urnas".
Aunque los firmantes del pacto del Frente Popular suscribían un programa cuya aspiración fundamental era la amnistía de los detenidos y condenados por la insurrección de 1934 (reivindicada como episodio heroico), no es menos cierto que los más moderados pretendían un sistema parlamentario y los radicales una dictadura del proletariado. De ahí que sus adversarios políticos hicieran hincapié durante la campaña electoral en el peligro que se avecinaba. En medio de un clima ya abiertamente guerracivilista, las elecciones de febrero concluyeron con resultados muy parecidos a los de los comicios anteriores (4.430.322 votos para el Frente Popular, 4.511.031 para las derechas y 682.825 para el centro). Pero hay que añadir los fraudes electorales en provincias como Cáceres, La Coruña, Lugo, Pontevedra, Granada, Cuenca, Orense, Salamanca, Burgos, Jaén, Almería, Valencia y Albacete contra las candidaturas de derechas. Tal cúmulo de irregularidades se convertiría en una aplastante mayoría de escaños para el Frente Popular. De hecho, Niceto Alcalá Zamora, en declaraciones al Journal de Geneve, admitía las irregularidades cometidas y se lamentaba de que a pesar de ellas la diferencia entre ambas coaliciones no hubiera sido mayor. Las irregularidades fueron de toda índole: muchedumbres instigadas por los radicales que se apropiaron de los documentos electorales, falsificación de resultados en numerosas localidades, anulación de actas de provincias donde la oposición resultaba victoriosa, proclamación de diputados a candidatos amigos...
En Cataluña, Companys regresó triunfante y se hizo con el gobierno de la Generalitat, los detenidos por la insurrección de Asturias fueron puestos en libertad y sus patronos obligados a readmitirlos, las organizaciones sindicales exigieron en el campo subidas salariales del 100%, se convocaron en los siguientes dos meses 192 huelgas y el 3 de marzo los socialistas empujaron a los campesinos a ocupar ilegalmente varias fincas en el pueblo de Cenicientos, pistoletazo para que la Federación de Trabajadores de la Tierra comenzase a quebrar la legalidad en los campos: el 25 del mismo mes, 60.000 campesinos ocuparían 3000 fincas en Extremadura, acto legalizado a posteriori por el gobierno.
A la violación sistemática de la legalidad se le sumó el uso de la violencia y la censura de prensa, así como una purga masiva en los ayuntamientos considerados hostiles. El 2 de abril, el PSOE hizo un llamamiento a construir en todas partes y a cara descubierta las milicias del pueblo. Alcalá Zamora fue expulsado del gobierno y Azaña se convirtió en presidente encargando la formación de gobierno a Casares Quiroga. El día 5, el general Mola emitía una circular en la que señalaba que el Directorio militar que se instauraría después del golpe contra el gobierno del Frente Popular respetaría el régimen republicano.
El 10 de junio el gobierno del Frente Popular dio un paso más en el proceso de aniquilación del sistema democrático al crear un tribunal especial para exigir responsabilidades políticas a los jueces, magistrados y fiscales, precedente de lo que serían los tribunales populares durante la guerra civil y claro intento de aniquilar la independencia judicial.
Como vemos, no se trataba de que el fascismo acosara a la democracia, sino, por el contrario, de que la revolución estaba liquidando a la República y amenazando a sectores completos de la población.
Entre el 16 de febrero y el 15 de junio se habían destruido 196 iglesias, 10 periódicos y 78 centros políticos, se habían convocado 192 huelgas y se arrojaba un saldo de 334 muertos. El 16 de junio Gil Robles denunciaba en sede parlamentaria el estado de las cosas y Calvo Sotelo abandonaba las Cortes con una amenaza de muerte que está recogida en las actas del Congreso y que no tardaría en convertirse en realidad (se lo advirtió una diputada por Asturias del PCE llamada Dolores Ibárruri). El PCE anunció e 22 de junio que contaba con milicias antifascistas obreras y campesinas por todo el país y que disponían, sólo en Madrid, de 2000 efectivos armados.
El 23 de junio, el general Franco envió una carta a Casares Quiroga advirtiéndole de la tragedia que se avecinaba e instándole a conjurarla. Los partidarios de Franco ven en ella un último intento de evitar el Alzamiento Nacional y sus detractores lo interpretan como un deseo de obtener recompensas gubernamentales. Más bien parece que se trataba del último cartucho que Franco estaba dispuesto a quemar en favor de una salida legal. Al no obtener respuesta, se sumó a la conspiración del general Mola.

jueves, 26 de noviembre de 2015

LO QUE NO SE CUENTA SOBRE LA PROCLAMACIÓN DE LA SEGUNDA REPÚBLICA

Las tres primeras décadas del siglo XX significaron para España una suma de intentos para modernizar el sistema parlamentario, así como la conjunción de una serie de esfuerzos encaminados a aniquilarlo y sustituirlo por diversas utopías. Pero para perpetrar cualquier cambio sensible de esta índole siempre hace falta gente preparada, culta y que se coordine entre sí para llevar a cabo sus propósitos. En estos tiempos conspiranoicos en que vivimos no es extraño encontrar gente que piensa que por encima de los gobiernos de casi todas las naciones hay una "mano negra" que mueve los hilos que manejan los brazos y las bocas de los gobernantes que elegimos en las urnas. Curiosamente son los mismos que no están dispuestos a aceptar una conspiración en la sombra encaminada a cambiar el sistema político español tras el desastre de 1898. Me refiero, claro está, a la masonería.
Quiero dejar claro que no propugno en absoluto la idea de las conspiraciones masónicas o judeomasónicas de las que tanto se habló en todo el mundo desde el falso documento de los Protocolos de los Sabios de Sión en los albores del siglo pasado. No obstante, desvincular la masonería de la proclamación de la Segunda República sería ignorar una realidad.
La masonería estuvo situada en España entre las fuerzas antisistema, lo mismo en las filas del anarquismo (Ferrer Guardia) que del socialismo del PSOE (Vidarte, Llopis...), lo mismo que en las de los republicanos (Lerroux, Martínez Barrios) que en las de los catalanistas (Companys). Tanto durante la Semana Trágica de 1909 como en la frustrada Revolución de 1917, los masones representaron un papel antisistema que perseguía la desaparición de la monarquía parlamentaria. A finales de los años veinte, el número de políticos e intelectuales que ingresaron en la masonería fue considerable. En la enseñanza destacaron, entre otros, Fernando de los Ríos, Demófilo de Buen, Antonio Tuñón de Lara, Rodolfo Llopis, futuro secretario general del PSOE, o Ramón y Enrique González Sicilia; en el periodismo, Joaquín Aznar, Ramón Gómez de la Serna, Antonio Lezama, Luis Araquistáin o Mariano Benlliure; y en la política, Vicente Marco, Eduardo Barriobero, Álvaro de Albornoz, Marcelino Domingo, Daniel Anguiano, Alejandro Lerroux, Eduardo Ortega y Gasset, Fermín Galán o el general López Ochoa.
Poca gente hoy en día, ni siquiera los defensores a ultranza de la República Española, han oído hablar del militar Ángel Rizo. Es una pena. Ángel Rizo nació en Madrid el 6 de junio de 1885. En 1906 era alférez de navío y en 1922 se inició en la Logia Aurora de Cartagena. Cuatro años más tarde conocería a Benjamín Balboa, telegrafista de la Armada y masón como él, quien tendría un importantísimo papel en el aplastamiento de la rebelión de julio de 1936 en la marina. Rizo deseaba favorecer el estallido de una revolución que acabara con la monarquía parlamentaria y para ello era consciente de que el establecimiento de logias en la marina (las "logias flotantes") tendría una importancia especial. La idea de trepanar las fuerzas armadas con logias masónicas no era nueva en España, de hecho constituyó la causa de no pocos de los no pocos enfrentamientos civiles a lo largo del siglo XIX que conoció nuestro país. Pero a finales de los años veinte, Rizo aspiraba más bien a emular las organizaciones conspirativas que en la marina rusa habían conducido al derrocamiento del zar.
El brazo derecho de Rizo era el capitán maquinista Sarabia, primo del comandante Sarabia que, junto a Zamarro y Merino, organizaría el golpe de Estado de septiembre de 1929. Precisamente del 8 al 11 de septiembre de 1929, en el curso de la VIII Asamblea Simbólica, y a petición de Rizo, se analizó la creación de logias flotantes que favorecieran el control de la Marina, y en junio de 1930 Diego Martínez Barrio le autorizó a hacer "prosélitos masones exclusivamente entre el personal subalterno de la Armada". Poco después de recibir esta autorización, Rizo sería trasladado de Cartagen a Vigo, donde creó la Logia Vicus 8, así como otras en Pontevedra, Marín y Ferrol.
Es curioso que este personaje pase tan desapercibido entre los muchos nostálgicos de la Segunda República cuando fue precisamente él quien ideó el Pacto de San Sebastián que permitió la unión de las fuerzas republicanas y que constituyó el núcleo del gobierno provisional de la Segunda República. El Pacto de San Sebastián significó la configuración de un comité conspiratorio oficial destinado a acabar con la monarquía parlamentaria y sustituirla por una república. Algunos de los participantes en la reunión del 17 de agosto de 1930 fueron Lerroux, Azaña, Domingo, Niceto Alcalá Zamora, Miguel Maura, Carrasco Formiguera, Mallol, Ayguades, Casares Quiroga, Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos... En definitiva prohombres que conformarían unos meses después el primer gobierno provisional de la flamante y recién estrenada República.
La conspiración republicana comenzaría a actuar desde Madrid a partir del mes siguiente en torno a un comité revolucionario presidido por Alcalá Zamora. Un conjunto de militares golpistas, republicanos, así como un grupo de estudiantes de la F.U.E. (Federación Universitaria Escolar) capitaneados por Graco Marsá. En términos estadísticos, no obstante, el movimiento republicano quedaba reducido a una minoría, ya que la suma de afiliados de los sindicatos UGT y CNT apenas alcanzaba al 20% de los trabajadores y el PCE, nacido unos años atrás como escisión juvenil del PSOE, era minúsculo.
En diciembre de 1930, a Rizo se le encargó la misión de impedir cualquier reacción contraria a una posible proclamación de la República en los próximos meses. Las logias flotantes cumplieron perfectamente su cometido. De hecho, el famoso 14 de abril, los hombres de la Escuadra Ferrol (3.500 efectivos) estaban en Cartagena y se manifestaron por sus calles a favor de la República. Desde ese momento, el control que la masonería tendría sobre la oficialidad de la Armada (penetrándola o fiscalizándola) era casi absoluto. Ángel Rizo acabaría siendo diputado de Izquierda Republicana y director general de la Marina Mercante en justo premio a sus servicios.
En diciembre de 1930, el comité republicano fijó la fecha del día 15 para dar el definitivo golpe militar. El hecho de que los oficiales Fermín Galán y Ángel García Hernández decidieran adelantarlo al 12 del mismo mes sublevando la guarnición militar de Jaca tuvo como consecuencia que pudiera ser abortado por las autoridades. Juzgados los cabecillas en un consejo de guerra y condenados a muerte, el gobierno acordó no solicitar el indulto y ambos fueron fusilados. Se convirtieron en los primeros mártires de la República. De todas formas, el acordado intento de sublevación militar se llevó a cabo el 15 de diciembre en Cuatro Vientos. Al frente del mismo estaban Queipo de Llano y Ramón Franco. Pero esto no cambió en absoluto la situación. El levantamiento fue nuevamente atajado y los miembros del comité conspiratorio huyeron (Indalecio Prieto), fueron detenidos (Largo Caballero) o se escondieron (Lerroux y Azaña).
Sin embargo, imbuídos por una desconcertante actitud buenista, la clase política de la monarquía constitucional quiso optar por el diálogo con los sujetos que deseaban su fin. Buen ejemplo de ello es que cuando Sánchez Guerra recibió del rey Alfonso XIII la oferta de constituir gobierno, lo primero que hizo éste fue personarse en la cárcel Modelo para ofrecer a los miembros del comité revolucionario encarcelados sendas carteras ministeriales. Con todo, el que el sueño republicano se convirtiera en realidad no iba a deberse a la voluntad popular sino a una curiosa mezcla de miedo y falta de información. La ocasión sería la celebración de unas elecciones municipales.
A pesar de lo afirmado tantas y tantas veces por la propaganda republicana, las elecciones municipales de abril de 1931 ni fueron un plebiscito ni existía ningún tipo de razón para interpretarlas de ese modo. Su convocatoria no tuvo carácter de referéndum, como tampoco de elecciones a Cortes Constituyentes. Tampoco fueron un triunfo electoral republicano. De hecho, la primera fase de las elecciones municipales celebrada el 5 de abril se cerró con los resultados de 14.018 concejales monárquicos y 1.832 republicanos, pasando a control republicano únicamente un pueblo de Granada y otro de Valencia. Con esos resultados, ninguna de las fuerzas antisistema hizo referencia a un plebiscito popular. Cuando el 12 de abril de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones, volvió a repetirse la victoria monárquica. Frente a 5.775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22.150. A pesar de todo, los políticos monárquicos, los miembros del gobierno (salvo dos), los consejeros de palacio y los dos mandos militares decisivos (Berenguer y Sanjurjo) consideraron que el resultado sí era plebiscitario y que implicaba un apoyo extraordinario para la República, así como un auténtico desastre para la monarquía. El hecho de que la victoria republicana hubiera sido urbana -como Madrid, donde el concejal del PSOE Saborit hizo votar por su partido a varios millares de difuntos- pudo contribuir a esa sensación casi tanto como el temor de que los republicanos pudiesen dominar la calle.
La noche del 12 al 13, el general Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia Civil, dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento contra la monarquía, dato que los dirigentes republicanos supieron inmediatamente gracias a los empleados de Correos adictos a su causa. Ese conocimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales explica que cuando Romanones y Gabriel Maura -con el expreso consentimiento del rey- ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a Cortes Constituyentes, éste no sólo rechazara la propuesta sino que exigiera la marcha del monarca antes de la puesta de sol del 14 de abril. La depresión que sufría Alfonso XIII, quien no había podido superar la muerte de su madre, las algaradas organizadas por los republicanos en las calles, el espectro de la Revolución rusa que había asesinado, por órdenes expresas de Lenin, a toda la familia del zar y el deseo de evitar a toda costa una confrontación civil acabaron determinando el abandono del rey de España, el final de la monarquía parlamentaria y la proclamación SIN RESPALDO DEMOCRÁTICO de la Segunda República.
Queda entonces claro que la proclamación de la República fue una suerte de golpe de Estado por parte de fuerzas antisistema, las cuales, por cierto, distaban mucho de compartir unos mínimos objetivos dado que no dejaban de ser un pequeño número de republicanos disonantes: dos grandes fuerzas obreristas -socialistas y anarquistas- que contemplaban la República como una fase previa hacia la utopía que debía ser alcanzada a la mayor brevedad posible; los nacionalistas catalanes, que ansiaban desmontar la unidad nacional y se precipitaron a proclamar la República Catalana y el Estat Català; y una serie de pequeños grupos radicales de izquierdas que acabarían teniendo un protagonismo notable, como era el caso del partido comunista. Además, carecían de preparación política y económica para enfrentar los retos que tenía ante sí la nación; adolecían de un virulento sectarismo político y social que no sólo excluía de la vida pública a considerables sectores de la población sino que también plantearía irreconciliables diferencias entre ellos. Y, por si fuera poco, el éxito de su conspiración parecía legitimar de arriba abajo lo que había sido un comportamiento profundamente antidemocrático desarrollado durante décadas. Las represalias no tardaron en llegar, obviamente.
En eso y no en otra cosa consistió la proclamación de la Segunda República. Ahí están los datos objetivos para quienes quieran verlos, discutirlos o meditar sobre ellos. Una vez más, como en la Revolución Francesa, tenemos un caso de élites intelectuales que hacen uso del control de las masas para adulterar la realidad y vender sus comportamientos antidemocráticos como un avance en beneficio del pueblo. Que la monarquía de Alfonso XIII precisaba de una reforma en profundidad hacia un parlamentarismo auténticamente democrático está fuera de toda duda, pero que las cosas no fueron como muchos las cuentan, también. Esto no pretende justificar la dictadura del general Franco que vino después, ni siquiera explicarla, pero sí aclarar que hay cosas que las partes interesadas no cuentan porque no quieren que el público las conozca ya que tergiversar e idealizar la parte del pasado que a cada cual conviene no es práctica exclusiva de un bando, sino de todos cuando tienen algo de qué avergonzarse.
Es por ello que, cuando escuchen el legítimo debate sobre el desmantelamiento del Valle de los Caídos, pregúntense muchos por qué no sería también legítimo retirar, por ejemplo, las esculturas de Indalecio Prieto y Largo Caballero que adornan el paisaje de Nuevos Ministerios en Madrid (y que son dos de las fotografías que ilustran este artículo).
¡Qué gran momento para que, cuando escuchen el himno de Riego, se pregunten de dónde procede, quién fue Riego y qué hizo! (un himno que llama a los españoles "hijos del Cid", desmontando así el tópico de que fue Franco el que se atribuyó las alusiones al Campeador como símbolo de españolidad).


miércoles, 25 de noviembre de 2015

ESPARTA O EL ODIO COMO POLÍTICA

La igualdad es una cualidad producida por la iniciación.  No se da en la naturaleza, y la sociedad no sabría concebirla si no estuviera nutrida por la iniciación.  Existe después un momento en que la igualdad se aposenta en la historia, y por allí avanza hasta que los ignorantes teóricos de la democracia creen descubrirla; y la enfrentan, como su contrario, a la iniciación.
Ese momento inicial es Esparta.  Los espartanos eran fundamentalmente hómoioi, "iguales", en cuanto miembros del mismo grupo iniciático.  Pero ese grupo era el conjunto de la sociedad.  Esparta, único lugar, tanto en Grecia como en la posterior historia europea, donde la totalidad de la ciudadanía constituye una secta iniciática.
Abrevados en la fuerza, más en su principio que en su despliegue, no tardaron en olvidar y despreciar cualquier otra bebida de inmortalidad: impacientes hacia cualquier ciencia del cielo ("no pueden soportar los discursos sobre los astros y las vicisitudes celestes" observaba molesto Hipias); indiferentes a la poesía, "los espartanos parecen ser, de todos los hombres, los que menos admiran la poesía y la gloria poética" (Hipias).  Su actitud hacia cualquier forma, hacia cualquier arte, hacia cualquier deseo es la que tienen hacia la música: volverla en primer lugar inocua, y después útil.
Fueron los primeros en entrenarse desnudos y en untarse el cuerpo, hombres y mujeres. Sus túnicas se hicieron más sencillas y prácticas.  Eran los padres funestos de cualquier funcionalidad.  Mantenían a los ilotas bajo el terror, pero estaban obligados a vivir en el terror de los ilotas.  Se paseaban con la lanza, porque a cada paso podía acecharles una emboscada, no tanto por parte de sus "iguales", sino de la de los numerosos mudos que les servían, antes de ser burlados y diezmados.
Esparta está rodeada por el ara erótica del colegio, de la guarnición, de la palestra, del penitenciario.  Por todas partes doncellas de uniforme, aunque su uniforme sea una piel tersa y reluciente.
Esparta entendió, con una claridad que la diferencia de cualquier otra sociedad antigua, que el auténtico enemigo era la superabundancia que pertenece a la vida.  Las dos ominosas argucias de Licurgo, que preceden e inutilizan cualquier ley, imponen únicamente no escribir leyes y no admitir el lujo.  Ésta es quizá la prueba más deslumbrante de laconismo que nos dispensa Esparta, si no queremos considerar así las torvas moralidades que nos han transmitido.  Aquí, por el contrario, se advierte realmente el maligno aliento del oráculo: la prohibición de la escritura y del lujo es suficiente para significar la condena de todo lo que el control no puede aferrar.
"A leer y a escribir aprenden en los límites de lo indispensable".  En cualquier esquina de la vida, como un carcelero insomne, Licurgo había encontrado el demasiado, para destrozarlo antes de que creciera.  Los espartanos sólo podían advertir la abundancia en un único momento: cuando los flautistas entonaban el ritmo de Cástor, respondía el peán, y una hilera compacta, con las largas melenas sueltas, avanzaba.  Espectáculo solemne y terrorífico: era la guerra, el momento en que el dios estaba en el Estado y en el individuo, único momento en que las normas permitían a los jóvenes arreglarse la cabellera y adornarse con armas y mantos.
De igual manera que Platón dice que el dios disfrutó porque el universo había nacido y se había movido con su primer movimiento, también Licurgo, complacido y satisfecho por la belleza y la grandeza de su legislación, ahora realizada y actuada, deseó dejarla inmortal e inmutable para el futuro, en la medida de la previsión humana".  El demiurgo Timeo compone y armoniza el mundo: Licurgo es el primero que compone un mundo que excluye el mundo: la sociedad espartana.  Es el primer experimentador sobre el cuerpo social, legítimo progenitor que cualquier caudillo moderno, aunque no tenga ímpetu de Lenin o de Hitler, intenta imitar.
Entre Atenas y Esparta la discriminación es el intercambio.  En una provoca terror, en otra fascinación.  Así se rompe la unidad de lo sagrado, en dos mitades químicamente puras.  En Esparta el oro entra, pero no sale: de muchas generaciones les llega de todos los países griegos, y con frecuencia también de los bárbaros, y no sale jamás.  Las monedas espartanas pesan tanto y son tan incómodas que no se pueden transportar.  En Atenas, "amiga de los discursos", la palabra fluye espontáneamente; es un arroyo que irriga todos los capilares de la ciudad.  En Esparta, jamás se le aflojan las riendas a la palabra.  El moralismo laconizante no se forma sobre las graves sentencias que resumen su saber, sino sobre la decisión de tratar la palabra como enemiga, primera exaltadora del excedente.  Esparta es un artificio para crear el máximo freno del intercambio y la máxima fijación del poder.  Esto explica la atracción que siempre, hasta el tardío Las Leyes Platón sintió por Esparta.
Fue mérito de los espartanos haber sido los primeros en reconocer en qué medida el orden social está basado en el odio, y que sólo sobre la base del odio puede perdurar.  De eso sacaron unas consecuencias: iguales e intercambiables en el interior, formaban una superficie durísima hacia el exterior.  Y en el exterior permanecía la masa (tò plêthos) que no se ilusionaba (como los atenienses) con seducir y manejar.  "Entre los espartanos, los que saben pensar mejor consideran que no es una política segura cohabitar con aquellos contra los que se han cometido las más graves ofensas. Su manera de proceder es completamente distinta: en su interior se ha establecido la igualdad y aquella democracia que es necesaria para quienes quieren  asegurarse una continua unidad de intenciones.  Al pueblo, por el contrario, lo han instalado en las afueras, reduciendo a la esclavitud sus almas no menos que las de sus siervos." (Platón).
"A los que matan, los espartanos los matan de noche; de día no matan a nadie", escribe Heródoto.
Los espartanos venían con perfecta lucidez todas las atrocidades que hacían sufrir a los demás.  Jamás pensaron que sus víctimas pudiesen olvidar los daños que les infligían. Era preciso, entonces, mantener el terror como condición normal; y éste fue su gran invento: conseguir que el terror fuera percibido como normalidad.  Isócrates, el puro ateniense, se enfada: "Pero ¿de qué sirve extenderse sobre todas las violencias que sufre la masa? Basta nombrar la mayor de las iniquidades, incluso dejando de lado todas las demás.  Entre todos aquellos que desde el comienzo han sufrido afrentas horribles, y que en las circunstancias actuales siguen mostrándose útiles, los éforos tienen permiso para elegir todos los que quieran y darles muerte sin juicio; mientras que para los demás griegos, incluso matar al más malvado de los siervos es un crimen a expiar".  Los éforos son altos burócratas; no destacan por su gran pensamiento (méga phroneîn) como los individuos eminentes y temidos de Atenas. A cambio, en cualquier momento pueden matar sin una palabra de justificación a cuantos quieran de la masa anónima de los ilotas.  De este modo, la utilidad pública podía reclamar sus víctimas con la misma orgullosa perentoriedad con que había solido exigirlas el dios.  Y si el dios se servía de adivinos o de la Pitia, que hablaban en hexámetros o con imágenes oscuras, la pólis se contentaba con un aparato menos solemne.  Le bastaba la opinión, aquella voz pública, móvil y asesina, que cada día serpenteaba por el ágora.
Es una tétrica ironía de la Historia que la imagen de la virtud, en lo que tiene de más rígido y odioso, haya permanecido asociada a Esparta.  Como si los Iguales hubieran preferido la dureza de la ley a cualquier otra cosa  y por eso se hubieran encontrado sosteniendo una fama ardua, antipática, aunque, sin embargo, grandiosa.
Los espartanos habían inventado algo diferente, que fue mucho más eficaz: difundir por fuera la imagen de la virtud y de la ley como poderosa arma de engaño, mientras que por dentro les eran más indiferentes que a los demás.  Dejaron la elocuencia a los atenienses, con un guiño, porque sabían que precisamente aquellos elocuentes serían los primeros en caer en la nostalgia de la sobria virtud espartana; que los espartanos, en cambio, sólo utilizaban como un útil artificio para confundir y debilitar al enemigo. No sorprende que en Esparta no quisieran extranjeros y que defendieran tanto el secreto de lo que ocurría en sus territorio. De este modo pueden crear su propia leyenda y transmitirle al mundo que la imagen más poderosa de la indiferencia a la injusticia no la dan los tiranos, animales de la pasión, sino los fríos éforos, los guardianes supremos del secreto de Esparta.

martes, 24 de noviembre de 2015

LO QUE ALGUNOS NO CUENTAN DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

En 1788, las dificultades financieras del gobierno francés, sumadas a la negativa de la Asamblea de notables a renunciar a sus exenciones fiscales, obligaron a Luis XVI a convocar los Estados Generales. Éstos tenían como misión controlar la creación de nuevos impuestos o la subida de los ya existentes para superar la crisis. La política absolutista de los dos anteriores monarcas (Luis XIV y Luis XV) había prescindido de ellos por no necesitarlos, pero ahora tocaba apretarle el cinturón al país.
Durante la convocatoria de los Estados Generales, un tal Sièyes publicó un librito titulado ¿Qué es el Tercer Estado?, en el que aventuraba un posible cambio político centrado precisamente en el citado estamento. Así, cuando los Estados Generales se reunieron en Versalles el 4 de mayo de 1789, los representantes del Tercer Estado decidieron desafiar las votaciones por estamentos, lo cual implicaba una transformación esencial del modelo político. El gran protagonista de esta maniobra fue un hombre llamado Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau. Mirabeau capitaneó la transformación del Tercer Estado en una Asamblea Nacional con poderes legislativos. Luis XVI no reaccionó ante el desafío y el impasse fue aprovechado por Camille Desmoulins, quien condujo a las turbas a París hasta la cárcel de La Bastilla el 14 de julio de 1789. Este episodio, que sería idealizado y convertido en todo un símbolo del pueblo sublevándose ante la tiranía, fue en realidad mucho más decepcionante de lo que muchos piensan todavía hoy. En La Bastilla sólo había cuatro presos y la sangre que derramaron las turbas fue en su mayoría la de no pocos inocentes que tuvieron la desgracia de cruzarse en su camino. De lo que no cabe duda es de que Francia estaba viviendo un proceso abiertamente revolucionario.
Como en todo proceso de estas características, no tardó en crearse una fuerza armada leal. Así fue como nació la llamada Guardia Nacional a las órdenes de La Fayette, un ex combatiente de la Revolución Americana. En octubre de 1789 Lafayette se dirigió a Versalles y persuadió a los reyes para que abandonaran el palacio real y se trasladaran a París "para acercar a los monarcas al pueblo". En realidad su intención no fue otra que poner a Luis XVI y a María Antonieta al alcance del populacho.
Durante los meses siguientes, tanto Mirabeau como La Fayette representaron su papel esencial en un proceso que, teóricamente, estaba conduciendo a Francia por un sendero constitucional semejante al británico. Pero no era así. En el verano de 1790 se produjeron diversos motines en distintas guarniciones donde los soldados se quejaban de la disciplina militar. Inicialmente, el marqués de Bouillé, encargado por la Asamblea de acabar con aquella situación, recurrió a las promesas. Sin embargo, al final no tuvo más remedio que poner orden deteniendo a algunos de los sublevados y ejecutando a veinticuatro de ellos. La ocasión fue aprovechada por los miembros más radicales de la Asamblea para debilitar la posición de Mirabeau, y fue ahí cuando salieron reforzadas las dos figuras que con más vehemencia se oponían a la consecución de un sistema político como el inglés: los revolucionarios Marat y Danton. Marat no creía en el parlamentarismo británico; abogaba por un cambio político mucho más radical.
En abril de 1791 tuvo lugar la muerte de Mirabeau y la revolución se radicalizó todavía más. En junio, Luis XVI y María Antonieta intentaron huir de Francia, pero fueron capturados en Varennes cuando se encontraban a menos de un kilómetro de la frontera. El 17 de julio se celebró en el Campo de Marte una manifestación popular contra la monarquía. Un año después, el 20 de junio de 1792, las turbas irrumpieron en las Tullerías, donde estaba recluida la familia real, y obligaron al rey a ponerse en la cabeza el gorro rojo, símbolo del radicalismo revolucionario. El sector más extremo, los jacobinos, vio entonces llegado el momento de proclamar la República, por lo que hicieron un llamamiento a Marsella para que les enviara un cuerpo de voluntarios con los que respaldar un pronunciamiento definitivo. Los soldados, al mando de François Joseph Westermann, llegaron a París entonando un himno compuesto por Rouget de Lisle titulado Chant de l'Armée du Rhin, hoy conocido como La Marsellesa. El 10 de agosto, los voluntarios marselleses asaltaron las Tullerías y llevaron a la familia real a la prisión del Temple. Al día siguiente, la Asamblea declaró depuesto al rey y, jornadas después, proclamó la ansiada República.
En contra de lo que se podía esperar, en lugar de paz y concordia, vino al país una represión desencadenada por los revolucionarios contra todos aquellos individuos considerados por ellos sus enemigos. Se trató de la búsqueda y exterminio de segmentos enteros de la sociedad. Por ejemplo, el 2 de septiembre, los revolucionarios irrumpieron en la prisión de la Conciergerie y asesinaron a varios aristócratas, así como a otros supuestos "enemigos" de la Revolución. Podemos decir que todo el que no comulgase con el más radical extremismo fue sistemáticamente represaliado en medio de un auténtico océano de sangre. Aparece en este momento el artefacto inventado por el doctor Guillotin, no sólo para aliviar los sufrimientos de los condenados a muerte, sino también para optimizar el rendimiento de los cadalsos implementando su capacidad de ejecuciones.
Felipe, duque de Orleans y primo de Luis XVI se había vinculado con la Revolución desde su estallido. Fue elegido diputado a la Asamblea nacional y se unió a los jacobinos, el grupo más radical. Acto seguido renunció a su título nobiliario y adoptó el nombre de Felipe Igualdad.
En enero de 1793, el gobierno revolucionario decidió someter a Luis XVI a un proceso, acusándolo de traición (peculiar cargo si tenemos en cuenta el comportamiento de los revolucionarios con respecto al sistema establecido a lo largo de los últimos cuatro años). El proceso se desarrolló ante los más de setecientos diputados de la Convención, la cual había sustituido a la Asamblea nacional. A la tercera semana de aquel mes, la Convención encontró al rey culpable por 426 votos a favor y 278 en contra. Cuando se discutió la pena que debía imponérsele, 387 votaron a favor de la muerte y 314 propusieron la cárcel (entre los partidarios de la pena capital estaba Felipe Igualdad, por cierto). Llegados a este punto, un diputado propuso diferir indefinidamente la ejecución de Luis XVI. La propuesta fue derrotada POR UN SÓLO VOTO DE DIFERENCIA: el de Felipe Igualdad. El 20 de enero se presentó una moción favorable a ejecutar al rey de manera inmediata y por 380 votos a favor frente a 310 en contra, Luis XVI fue guillotinado al día siguiente.
Tras la muerte del rey en la guillotina tuvo lugar una espectacular persecución religiosa, una represión terrible en la Vendée y el periodo del Terror. Ningún monarca europeo había cometido jamás semejantes excesos ni tampoco realizado ejecuciones sumarias ni encarcelado a tantas personas. Pero la Revolución tampoco concluyó con el establecimiento de un sistema político concebido sobre términos de libertad, igualdad y fraternidad, como muchos suponen. Su consumación fue más bien una dictadura militar que acabó encarnada en Napoleón Bonaparte.

Por todo esto que les he contado, cuando un profesor universitario (que sabe perfectamente cuál fue la verdadera historia de la Revolución Francesa) se mete a político y realiza afirmaciones como las del vídeo de abajo para adoctrinar a las masas, uno se siente, cuando menos, preocupado.


martes, 17 de noviembre de 2015

VIVIR DE ESCRIBIR

Todos vivimos de algo, la mayoría de nuestra inutilidad. Los que practicamos el destajo, que no otra cosa es escribir, porque ninguna otra suerte se nos permite e ignoramos toda la zángana teoría de los subsidios y reivindicaciones, de previsiones, jubilaciones y ayudas, no tenemos más remedio que agudizar nuestro instinto de pervivencia y, para no dejar mal a nadie, procurar luego irnos de este mundo sin alborotar demasiado. Hay que tener un poquito de elegancia en este mundo tan inelegante.
El dinero de los oficios liberales viene siempre por añadidura y diríase que por casualidad, y nunca como premio a una persecución. Muchos oficiantes de la cosa, por no verlo así, no salen de pobres en su vida y, claro, al final se ponen de muy mal humor y se dedican a cultivar la, para ellos, reconfortadora insidia.
Cuando un lector tiene un libro en sus manos, pongamos LA FELICIDAD VACANTE, desconoce cuántos meses de documentación llevan sus páginas, cuántas horas de escritura y cuántos años de aprendizaje del autor.
Por eso, cuando se habla de best-seller, a un servidor se le asoma la sonrisa a los labios. ¿Cuántos dinero hay que ganar para, dividido entre todo el tiempo que llevó la perpetración de la obra, sacar de promedio un salario que hoy se consideraría digno? ¿De qué vivía el autor antes de publicar su obra, mientras la escribía?
Yo me considero un currela más, un paleta del oficio que he elegido o que me ha elegido a mí, que nunca lo sabré. Pero si un oficio, el que fuere, se ejerce con cariño, eso sí lo sé, se hace rentable solo. Sin embargo, y eso también lo he visto, si el oficio se lastra de cálculo y de supuesta conveniencia... al final ni se come. Y el que no come tiene a menudo la tentación de no dejar comer a los demás; ya se sabe la historia del Perro del Hortelano, no la vamos a reproducir aquí.
El dinero es la mercancía del cambista, pero no la del creador. El dinero, para el creador, no es la herramienta ni el bien producido por la herramienta, sino el fruto, quizá silvestre, que se le brinda en premio a su aplicación y para que pueda pagar las facturas y seguir creando con dignidad.
Todas las vocaciones son buenas o pueden serlo, pero no son intercambiables.
No os creáis lo que os cuentan: los creadores somos bestias de condición monótona que jamás nos cansamos de repetirnos. Lo único que poseemos es nuestro entusiasmo y la ilusión de que las cosas nos salgan lo mejor posible. No nos mueve el veloz dinero del azar, sino una necesidad que escapa de nuestro control. Sabemos mejor que nadie que el dinero es un concepto tan abstracto que en todos los presupuestos, hasta en los del Gobierno, siempre falta un 20 por ciento.
Cada cual pasa por este bajo mundo con sus aficiones y sus inclinaciones, también con sus servidumbres; y aquí no vale resistirse. Uno prefiere ganarse el pan escribiendo porque, cuando probó ejercitarse en otros menesteres, acabó siempre escaldado y con el rabo entre las piernas (que es donde mejor debemos tener los hombres el rabo, por otra parte, pero no cuando nos perrean).
La escritura es un entretenimiento bienintencionado y, os garantizo, ejercitador de la paciencia. Tiene sus condicionamientos y sus servidumbres, es verdad, pero da satisfacciones y, vivido con honradez y prudencia, da mucho equilibrio y mesura, mucho aplomo y fundamento. Lo importante es llevar uno su oficio con dignidad y modestia. No es prudente precipitar trances ni hacer oposiciones a la posteridad o a la gloria eterna. No funciona.
Con vocación y buena voluntad se pueden hacer cosas muy bonitas, sí, pero necesitamos que las compréis para pagar la factura de la luz y bajar al súper a comprar la mortadela. De otros es la fama pregonada a los cuatro vientos y los pecados jolgoriosos y tumultuarios. No os lo creáis. Hay que ayudar al buen orden mental de los eternos tomadores del rábano por las hojas y a los confundidores de lo que fuere con las témporas. Los gustadores de no llamar a las cosas por su nombre forman hoy legión: esto es un oficio como otro cualquiera y su finalidad última es comer. Esto es un oficio del que no sabe hacer nada mejor.
Por favor, lectores, no recurráis a la piratería. Destilad un poco de sensatez y pensad en que los autores también tenemos un instinto de conservación. Cuando me llega un mensaje de alguien que se congratula con algo mío que ha descargado piráticamente porque "no tiene dinero" a mí me duele. Amigo o amiga: yo te lo regalo, pero no le des de comer al que nada hizo salvo robarme el pan. Y piensa por un instante: si pudiste descargarlo gratis, algo más llevaría el archivo que bajaste; algo que yo no puse ahí y que quizás sea un troyano que te levante las claves del banco para dar de comer a la familia del que perpetró ese portal de internet que te resulta tan útil como a mí nocivo.
Seamos todos respetuosos con el trabajo ajeno y así nuestras conciencias encontrarán la paz.
Dicho lo cual, te recomiendo que adquieras mi último libro AQUÍ. Léelo y luego ya me cuentas qué tal. Pero no me quites el pan, no es necesario: yo estoy dispuesto a compartir el mío contigo.

domingo, 15 de noviembre de 2015

CONDESCENDING WONKA O EL SACRAMENTO DE LA ATROCIDAD

El arcano 22 del Tarot de Marsella nos muestra un hombre joven vestido como un bufón. Dicen de él que es un peregrino o un vagabundo que busca un lugar donde encajar. Porta en su eterno viaje un saco a la espalda; un saco donde algunos estudiosos aseguran que guarda todos sus dolores y pesares. También lleva un bastón en forma de rama que le conecta con la tierra que pisa. Hay un detalle curioso que nunca se ha explicado satisfactoriamente: un fiero perro le muerde, le ataca y le rasga las vestiduras; ¿es acaso la rabia?
El arcano 22 del Tarot de Marsella es el Loco.
En la Historia de la Humanidad, hemos pasado de ser locos masivos a ser locos individuales. Estamos tan adocenados que ya no necesitamos que nadie nos enseñe a superarnos en nuestras tonterías, pues hemos aprendido a alimentar nuestra propia idiocia solitos. Los miedos ya ni siquiera son los atávicos, hasta tal punto nos hemos embrutecido. Y a Dios ni se le espera. 
Hablo de las redes sociales, esa párvula herramienta concebida como un medio globalizador de conciencias y que ha acabado en fiasco; esa vitualla de nuestro ego que nos deja siempre con más hambre de figurar; esa piruleta dulzarrona y adictiva que diabetiza nuestros egos al mismo tiempo que cimenta nuestras frustraciones y saca otras que antes ni siquiera teníamos. Las redes sociales, sí, son las distintas provincias del País de la Piruleta y en ellas hemos levantado nuestros altares paganos para celebrar a diario el sacramento de la atrocidad y el Candy Crush. Me refiero a los vehementes opinadores de la ignorancia que en lugar de aprovechar su inteligencia para echar agua con el fin de apagar el fuego, persisten en echarle fuego al agua para ver si así la apagan. ¿Qué terrible complejo de superioridad les ha picado a algunos, que incluso ven idiotas a todos los que no comparten sus ideas? Autodesmitifiquémonos, señoras y señores.
Esa cosa tan española de los caprichos instantáneos nos está ofreciendo una vez más un lamentable panorama sobre la capacidad intelectual reinante. Y es que hemos encontrado algo que es para nosotros como una religión, como aprender a respirar otra vez: las redes sociales y la posibilidad camaleónica de escondernos tras un avatar para idealizarnos a nosotros mismos y templar las frustraciones metabólicas de nuestro instinto sintiéndonos monos pensantes.
Vivimos tiempos de zozobra. Tiempos que hace cuatro lustros eran previsibles, pero que al parecer todos los listos de las redes no supieron adelantar para ponerse ellos mismos a resguardo.
Me viene a la cabeza una anécdota patética que se remonta al mes de septiembre del año 2001: un hombre de mediana edad, profesional de la docencia, padre de familia y con las mismas taras y virtudes que cualquier ciudadano de a pie hacía la siguiente reflexión sobre el atentado de las Torres Gemelas: "Yo me alegro. Ya era hora que los americanos probasen su propia medicina. Les está muy bien empleado". Este señor medía las dosis de pastillas salutíferas de una nación por sus cadáveres. Este señor ya habitaba en el mundo condescendiente de la fábrica de chocolate antes de que existiesen el guasap, el féisbuc y el tuiter. Este señor era un imbécil con balcón y trienios acumulados. Este señor era, en fin, otro más.
Luego llegaron los atentados de Atocha, y claro, la culpa fue de España por haberse metido en una guerra ilegal y en un sitio en el que no se le había perdido nada (que se lo expliquen a las familias de los que iban aquella mañana a la Fácul o al trabajo en los trenes-cercanías). Argumento simplista: qué fácil es gobernar para los que no gobiernan. Aun a sabiendas de que por estas dos últimas frases ya me acabo de adjudicar la etiqueta de "facha" (qué desgastada está esa palabra en las Españas y qué devaluada por los que la eructan), sí que me apetece hacer un par de puntualizaciones nada retóricas.
En España hemos vivido durante más de tres décadas la lacra del terrorismo de ETA. Nuestra memoria es muy corta, pero yo todavía recuerdo cómo en los años ochenta, cuando descerrajaban un tiro en la cabeza de un concejal de pueblo, de un policía de aldea, de un transeúnte que por allí pasaba o de un profesor de universidad saliendo del trabajo, siempre había alguien en ciertas latitudes de nuestra geografía que afirmaba: "algo habrá hecho". Y yo siempre me pregunté qué habían hecho, ¿Qué hay que hacer para merecer un ajusticiamiento por la espalda?. Me preguntaré siempre qué hizo Irene Villa y, además de la compra, qué hicieron las víctimas achicharradas por los etarras en el Hipercor de Barcelona. Parece mentira que sea precisamente en España donde carguemos el arma de nuestras reflexiones con las postas de determinados axiomas infantiles, simplistas y, por encima de todo, idiotas. Que no sepamos nuestra Historia tiene un pase porque cuatro décadas de sistemas educativos nefastos (con la colaboración necesaria de los funcionarios de la cosa) tienen necesariamente que surtir efecto. Pero lo del lavado de memoria... eso no tiene perdón. ¿Algo habíamos hecho los españoles para que nos volasen por los aires en Arturo Soria con un coche bomba? Ah, vale, pues entonces vamos a seguir con el argumento y a ver a dónde nos lleva. 
Hay gente que cuando abre la boca para hablar parece que le truenan los ventisqueros de las nalgas. Es inútil entrar en razón con ellos. En estos tiempos en los que los medios de comunicación no tienen oyentes-lectores-televidentes sino afiliados, el esfuerzo no merece la pena. Hace escasas jornadas, un pollo de mi misma edad me explicaba meticulosamente y con todo lujo de razones la antigüedad de un territorio que conozco bien y su supremacía sobre el resto debido a que fue el primer estado parlamentario de Europa. Yo me encogí de hombros y le respondí: "Oye, ¿sabías que el Parlamento de León nació en el siglo XI, cincuenta años antes que el británico, para controlar el gasto público y para evitar que el poder político no gastase lo que no tenía?". Obviamente, mi interlocutor me miró como si me hubiese sacado un bacalao del bolsillo de la chaqueta. Pero el que estaba equivocado, lo admito, era yo: no tiene sentido hablar para que la gente no te entienda.
Sin embargo, lo que está fuera de toda duda es que la incultura produce ignorancia, la ignorancia lleva al sentimiento de inferioridad y éste, irremisiblemente, al miedo. Eso y que todos ellos juntos conducen al odio, que es un aliento muy fuerte; tanto que hasta nos da fuerzas para andar. Cuando, a raíz de los cruentos atentados terroristas de París, contemplo cómo las redes sociales se llenan de personajes que cuestionan la actitud meramente educada y solidaria de quienes tratamos de compartir su luto y solidarizarnos con el sufrimiento de sus ciudadanos (que son conciudadanos nuestros), y argumentan sus postulados haciendo comparanzas con Siria, Palestina, la guerra de Irak y otros batiburrillos de informaciones inconexas, uno siente lástima por el grado de desidia que hemos alcanzado. El mensaje subliminal, claro es, indica que si Francia ha sido atacada es porque ésta a su vez atacó al Estado Islámico. Añaden que si el Estado Islámico existe, esto se debe a que fue creado como respuesta a la desidia perpetrada por países occidentales (entre ellos España) en su territorio. "Su territorio", curiosa expresión cuando procede de unos europeos que durante dos siglos utilizaron África y Oriente Medio como un pazo en el cual hacían y deshacían a su antojo, ponían y quitaban y perpetraban toda serie de desmanes. ¿A quién pertenece un territorio? ¿Cómo podemos ser tan condescendientes con nosotros mismos para intentar tener la conciencia tranquila? Y, sobre todo, ¿qué canastos tiene eso que ver con los muertos de Hipercor, del Charlie Hebdo o de la sala de fiestas de París?
Las redes sociales dichosas... ¿pensamos o nos piensan? He ahí la cuestión.
Hagamos memoria. Prometo no irme a la Guerra del Opio ni al Congo Belga, pues sería inútil. Vayámonos a los años 80 del siglo XX. ¿Alguien recuerda cómo se acabó con el Apartheid en Suráfrica? ¿Alguien guarda memoria de cuál fue el punto de inflexión que provocó el boicot a los productos de ese país por parte de Inglaterra? ¿A que no? Preguntar esto sería como interrogarnos sobre qué fue de aquellos bidones de residuos nucleares que eran arrojados a las aguas del Atlántico y que allí siguen, debajo de los bancos de bacalao y de los dulces cetáceos, soltando quizás una radioactividad que nos está atrofiando el cerebro. De aquello sólo guardamos una memoria colectiva: que Greenpeace existe y que hay que proteger el medio ambiente. Y nos sentimos muy concienciados, ufanos y pimpantes, muy concienciados, vaya; tanto que todos tenemos aire acondicionado en casa, aspiramos a un vehículo de mayor cilindrada y poseemos un montón de cachivaches que funcionan con pilas de litio (ese litio que viene de Afganistán).
¿Pensamos o nos piensan en este mundo de la piruleta condescendiente?
Hay quien dirá que ahora el condescendiente y resabiado soy yo. Nada más lejos. Estoy planteando una pregunta en voz alta. Yo soy el primero que a veces me pregunto si todas las ideas, creencias, hábitos y deseos que habitan mi cerebro se han originado realmente allí o los ha plantado alguien para guiar mis pensamientos del modo que mejor se acomoden a sus intereses. Y es que, el problema de las creencias es que están muy vinculadas a los sentimientos. Para mí mismo soy un misterio, por lo tanto este artículo es sólo una reflexión y si estoy resultando prepotente, pues pido disculpas.
Yo, lo admito, he cambiado varias veces de ideas a lo largo de mi vida. No soy el mismo que hace veinte años, no tengo las mismas convicciones que hace cinco y, desde luego, he cambiado mucho en los últimos doce meses. Por eso me sorprende que de repente haya tanta gente que sepa tanto de Palestina, del Sáhara, de África, de Golfo Pérsico y de tantos lugares. Me sorprende especialmente porque yo dedico muchas horas al día a estudiar la historia y tardo muchísimo tiempo en llegar a mis propias conclusiones. ¿Acaso discurrir sea precisamente mi error? Ahora lo que toca es atiborrarse con la información que nos echan al comedero para confundirla con nuestro propio criterio.
¿Quién necesita discurrir sobre la realidad?
¿Quién precisa discurrir sobre la fina línea que separa el genio de la locura?
Quizás recuperar los ecos de los hombres que fuimos o que un día aspiramos a ser sea una quimera inalcanzable. Pero lo inalcanzable simboliza un desafío, no un obstáculo. Deberíamos intentarlo. Pero para eso tenemos que ser aprendices de nosotros mismos y dejar de ser cómplices de lo que nos pasa. Y es que por la vida hay que ir dejando huellas, no cicatrices.
Tal vez en el fondo todos nos hayamos convertido ya en el vigésimo segundo arcano de nuestro propio Tarot.
Por cierto: mientras el lector canta el umpa-lumpa, recomiendo que se informe sobre el mensaje fonético que contiene la expresión "Condescending Willy Wonka".


sábado, 14 de noviembre de 2015

ORIGEN DE LA MARSELLESA

Por los himnos populares puede conocerse el carácter de los pueblos e identificar su historia, pero a veces la historia de los himnos tiene una épica digna de contarse.
A principios de la Revolución, cuando Luis XVI gobernaba a la sombra de una Constitución que sólo reconocía exteriormente, La Carmañola, con sus estrofas ligeras,  fue el canto revolucionario con el que el pueblo atacaba al monarca y a su odiada esposa María Antonieta. En realidad se trataba de un cántico desvergonzado con el que la gente se desahogaba injuriando, pero que carecía de contenido idealista.
Después vino La Marsellesa como el rugido de un esclavo; y a continuación llegó Ça irá, más vengativa y catastrofista, que parecía la banda sonora de la propia guillotina. Estos tres himnos sintetizan las tres épocas de la gran Revolución. La Carmañola fue el canto del pueblo indignado que aún creía en el constitucionalismo y respetaba a sus reyes, pero que depositaba sus esperanzas en la Asamblea Nacional reunida en Versalles. La Marsellesa es el himno de la victoria o muerte, el rugido que lanza la nación persuadida por aquel trueno elocuente llamado Danton; y el Ça irá es el himno de la Convención, fría, fatal y gigantescamente cruel.
De estos tres himnos los franceses sólo han conservado el segundo, compuesto por Rouget de L'Isle, músico, poeta y soldado. ¿Cómo se gestó? Pues fue allá por 1792, cuando el pueblo se moría de hambre y el alcalde de Estrasburgo, Dietrich, le ofreció a Rouget la última botella de vino que le quedaba en casa a cambio de un himno que inflamase el entusiasmo de los soldados que iban a marchar a las fronteras. Se dice que Rouget pasó la noche esperando a las musas y tratando de llenar los pentagramas con las sílabas poéticas de esas vagas armonías que se le venían a la cabeza, indecisas como neblinas de sueño. Dicen que el corazón compuso más que la propia mano y que la obra fue componiéndose a saltos y adquiriendo cuerpo al mismo tiempo en música y letra. Y llegó el amanecer y las primeras notas de la melodía ya estaban compuestas. El soldado poeta la tituló Canto del ejército del Rhin, pero cuando quinientos republicanos marselleses llegaron a París para derribar la monarquía el 10 de agosto, entonaron el himno, todavía desconocido, en su marcha por los caminos del país, y esto bastó para que el pueblo, siempre ingenioso, la bautizase inmediatamente con el nombre de Marsellesa.
La cara oscura de esta historia tan poética es que la pieza sólo le trajo disgustos a su compositor. Su propia madre le dirigió una misiva en la que le preguntaba: "¿Qué himno es ese que canta una horda de bandidos al atravesar Francia y al cual va unido nuestro nombre?". Tras el reproche materno, vino la ingratitud de la propia República con el artista. Rouget, que era girondino, al caer este partido en desgracia, fue condenado a muerte y tuvo que huir por las montañas del Jura, departamento donde había nacido.
Cuando, ocultándose tras los peñascos, trepaba hacia las cumbres, abandonado de los hombres y confiando únicamente en Dios y en sus propias fuerzas, vio a lo lejos, en el fondo del valle, un grupo de hombres con fusiles y gorros rojos que marchaba en su persecución. De pronto, una ráfaga de viento llevó hasta sus oídos un canto que le hizo palidecer, deteniendo su paso. Fijó más su atención, y las notas de aquel himno, aunque debilitadas por la distancia, despertaron en su memoria el doloroso eco de la ingratitud. La República le perseguía cantando La Marsellesa. Este sarcasmo, dicen, le hizo caer en el suelo desfallecido y con lágrimas en los ojos. No obstante logró escapar. Rouget sobrevivió a la Revolución, muriendo pobre en la segunda década del siglo XIX y dejando escritas otras composiciones que ya nadie recuerda.
Como podemos ver, la Libertad tiene sus ironías y sus panteones, donde moran las sombras de los grandes hombres que por ella trabajaron. C'est la vie...


miércoles, 11 de noviembre de 2015

DOS TESTIMONIOS DEL SIGLO XVIII SOBRE LAS CORRIDAS DE TOROS


"Viviría mil años, pensaría en ello todos los días, no concebiría jamás lo que puedan hallar de atrayente, de soberbio, a esa horrible lucha. Todo en ella indigna; los toreros producen horror, los toros causan pena. Un hombre es de piedra, su corazón está forrado de piedra, si sus ojos no se llenan de agua al mirar a doce o quince asesinos matar a sangre fría a un pobre animal al que un trapo pasado por la boca, una mordaza sujeta a las narices, quita los medios de defenderse, de derribar, hasta de ver al que lo mata.
Lo que completa la atrocidad de esa lucha desigual son las aclamaciones, los transportes, los gritos de un gentío inmenso. Son los aplausos, los pataleos de veinte mil manos, de veinte mil pies, tan pronto como el toro, sofocado de rabia, herido de muerte, se tambalea, cae, muge los últimos suspiros, se revuelca, se agita, se estira, se incorpora, vuelve a caer, se envara, pierde su sangre sobre el polvo, donde los perros, o los niños, o los falsos toreros se disputan entre ellos la gloria de acabarlo.
Y las mujeres, que tiemblan a la caída de una hoja; las mujeres, a las que la picadura de una avispa, de una abeja, de un moscardón, arranca lágrimas; las mujeres, que se desmayan al oler un ramo que lanzan gritos al ver un relámpago, una oruga, un ratón, un saltamontes, asisten a esas luchas, clavan los ojos en un animal que sufre, en un animal que sangra, en un animal expirante, parecen contar sus heridas, sus mugidos, sus crines, sus gotas de sangre y lamentan cuando expira el que no se agite y no sufra más.
Ahí tenéis las corridas de que hablan tanto; ahí tenéis esas luchas que varios Papas, que varios reyes han querido abolir cien veces, pero siempre inútilmente, pues siempre el pueblo se ha reunido, ha amenazado, y a menudo para tranquilizarlo ha sido preciso condenar a muerte a cuarenta, cincuenta, sesenta toros."

Marqués de Langle (1717-1804). Viaje de Fígaro a España (1784)


"Las vi por primera vez en Cádiz. Es un espectáculo bárbaro y salvaje por el que los españoles están muy apasionados. La primera corrida me produjo mucha impresión: vi a uno de esos desgraciados que excitan al toro ser sorprendido, lanzado al aire, volver a caer, ser cogido y lanzado de nuevo; le vi sacar de la arena casi muerto. La segunda no fue fatal más que para los caballos: hubo cinco o seis de ellos despanzurrados sobre la plaza. El sitio en donde se celebran esas especies de carnicería es una suerte de circo y de anfiteatro reunidos que contienen cerca de diez mil espectadores; la de Sevilla es bastante grande para recibir al doble. El redondel es vasto y los palcos están llenos de hombres, de mujeres y de muchachas algunas veces interesantes; pero no quisiera que fuesen allí a ejercer su sensibilidad. Mi sorpresa era el ver a esas muchachas seguir con los ojos al matador y mirar la ancha herida que hace con su espada, las convulsiones del toro, su rabia expirante, la sangre que se mezcla a la espuma y que sale a torrentes de su boca; y ese espectáculo, debo confesarlo, tiene momentos sugestivos y soberbios. Un fiero toro que se precipita en la arena, aguijoneado, ensangrentado desde los primeros golpes, sin cesar atacado por tres picadores, rodeado de sus enemigos, que para ponerse al abrigo de sus furores no tienen más que una ligera capa de seda. Ese toro mugidor, enfurecido, espumeante, arañando el suelo con su pata, envolviendo su cabeza en la tela que ha servido de defensa a sus golpes, se presenta en las actitudes tan nobles, tan pintorescas, que no es posible evitar el seguir sus movimientos, incluso el tomar en cierto modo partido por él contra los hombres de barro y de sangre que lo rodean. Sí, concibo las aclamaciones y los gritos de alegría de la muchedumbre; concibo esos aplausos repetidos, todos esos pañuelos que se agitan y revolotean en los aires, esos pataleos que hacen resonar el anfiteatro cuando el toro se lanza sobre su picador, destripa al caballo, tira lejos al jinete y, orgulloso de su victoria, se aparta en un abrir y cerrar de ojos para buscar otra nueva.
¡Qué hermoso es ese animal altivo y animoso! Es el héroe de la obra, y cuando es bravo, interesa; los hombres que le atacan no son hombres. En la arena las cualidades se confunden y el más bravo es aquel que merece ser aplaudido; pero la sangre chorrea; se acostumbra, pues, uno a ver sangre. He nacido con una singular antipatía por todo lo que lleva la idea de la pena, de la sangre y del dolor; mi corazón desfallece ante la sola idea de ello y mi imaginación me ha hecho sufrir los golpes que oía contar. Durante la segunda corrida, mis ojos veíanse retenidos por ese espectáculo, mi antipatía perdía su fuerza y me costaba trabajo volverla a encontrar después del último toro. Definitivamente las corridas embrutecen a quien las contempla."

Jean F. Peyron. Nuevo viaje en España en 1772-1773

martes, 10 de noviembre de 2015

LOS QUE OPINAN SOBRE CATALUÑA LOS FRANCESES DEL SIGLO XVIII

Tiene uno por manía, cuando las cosas se ponen simpáticas en las Españas, de apagar la televisión y dejar a los tertulianos-periodistas hablar de sus cosas para el pueblo soberano y sumergirse en lecturas antiguas para ver cómo opinaban los tertulianos de antaño sobre los temas que ahora nos preocupan, si es que los hubiere. Y eso me ha pasado con Cataluña y su secesión.
Sin ánimo de generar opinión a favor o en contra de los bandos, pues no es tarea de alguien como yo, sí que me permito reproducir textos que he encontrado, siquiera a modo constatativo. Creo que son interesantes de leer.

Relato publicado por J. Thernard en el número 78 de la Revue Hispanique (abril de 1914), cuyo manuscrito se conserva en la Biblioteca Mazarino (anotación 1910) y que contiene la experiencia política, histórica y moral del ignorado viajero que visitó España en la segunda mitad del siglo XVIII:

"La capital es Barcelona. Es una ciudad cuyo comercio es muy floreciente, llena de manufacturas de toda especie, de riquezas, de lujo y de placeres y muy bien fortificada. No hay ninguna comparación entre esta ciudad y Madrid en cuanto a la distracción, las artes, la utilidad y la industria. Verdad es que tiene la ventaja de un puerto de mar bastante bueno. Lérida, Tortosa, Tarragona, Palamós, Ampurias, Rosas y Urgel son grandes ciudades, ricas, fuertes y pobladas. La frontera de Francia, sobre todo, está erizada de plazas y son las únicas que mantienen bien; entre otras, el castillo de Figueras, cuando esté acabado, será una de las mejores plazas de Europa; trabajan allí con el mismo encarnizamiento que si los franceses amenazasen una ruptura próxima.
El carácter de los catalanes es orgulloso y republicano. Son enemigos mortales de los castellanos y de la monarquía; son valientes, de buena fe en la amistad, pero extremadamente coléricos y vengativos. Los miqueletes, que son los montañeses catalanes, son la mejor infantería ligera de Europa; tiran perfectamente y se baten bien, pero hacen la guerra con inhumanidad. Son altos, animosos, tallados vigorosamente, el rostro enjuto y moreno; en general son hombres guapos. Les gusta con entusiasmo el vino, el juego, la danza, las mujeres; son enemigos de la disciplina militar, legal y eclesiástica, y no son susceptibles de fanatismo más que por la libertad. Pueden, en caso de necesidad, estando bien gobernados, con las solas rentas de su provincia y sin el auxilio de los extranjeros, sostener un cuerpo de ejército de cuarenta mil hombres para su defensa.
El carácter nacional y la disposición de esta provincia han ocasionado en todos los tiempos un enlace muy fuerte entre los portugueses y los catalanes, cimentado por su odio común contra los castellanos. Es una buena política el mantener siempre esa disposición, porque a pesar de que Cataluña esté tranquila, sumisa, cubierta de plazas fuertes y bien guarnecida de tropas, sin embargo, si la necesidad de la guerra llamase a los españoles a Portugal y se vieran obligados a desguarnecer esta provincia, podrían ver triunfar los acontecimientos más extraordinarios y los menos concertados en apariencia, con las reglas de la prudencia humana, de la parte de un pueblo violento en sus pasiones, que no respira sino furor, odio, rebeldía, libertad, que toma las armas en veinticuatro horas y no las abandona sino después de haber vertido arroyos de sangre. No se pueden anticipadamente hacer combinaciones seguidas sobre esa revolución, pero la Corte de España debe siempre tener puestos sus vigilantes ojos sobre la disposición de las cosas y temer dar ocasión a ello por su negligencia. La ventaja de ligarse con los catalanes es de toda seguridad para la Corte de Lisboa. No tiene necesidad de darles ni tropas ni dinero; no precisa más que enviarles en el momento de la revuelta algunos oficiales seguros, sabios, inteligentes y que puedan disciplinarlos y sostener su resolución mientras los portugueses hacen una diversión sobre Extremadura, León y Castilla.
Los catalanes parecen muy sumisos; sin embargo, quizás jamás hayan estado tan cansados y tan descontentos de su Gobierno. La muerte del viejo marqués de Las Minas, al que temían mucho por su severidad, puede perjudicar mucho a España si no es reemplazado en ese mando por el conde de Aranda, el único de ese país bastante firme y bastante justo para gobernar ese país difícil. El marqués de Castelar valdría aún mejor por tener mucho talento, pero es demasiado viejo. El porvenir hará nacer en Cataluña momentos semejantes a los que allí se han visto; España arriesgará mucho si Portugal se sabe aprovechar de ello."

Guillaume Manier, sastre picardo, elabora un delicioso diario de su peregrinaje a Compostela en 1726. El galo, acompañado de Jean Hermand, Antoine Vaudry y Antoine de la Place, decide aprovechar el desplazamiento para, cumplida su peregrinación, atravesar el norte peninsular y dejarse caer por Barcelona. Publicó sus impresiones en 1736, aprovechando las notas que tomara durante el periplo. Su Carta II dice así:

"Comienzo por la ciudad en donde me encuentro (Barcelona). Es hermosa, rica, grande y bien poblada, situada en una llanura encantadora. Sus atractivos están realzados por multitud de casas, cuyo conjunto forma un golpe de vista que no es indiferente. Las calles son anchas, rectas y pavimentadas con grandes piedras: las iglesias son magníficas, las plazas espaciosas, y sobre todo la de San Miguel y la del Mar, en donde se ven las fuentes que componen su adorno, al mismo tiempo que contribuyen a la comodidad del público. Junto a los palacios y a los conventos, hay jardines distribuidos con alguna simetría, y que la multitud de lauros y de naranjos hace siempre parecer verdes. Alrededor de la ciudad hay huertos abundantes en toda suerte de legumbres, de hierbas y de frutas excelentes. No hay aquí esa suciedad que dicen encontrarse siempre en muchas ciudades de España, ni esa dejadez, esa pereza que reprochan a los españoles. He encontrado gran número de artistas y de obreros infatigables y muy ingeniosos, especialmente en cuanto a obras de plata y de acero. Pero falta siempre la excelencia de lo acabado que satisface a los ojos y que desean ver en ello los que las compran. Todo es allí barato, principalmente los víveres, a causa de la fertilidad del terreno y de la abundancia que allí reina. Los habitantes me han parecido llenos de bondad y de amabilidad; es lo que he experimentado no solamente de parte de aquellos a quienes he sido recomendado, sino también de muchos otros; y no he visto en absoluto esa grosería que corrientemente atribuyen a los catalanes. He ido a presentar mis homenajes al virrey, el señor marqués de L.M., que tiene una gran figura. Su palacio (1) es magnífico, aunque su arquitectura no carezca de defectos. Encontré en la antecámara un gran número de oficiales, los unos para pedir gracias, los otros para sentarse a su mesa; y todos soberbiamente vestidos formaban, para ese señor, una corte de las más brillantes.
Había salido un día; paseándome por la puerta del lado del mar había ido a ver la nueva ciudad de Barcelona, que se aumenta de día en día por las nuevas casas que se construyen. Me vi verdaderamente sorprendido al encontrar los edificios tan alegres. En efecto, es un espectáculo muy agradable el de todas esas casas tan bien alineadas, pintadas de diferentes colores, y las calles todas bien distribuidas, anchas y tiradas a cordel. En medio de la ciudad hay una iglesia de tamaño corriente, cuya arquitectura es del gusto italiano, estando muy bien observadas sus proporciones; tiene majestad y está bien decorada. (...). Esta ciudad está construida a orillas del mar para la comodidad de los marinos de y los trabajos que conciernen a la Marina, a fin de que, por esa proximidad, el servicio y las operaciones que exige se hagan con más prontitud. Es al mismo tiempo un monumento glorioso para los habitantes de Barcelona, cuyo genio señalará a perpetuidad la industria, la destreza y la habilidad. (...). Mientras allí estaba pasaron religiosos que, por sus maneras graciosas, me dieron lugar a hacerles distintas preguntas acerca de la manera de cultivar estas tierras. Sus respuestas me satisficieron mucho; y lo que más me agradó todavía fue que uno de ellos, hablando con gusto el latín, tuvo la facilidad de entablar conversación, lo que no habría podido hacer en lengua catalana, que no es más que una mezcla de provenzal, italiano, antiguo lemosín y castellano."

(1) Este palacio, que había empezado el marqués de Castel Rodrigo, fue acabado en 1669 por el duque de Osuna, que era entonces virrey de Cataluña.

Jean-François Peyron, diplomático francés nacido en 1748, viajó por las Españas entre 1772 y 1773 y hace por su parte las siguientes referencias a Cataluña en su Nuevo Viaje por España o Cuadro del estado actual de la monarquía (1777-1785):

"Cataluña tiene cerca de sesenta leguas de longitud, de Levante a Poniente, y cuarenta a cuarenta y ocho en su más pequeña y mayor anchura. Tiene cerca de ochenta leguas de costa sobre el Mediterráneo. Su nombre le ha venido de los godos y de los alanos, de donde se compuso la palabra Gothalania, de la que ha venido Cataluña. Confina al Norte con los Pirineos; al Este y al Sur con el Mediterráneo; al Oeste, con el reino de Valencia y parte del de Aragón. 
(...)
Barcelona es la sola ciudad de España que anuncia de lejos su grandeza y su población; a media legua de Madrid no se podría sospechar una gran ciudad y, sobre todo, la capital de la monarquía, si no se viesen altos y numerosos campanarios alzarse en medio de una tierra árida; mientras que en los alrededores de Barcelona, una multitud prodigiosa de casas de campo, la afluencia de vehículos y de viajeros anuncian una ciudad rica y comerciante. (...) Su población está en razón de su grandeza, y su industria en nada se puede comparar con la del resto de la monarquía. Allí todo es mercantil, fabricante o negociante. La ambición y la codicia del catalán son inexpresables; encuéntranse en Barcelona tiendas de todas las artes y oficios, son ejercidas allí con más perfección que en las otras ciudades del reino. La orfebrería, sobre todo, forma allí una corporación tan rica como numerosa, y no se podría reprochar a las obras que de allí salen más que el carecer un poco de gusto, de ese gusto que es nuestra locura para nosotros los franceses y que, en general, preferimos en nuestros muebles y nuestras alhajas a la duración y a la solidez. (...) Barcelona es demasiado grande para ser fácilmente guardada y defendida; por eso ha sido tomada cuantas veces lo han querido, y el carácter altivo y rebelde de sus habitantes ha sido siempre humillado. No por eso deja de conservar un espíritu inclinado al motín, y el Gobierno trabaja, no sé por qué, en mantenérselo; no es raro oír decir a los catalanes que el rey de España no es su soberano y que no tiene otro título en Cataluña mas que el de conde de Barcelona. Sin embargo, el ministerio favorece todas sus empresas; obtienen todos los días prohibiciones y privilegios perjudiciales al resto de España, tienen en Madrid diputados ardientes en solicitar, y cuyas gestiones todas no tienen sino a procurarse un contrabando exclusivo.
(...)
Me he visto sorprendido al descubrir en las provincias que el comercio, la agricultura y las artes enriquecen, el pueblo parece ser más miserable que en aquellas en donde reina una especie de mediocridad. ¿No será que el comercio y las artes producen, naturalmente, la desigualdad de las fortunas, aumentan o atraen la población, y que, siendo más numerosos los jornaleros, son más pobres y peor pagados? Cataluña es seguramente la provincia de España que ofrece a la vista más movimiento y población; los caminos se ven allí llenos de viajeros; las mujeres, que rara vez viajan y trabajan poco en las Castillas y Andalucía, se encuentran en los caminos; parecen concurrir a los diversos desplazamientos que exigen el comercio y las manufacturas; sin embargo, los hombres y las mujeres del pueblo van allí mal vestidos, éstas generalmente sin medias y descalzas; mientras que en Andalucía, donde la miseria del pueblo es más real, hombres y mujeres parecen exteriormente gozar de más acomodo. El peor alimento y la suciedad muestran de lleno la faz horrible de la pobreza de los campesinos catalanes.

El barón de Bourgoing no fue un viajero transeúnte, sino un afanoso averiguador de las Españas entre 1779 y 1795. Sus distintos viajes y sus prolongadas permanencias en nuestro suelo le permitieron estudiar el país y sus costumbres, hasta el punto de aficionarse a ellas. Fue irreligioso y se lamenta de la expulsión de los jesuitas. Después de lamentarse de los prejuicios que alienta contra España el resto de Europa, cita a Twis y a Swinburne, así como a Townshead como defensores del país. Su ventaja sobre los autores anteriormente citados quizá sea la de haber residido algunos años y en diferentes épocas en el país que describe. No tiene desperdicio su obra, pero centrémonos en Cataluña:


"1793. No hay ciudad en España tan activa y con tanta industria como Barcelona. En ninguna parte ha sido tan sensibe el crecimiento de la población si es cierto como se asegura que en 1715 Barcelona sólo tenía 37.000 almas y a raíz del desembarco de Carlos III en 1759, eran sus habitantes 53.000. Hoy tiene 114.000. Lo que hace verosímil esta rápida prosperidad es el sinnúmero de edificios construidos desde algunos años a esta parte, no sólo en el interior sino también y sobre todo en los alrededores. Tanto es así que pocas ciudades francesas aventajan a Barcelona por el número y atractivo de sus casas de campo. Marsella no puede comparársele. Hay abundancia de extranjeros; numerosa guarnición; elementos educativos que ofrecen numerosos centros literarios; una sala de Anatomía; algunas bibliotecas públicas y un pequeño museo de Historia Natural que Tournefort aumentó con una valisoa colección de plantas levantinas. También tiene Barcelona hermosos paseos, numerosas y selectas sociedades y esa variedad de ocupaciones que presentan el comercio y la industria, etcétera, etcétera. Debemos reconocer que pocas ciudades europeas ofrecen tanto atractivo y recursos como Barcelona. Sin embargo no es, ni mucho menos, lo que podría ser.
(...)
La población de Cataluña es de almas 1.200.000. Por muy favorecida que esté porla Naturaleza, por mucho que la Industria la vivifique en general, no formaríamos una idea demasiado lisonjera acerca de esta región si la juizgáramos por su capital y sus costas. El interior contiene varias comarcas desiertas y algunas que difícilmente se librarían de su esterilidad. A pesar de las talas que a partir de Fernando VI se han incrementado por diversas razones de inmediata utilidad, sus bosques contienen aún la suficiente madera para la calefacción, para el consumo de las fábricas e incluso para la construcción de navíos, aunque recibe mucha madera de Rusia, Holanda, Inglaterra, e Italia.
(...)
Pero digamos toda la verdad. En esos accesos de furor a que incita el choque duro con una firme resistencia, en la embriaguez del triunfo se cometieron, tanto en Cataluña como en Vasconia, crueldades que denigran al espíritu recto, y que una política humanitaria debió impedir. En Eguy y en Orbaiceta, de la Navarra, y en San Lorenzo de la Muga, pocas leguas al noroeste de Figueras, España tenía fundiciones muy valiosas para sus arsenales, y los ejércitos franceses las trataron como si fuesen Portsmouth o Plymouth, sin dejar piedra sobre piedra.
(...)
Resulta doloroso ver a esta nación, España, en apariencia grave y reflexiva, más obediente que ninguna otra, ¡que la misma Francia!, a las mezquinas pasiones de los queocupan el trono y de los que le rodean. El canciller Bacon, al escribir hace ya cerca de tres siglos que los españoles parecen más prudentes de lo que son, y los franceses más de lo que parecen, calumnió a España y aduló a Francia. en efecto: ¿de cuántos caprichos fueron víctimas los españoles desde la extinción de la dinastía austríaca? ¿Y qué ventajas les reportaron las dos guerras de Felipe V, además del estéril honor de ver a su posteridad poseedora de dos pequeñas soberanías en Italia? Fernando VI, más pacífico, da su nombre a varias tentativas brillantes; pero más ávido de dinero que de gloria dejó perecer varias ramas de la Administración. Carlos III se muestra más generoso, aparentemente."