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lunes, 15 de julio de 2013

LA VERBENA DE LOS HEMATÍES

Querido Santiago:
De vez en cuando dicen que conviene hacerse un chequeo. La glucosa repta por la sangre como una bella serpiente de azúcar; el ácido úrico es un tigre fluvial con las uñas cortadas; los colesteroles arropan nuestros inviernos sin pisar la zona de peligro; las bilirrubinas, con nombre de bailarina rusa, bailan en nuestro ser con gracia de insectos o de cisnes; las fosfatasas alcalinas están en sus andamios, como material de albañilería, edificando cada uno de nuestros días durante la noche, para cubrir aguas por la mañana, y que nos sintamos bien alicatados.
Las prolactinas son como el desayuno de un colegio y todas las poblaciones de la sangre acuden a desayunarse como a través de un campo de amapolas submarinas. La testosterona libre fragua en nuestra entrepierna la flecha azul y belicosa de un orgasmo. Y la verbena de los hematíes, los globos de la hemoglobina, la tribu de los hematocritos, como unos primeros pobladores, los volúmenes corpusculares, galaxia interior que nos habita, la anisocitosis, como una reina egipcia, paseando su belleza arqueológica por entre las plaquetas, la majestad del plaquetocrito, sedimentaciones de nuestra existencia, velocidades lentísimas que nos recorren urgentes; los leucocitos con bata de médico; los eosinófilos como esclavos romanos, los basófilos que los fustigan con el látigo, los cayados como la tribu de Moisés, los segmentados, como algo de ejecutivos que negocian la vida en nuestro nombre; los linfocitos o pequeños poetas románticos y enfermizos que nos habitan, tocando la siringa; los monocitos, colegiales que salen con muda escandalera de la clínica.
Somos un panal de rica miel donde todas estas abejas del vivir trabajan sin cesar creándonos vida. Somos la abeja reina de los amarillos y alegres panales de la salud. Es costumbre descifrar el alma de uno y explicar la mal llamada vida interior. Pero a mí me parece más sencillo, más honesto, dar los análisis clínicos, que es la fauna real y la flora real de un hombre que trabaja, folla, vive, bebe y ríe.
Y es que estamos sanos de milagro. Todos flotamos en un equilibrio dramático y atroz. Pendemos de un hilo.  El cuerpo es un animal doméstico compuesto de muchos animalitos salvajes. Lo malo de la enfermedad, y todos tenemos alguna, es que nos aleja del propio cuerpo: se produce un distanciamiento entre el cuerpo y nosotros porque nos negamos a aceptar que la salud y no la vida es el verdadero milagro de la existencia.
Y encima vienen los políticos y nos privatizan la salud y los gorriones del parque.

FOTOGRAFÍA: Santiago Andreu

(en esta sección, Santiago Andreu -fotógrafo- y Francisco Gijón establecen una correspondencia artística en la que fotografías y textos se contestan creando un diálogo contractual de impresiones plásticas)




lunes, 8 de julio de 2013

EL METRO

Estimado Santiago:

Efectivamente. Para viajes los del Metro. ¿Qué te voy a contar yo, madrileño, de lo que es el Metro para mí?  Descender al Metro es sumergirse en la catacumba rauda de los tiempos.
Cuando una ciudad tiene acacias, madroños, soles provincianos, parques, ignora que tiene un intestino férreo que le corre por el alma. Pero el hombre de la calle de una gran ciudad es el mismo hombre que hay debajo de la calle.
Hora punta con toda la charcutería de las manos aferradas a la alta barra despintada. La arcilla de la vida repartida en los rostros, mecas, cansancios, risas, perplejidades, miradas y bocas de los usuarios.
Macerados de profundidad, herméticos de velocidad, obstinadamente desconocidos, mayoría silenciosa de allá arriba, nocturnidad de aquí abajo, cada cabeza con su aureola de olor, de sufrimiento, de pelo, el alma como una colonia pobre, el cuerpo, como un saco muy usado, y las flores profundas de la axila, y el orín secreto de los años.
Viajar en Metro entre un aluvión de madres, estudiantes, funcionarios y mendigos. Todo un panel de ciudad, todo un mural de caras en el vagón, humanidad al temple, color bombilla y catástrofe rauda ingerida por un gusano que recose los intestinos de la ciudad con su torpeza de hierros contra hierros.  A veces se hace la luz en el vagón cuando se te cruza la sonrisa inesperada de una muchacha, que es el sol de las profundidades con pelo de mujer traducido en una mirada cómplice.
Todo llega al Metro. Cuidado con los hombres de  mirada verde que miran a otros hombres. Niños con zarzales de pecas que miran despavoridos el bosque de piernas que los rodea. Humanidad suburbana de silencios comunicantes o de conversaciones intermitentes y desdentadas. Gente que se baja con un giro leve de perfil, que uno no sabe si es una invitación o una despedida o un hasta siempre.
El viajero del Metro sueña con una ciudad de sol y ocio a la que nunca sale, la ciudad de las estatuas y los bares es una pesadilla del hombre de allá abajo, del viajero hundido, del que va en Metro, dentro de un vagón que es un sembrado de cabezas calvas y peludas, calvas con mapa y peludas con pelambrera y brillos. Caras de resignación y el maíz violento de los inmigrantes que van a sus quehaceres sentados junto a la cebada adolescente que viene de la Fácul.
No, la ciudad no existe, la ciudad es una mentira. La ciudad es una locura, una invención, una esperanza. La sueñan desde allá abajo los que van en Metro, ánimas de purgatorio en túnel, justos en multitud, limbo húmedo, catacumba veloz. Las arterias del metro llevan la corriente sanguínea de la población urbanita. No existimos. Sólo nos sueña, desde lo profundo, un hombre silencioso que va en Metro a alguna parte.



FOTOGRAFÍA: Santiago Andreu

(en esta sección, Santiago Andreu -fotógrafo- y Francisco Gijón establecen una correspondencia artística en la que fotografías y textos se contestan creando un diálogo contractual de impresiones plásticas)


lunes, 1 de julio de 2013

LA BORREGA

Querido Santiago:

Es sabido que llega el verano y con él las vacaciones. Darán inicio los desplazamientos de los pocos supervivientes a la crisis que todavía se puedan permitir cambiar de aires por unos días. Aparecerán en los arcenes perros abandonados y las gasolineras ancianos olvidados por las familias. El rito vacacional consiste en una suerte de éxodo multitudinario de una población aborregada que muchas veces hace las cosas porque es lo que toca. Somos borregos de las circunstancias.
Pero no sólo durante el estío nos comportamos como tales. Hay muchos tipos de borregos y de borregas. Te voy a hablar de una en concreto que conocí no hace demasiado tiempo.
Veintipocos años, belleza deslizante, esbelta, una armonía encantadora, sedante, excitante, incitante... completamente falsa.  Conozco bien a esa raza: postadolescentes que han amanecido al mundo de la cultura y, mientras van a la Fácul, quieren conocer a los famosos del oficio de las artes, especialmente a los maduros.  Un novio así supone una baza completa: fama, protección, lujo, prestigio, dinero más o menos indirecto.  No son jóvenes prostitutas. Son chicas listas que han elegido el atajo del maduro, mejor que el estudiante esforzado de su edad, con el que sólo van a las hamburgueserías a llenarse la tripita de colesterol, y luego a los aseos de la discoteca a follar un poco, con más resignación que ganas.
Su único pecado es la impaciencia. Curiosa palabra "pecado". Creo -no me hagas caso-que la palabra pécora, que quiere decir oveja, viene de ahí o etimológicamente guarda algún tipo de relación; por algo será.  Supongo que lo que estoy contando no me ha pasado solamente a mí, que lo mismo ocurre en el cine, el teatro y todas estas profesiones liberales y algunas otras.  Hay la que va a trabajar en serio y la que va a ligar al jefe (para veinte años más tarde denunciarle por acoso sexual). Estas chicas tienen mucha calle y son peligrosas. Se les nota en la precisión de los gestos, en la decisión de las actitudes, en el cálculo afinadísimo con que llevan un supuesto y aun no nacido romance. No son personas deslumbradas por "el maestro", ni mucho menos. Buscan medrar o presumir o ambas cosas.
Cuando no logran su objetivo, que es casi siempre, aflora en ellas la fiereza que alternan con la caricia. Comienzan a impacientarse. Incluso el deslumbramiento por sus víctimas (¿víctimas?) puede haber sido cierto en algún momento. Pero acaban pasando del deslumbramiento como farsa, como comedia, como negocio, como transacción. Porque ocurre que el maestro, además de serlo, paga continuamente cosas: comida y bebida, coches y copas. Son ellas las que primero te cogen las manos, las que te besan en primer lugar o pegan sus muslos contra los tuyos. Si tuviesen quince años y no diecinueve o veinte, no habría cojones a convencer a un juez de que las inductoras son ellas.
Me gustan estas criaturas, tienen su gracia, pero su encanto se va disipando a medida que uno descubre su automatismo, el argumento de la función, el papel que representan. Yo he conocido varias y conoceré más. Las redes sociales son tremendas para estos acosos que no le dejan a uno trabajar en paz.  Si te pillan en una charla o dando clase es todavía peor. Un amigo lo llama "el efecto tarima".
El caso es que una de estas borregas medrantes te pilla en un día tonto y acaba buscando pasar la noche contigo en la calle, de bar en bar, con un vago porvenir de cama que a lo mejor luego no es tal. Hijas mías. De modo que uno tiene que acabar ignorando cuanto antes sus ganas de juerga, meterlas en un taxi y dejarlas en casa de sus padres. Las hay que aprovechan para comer o cenar por la filosa a tu costa -y cómo comen las tías, como perras hambrientas-, y guardarse el dinero que les manda la familia para comprarse tangas y pintamorros color sobrasada.  En mi caso ellas advierten mi cortés desencanto.  Te regalan el pañuelo que llevan al cuello, incluso te lo anudan al pescuezo diciendo que te queda bien (el pañuelo es una mierda, claro).
A lo mejor hasta se irían a la cama con uno, todo entra en el precio, o, por mejor decir, en las facturas de los restaurantes. No son putas. Son liberadas. Nada espontáneas y muy concretas. Es una pena: sin espontaneidad no hay aventura, aunque haya cama. Al final uno las despide con buenas palabras y falsas promesas y tira el pañuelo por la ventanilla del coche, en la autovía de vuelta a casa. Se lo lleva el viento como un murciélago muerto.
Son lobas con piel de borrega perfumadas de feromonas que, pobrecitas, sólo tratan de aprovecharse de nuestras vanidades y de un exceso de imaginación que a veces nos nubla la vista.

FOTOGRAFÍA: Santiago Andreu

(en esta sección, Santiago Andreu -fotógrafo- y Francisco Gijón establecen una correspondencia artística en la que fotografías y textos se contestan creando un diálogo contractual de impresiones plásticas)