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jueves, 26 de noviembre de 2015

LO QUE NO SE CUENTA SOBRE LA PROCLAMACIÓN DE LA SEGUNDA REPÚBLICA

Las tres primeras décadas del siglo XX significaron para España una suma de intentos para modernizar el sistema parlamentario, así como la conjunción de una serie de esfuerzos encaminados a aniquilarlo y sustituirlo por diversas utopías. Pero para perpetrar cualquier cambio sensible de esta índole siempre hace falta gente preparada, culta y que se coordine entre sí para llevar a cabo sus propósitos. En estos tiempos conspiranoicos en que vivimos no es extraño encontrar gente que piensa que por encima de los gobiernos de casi todas las naciones hay una "mano negra" que mueve los hilos que manejan los brazos y las bocas de los gobernantes que elegimos en las urnas. Curiosamente son los mismos que no están dispuestos a aceptar una conspiración en la sombra encaminada a cambiar el sistema político español tras el desastre de 1898. Me refiero, claro está, a la masonería.
Quiero dejar claro que no propugno en absoluto la idea de las conspiraciones masónicas o judeomasónicas de las que tanto se habló en todo el mundo desde el falso documento de los Protocolos de los Sabios de Sión en los albores del siglo pasado. No obstante, desvincular la masonería de la proclamación de la Segunda República sería ignorar una realidad.
La masonería estuvo situada en España entre las fuerzas antisistema, lo mismo en las filas del anarquismo (Ferrer Guardia) que del socialismo del PSOE (Vidarte, Llopis...), lo mismo que en las de los republicanos (Lerroux, Martínez Barrios) que en las de los catalanistas (Companys). Tanto durante la Semana Trágica de 1909 como en la frustrada Revolución de 1917, los masones representaron un papel antisistema que perseguía la desaparición de la monarquía parlamentaria. A finales de los años veinte, el número de políticos e intelectuales que ingresaron en la masonería fue considerable. En la enseñanza destacaron, entre otros, Fernando de los Ríos, Demófilo de Buen, Antonio Tuñón de Lara, Rodolfo Llopis, futuro secretario general del PSOE, o Ramón y Enrique González Sicilia; en el periodismo, Joaquín Aznar, Ramón Gómez de la Serna, Antonio Lezama, Luis Araquistáin o Mariano Benlliure; y en la política, Vicente Marco, Eduardo Barriobero, Álvaro de Albornoz, Marcelino Domingo, Daniel Anguiano, Alejandro Lerroux, Eduardo Ortega y Gasset, Fermín Galán o el general López Ochoa.
Poca gente hoy en día, ni siquiera los defensores a ultranza de la República Española, han oído hablar del militar Ángel Rizo. Es una pena. Ángel Rizo nació en Madrid el 6 de junio de 1885. En 1906 era alférez de navío y en 1922 se inició en la Logia Aurora de Cartagena. Cuatro años más tarde conocería a Benjamín Balboa, telegrafista de la Armada y masón como él, quien tendría un importantísimo papel en el aplastamiento de la rebelión de julio de 1936 en la marina. Rizo deseaba favorecer el estallido de una revolución que acabara con la monarquía parlamentaria y para ello era consciente de que el establecimiento de logias en la marina (las "logias flotantes") tendría una importancia especial. La idea de trepanar las fuerzas armadas con logias masónicas no era nueva en España, de hecho constituyó la causa de no pocos de los no pocos enfrentamientos civiles a lo largo del siglo XIX que conoció nuestro país. Pero a finales de los años veinte, Rizo aspiraba más bien a emular las organizaciones conspirativas que en la marina rusa habían conducido al derrocamiento del zar.
El brazo derecho de Rizo era el capitán maquinista Sarabia, primo del comandante Sarabia que, junto a Zamarro y Merino, organizaría el golpe de Estado de septiembre de 1929. Precisamente del 8 al 11 de septiembre de 1929, en el curso de la VIII Asamblea Simbólica, y a petición de Rizo, se analizó la creación de logias flotantes que favorecieran el control de la Marina, y en junio de 1930 Diego Martínez Barrio le autorizó a hacer "prosélitos masones exclusivamente entre el personal subalterno de la Armada". Poco después de recibir esta autorización, Rizo sería trasladado de Cartagen a Vigo, donde creó la Logia Vicus 8, así como otras en Pontevedra, Marín y Ferrol.
Es curioso que este personaje pase tan desapercibido entre los muchos nostálgicos de la Segunda República cuando fue precisamente él quien ideó el Pacto de San Sebastián que permitió la unión de las fuerzas republicanas y que constituyó el núcleo del gobierno provisional de la Segunda República. El Pacto de San Sebastián significó la configuración de un comité conspiratorio oficial destinado a acabar con la monarquía parlamentaria y sustituirla por una república. Algunos de los participantes en la reunión del 17 de agosto de 1930 fueron Lerroux, Azaña, Domingo, Niceto Alcalá Zamora, Miguel Maura, Carrasco Formiguera, Mallol, Ayguades, Casares Quiroga, Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos... En definitiva prohombres que conformarían unos meses después el primer gobierno provisional de la flamante y recién estrenada República.
La conspiración republicana comenzaría a actuar desde Madrid a partir del mes siguiente en torno a un comité revolucionario presidido por Alcalá Zamora. Un conjunto de militares golpistas, republicanos, así como un grupo de estudiantes de la F.U.E. (Federación Universitaria Escolar) capitaneados por Graco Marsá. En términos estadísticos, no obstante, el movimiento republicano quedaba reducido a una minoría, ya que la suma de afiliados de los sindicatos UGT y CNT apenas alcanzaba al 20% de los trabajadores y el PCE, nacido unos años atrás como escisión juvenil del PSOE, era minúsculo.
En diciembre de 1930, a Rizo se le encargó la misión de impedir cualquier reacción contraria a una posible proclamación de la República en los próximos meses. Las logias flotantes cumplieron perfectamente su cometido. De hecho, el famoso 14 de abril, los hombres de la Escuadra Ferrol (3.500 efectivos) estaban en Cartagena y se manifestaron por sus calles a favor de la República. Desde ese momento, el control que la masonería tendría sobre la oficialidad de la Armada (penetrándola o fiscalizándola) era casi absoluto. Ángel Rizo acabaría siendo diputado de Izquierda Republicana y director general de la Marina Mercante en justo premio a sus servicios.
En diciembre de 1930, el comité republicano fijó la fecha del día 15 para dar el definitivo golpe militar. El hecho de que los oficiales Fermín Galán y Ángel García Hernández decidieran adelantarlo al 12 del mismo mes sublevando la guarnición militar de Jaca tuvo como consecuencia que pudiera ser abortado por las autoridades. Juzgados los cabecillas en un consejo de guerra y condenados a muerte, el gobierno acordó no solicitar el indulto y ambos fueron fusilados. Se convirtieron en los primeros mártires de la República. De todas formas, el acordado intento de sublevación militar se llevó a cabo el 15 de diciembre en Cuatro Vientos. Al frente del mismo estaban Queipo de Llano y Ramón Franco. Pero esto no cambió en absoluto la situación. El levantamiento fue nuevamente atajado y los miembros del comité conspiratorio huyeron (Indalecio Prieto), fueron detenidos (Largo Caballero) o se escondieron (Lerroux y Azaña).
Sin embargo, imbuídos por una desconcertante actitud buenista, la clase política de la monarquía constitucional quiso optar por el diálogo con los sujetos que deseaban su fin. Buen ejemplo de ello es que cuando Sánchez Guerra recibió del rey Alfonso XIII la oferta de constituir gobierno, lo primero que hizo éste fue personarse en la cárcel Modelo para ofrecer a los miembros del comité revolucionario encarcelados sendas carteras ministeriales. Con todo, el que el sueño republicano se convirtiera en realidad no iba a deberse a la voluntad popular sino a una curiosa mezcla de miedo y falta de información. La ocasión sería la celebración de unas elecciones municipales.
A pesar de lo afirmado tantas y tantas veces por la propaganda republicana, las elecciones municipales de abril de 1931 ni fueron un plebiscito ni existía ningún tipo de razón para interpretarlas de ese modo. Su convocatoria no tuvo carácter de referéndum, como tampoco de elecciones a Cortes Constituyentes. Tampoco fueron un triunfo electoral republicano. De hecho, la primera fase de las elecciones municipales celebrada el 5 de abril se cerró con los resultados de 14.018 concejales monárquicos y 1.832 republicanos, pasando a control republicano únicamente un pueblo de Granada y otro de Valencia. Con esos resultados, ninguna de las fuerzas antisistema hizo referencia a un plebiscito popular. Cuando el 12 de abril de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones, volvió a repetirse la victoria monárquica. Frente a 5.775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22.150. A pesar de todo, los políticos monárquicos, los miembros del gobierno (salvo dos), los consejeros de palacio y los dos mandos militares decisivos (Berenguer y Sanjurjo) consideraron que el resultado sí era plebiscitario y que implicaba un apoyo extraordinario para la República, así como un auténtico desastre para la monarquía. El hecho de que la victoria republicana hubiera sido urbana -como Madrid, donde el concejal del PSOE Saborit hizo votar por su partido a varios millares de difuntos- pudo contribuir a esa sensación casi tanto como el temor de que los republicanos pudiesen dominar la calle.
La noche del 12 al 13, el general Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia Civil, dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento contra la monarquía, dato que los dirigentes republicanos supieron inmediatamente gracias a los empleados de Correos adictos a su causa. Ese conocimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales explica que cuando Romanones y Gabriel Maura -con el expreso consentimiento del rey- ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a Cortes Constituyentes, éste no sólo rechazara la propuesta sino que exigiera la marcha del monarca antes de la puesta de sol del 14 de abril. La depresión que sufría Alfonso XIII, quien no había podido superar la muerte de su madre, las algaradas organizadas por los republicanos en las calles, el espectro de la Revolución rusa que había asesinado, por órdenes expresas de Lenin, a toda la familia del zar y el deseo de evitar a toda costa una confrontación civil acabaron determinando el abandono del rey de España, el final de la monarquía parlamentaria y la proclamación SIN RESPALDO DEMOCRÁTICO de la Segunda República.
Queda entonces claro que la proclamación de la República fue una suerte de golpe de Estado por parte de fuerzas antisistema, las cuales, por cierto, distaban mucho de compartir unos mínimos objetivos dado que no dejaban de ser un pequeño número de republicanos disonantes: dos grandes fuerzas obreristas -socialistas y anarquistas- que contemplaban la República como una fase previa hacia la utopía que debía ser alcanzada a la mayor brevedad posible; los nacionalistas catalanes, que ansiaban desmontar la unidad nacional y se precipitaron a proclamar la República Catalana y el Estat Català; y una serie de pequeños grupos radicales de izquierdas que acabarían teniendo un protagonismo notable, como era el caso del partido comunista. Además, carecían de preparación política y económica para enfrentar los retos que tenía ante sí la nación; adolecían de un virulento sectarismo político y social que no sólo excluía de la vida pública a considerables sectores de la población sino que también plantearía irreconciliables diferencias entre ellos. Y, por si fuera poco, el éxito de su conspiración parecía legitimar de arriba abajo lo que había sido un comportamiento profundamente antidemocrático desarrollado durante décadas. Las represalias no tardaron en llegar, obviamente.
En eso y no en otra cosa consistió la proclamación de la Segunda República. Ahí están los datos objetivos para quienes quieran verlos, discutirlos o meditar sobre ellos. Una vez más, como en la Revolución Francesa, tenemos un caso de élites intelectuales que hacen uso del control de las masas para adulterar la realidad y vender sus comportamientos antidemocráticos como un avance en beneficio del pueblo. Que la monarquía de Alfonso XIII precisaba de una reforma en profundidad hacia un parlamentarismo auténticamente democrático está fuera de toda duda, pero que las cosas no fueron como muchos las cuentan, también. Esto no pretende justificar la dictadura del general Franco que vino después, ni siquiera explicarla, pero sí aclarar que hay cosas que las partes interesadas no cuentan porque no quieren que el público las conozca ya que tergiversar e idealizar la parte del pasado que a cada cual conviene no es práctica exclusiva de un bando, sino de todos cuando tienen algo de qué avergonzarse.
Es por ello que, cuando escuchen el legítimo debate sobre el desmantelamiento del Valle de los Caídos, pregúntense muchos por qué no sería también legítimo retirar, por ejemplo, las esculturas de Indalecio Prieto y Largo Caballero que adornan el paisaje de Nuevos Ministerios en Madrid (y que son dos de las fotografías que ilustran este artículo).
¡Qué gran momento para que, cuando escuchen el himno de Riego, se pregunten de dónde procede, quién fue Riego y qué hizo! (un himno que llama a los españoles "hijos del Cid", desmontando así el tópico de que fue Franco el que se atribuyó las alusiones al Campeador como símbolo de españolidad).