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lunes, 19 de enero de 2015

LAS AVENTURAS DE PINOCCHIO, de Carlo Collodi

La más bella idea de entre todas las que se encuentran dentro de las Aventuras de Pinocchio, aflora en las primeras líneas del libro.  Dentro del sencillo trozo de leña destinada a la chimenea del maestro Cereza, está escondida "una vocecilla sutil sutil" que se lamenta por el dolor o ríe por su bienestar intrínseco. ¿De dónde sale esta voz de madera? ¿Quién es este espíritu, este elfo irreverente e irrespetuoso que vaga dentro de la imaginación metafísica del cuerpo inerte? No tenemos respuesta.  Sólo una cosa es cierta: Pinocchio vive, tiene una psicología y unos sentimientos intrínsecos incluso antes de que Geppetto comience a esculpirlo y le ponga nombre.  Sin haber puesto jamás un pie sobre la tierra, posee una experiencia verosímil sobre la vida misma: sabe lo que es el trabajo, el ocio, la vida del vagabundo, la infancia y la vejez.  De este modo ningún lector se sorprende por los personajes que irá encontrando, desde el Comefuegos, hasta el grillo parlante, pasando por el pollito apenas salido del huevo o el gato y el zorro.  Son familiares desde el comienzo, si bien apenas son desconocidos, como si existiese entre éstos y el lector una complicidad secreta o una información cuya fuente permanece ignota y sólo se justifica a través de la lectura del propio libro.
Poco después de ser alumbrado en el taller del maestro Cereza, Pinocchio disfruta de su primera encarnación.  El canto sutil, burlesco o triste que le da vida tienen un cuerpo, una nariz, un aspecto, un vestido y una personalidad dentro del mundo de las marionetas.  Incluso hasta el final del relato una diferencia insuperable lo mantendrá alejado del lector.  Mientras que todos conocemos en el alma cuando sucede en el cuerpo, nos dejamos arrastrar por la melancolía y otras sensaciones propias del género humano.  Pero Pinocchio tiene un cuerpo que no lo abarca ni lo sujeta.  Sus pies se prenden fuego y se carbonizan sin causarle sufrimiento y los largos cuchillos de sus asesinos se doblan contra su espinazo de leña, duro como su mente cabezota.
Y precisamente porque no le pertenece, el cuerpo de Pinocchio ignora las debilidades de la materia y cae en cuantas tentaciones le ofrece la fantasía infantil.  ¿Qué otra cosa puede hacer un muñeco que ha caído en el mundo real de los humanos? ¿Real?  Tiene dos opciones a seguir: tratar de parecerse a los humanos o resistir a las leyes de la existencia reivindicando las características diferenciales que le son propias, sus automatismos y sus paradojas que, en palabras de Kleist, reproducen la gracia de Dios.
No se trata de reivindicar a Collodi como un autor romántico ni mucho menos.  Pero al menos por una vez en su vida, afloran ideas más que románticas en su imaginario muñeco que, protagonista de su historia, aullando o llorando (que tanto da) se resiste contra los dictámenes del hada que quiere transformarlo en un monstruo que daría miedo: en un ser humano.
Pinocchio elige el primer camino.  Renuncia voluntariamente, a pesar de ser una marioneta, a reivindicar su propia naturaleza: los saltos, las cabriolas, las carreras vertiginosas.... En él, duro y testarudo, existe una tendencia increíblemente fuerte que lo induce a convertirse en un magnífico escolar, en un perro guardián, en un asno incomparable y en un niño bueno, siempre sin renunciar a su propia esencia. ¿Se puede pedir más?
Pero la maravillosa fantasía de Pinocchio es más fuerte que él: es romántica, subalterna y lo reduce a los límites de la pura realidad al mismo tiempo que él se resiste a aceptarlos.  No hay voces ni intuiciones que lo saquen de su camino.  Su imperante deseo afectivo lo sumerge, como a cualquier otro niño, dentro de los estrechísimos límites de la realidad, siempre a la búsqueda de un padre y de una madre.  Pocas cosas son más poderosas en él que la imperiosa necesidad de crearse un pasado junto a Gepetto, a pesar de haber vivido con él apenas unas horas o de lanzarle cariñosos besos al hada que lo acompaña.
Pero al inicio del decimosexto capítulo, Las aventuras de Pinocchio cambian de tono.  Esa realidad limitada de la limpia y pobre Toscana agrícola, llena de personajes sin escrúpulos, de policías y de timadores crueles recibe, en medio de un bosque, la visita de una aparición: el Hada de las fábulas antiguas, la inmortal Señora de los Animales, la Reina de las Metamorfosis, la Tejedora del Destino. Como es obvio, el hada esconde su identidad y se le aparece a Pinocchio en forma de una hermana-madre educadora, tan querida en la tradición romántica.  No importa que la palabra Dios no aparezca en todo el libro, como tampoco es relevante la carencia de figuras paternas.  La sonriente figura maternal ocupa sin rivales el horizonte que se superpone sobre los advenimientos terrenales.
Apenas entre en escena, el Hada hace suyo el relato y prepara suertes, diseña aventuras y crea sucesos. Y mientras se esconde o se transforma, obliga al protagonista a transformarse a su vez. Y si sus aventuras hasta el momento habían sido casuales y erráticas, comienzan ahora a adquirir el sesgo de una iniciación.  Como en tantos relatos simbólicos, un instante antes de la última meta, el pecado más grave de la existencia interrumpe el lento ascenso de Pinocchio, quien en la noche tétrica que envuelve la tierra escucha las palabras tentadoras de Lucignolo y se va con él al país de las tartas donde se convierte en un asno.  Después será vendido por veinte monedas, tirado al mar y ahogado.  Engañado sin piedad y en el abismo de la muerte, arrojado como una piedra al mar de la vida, Pinocchio vuelve a encontrar la luz, pues es liberado por la gracia del Hada, que envía un banco de peces para devorar su cuerpo de burro.
Pinocchio se salva y está gozoso de haber recuperado su antigua forma natural, pero para transformarse completamente, debe renunciar a sí mismo.  Todo sucede  en otra noche iluminada por las estrellas y la luna llena.  Pinocchio toma a su padre de la mano, sale de la garganta del tiburón, nada con Gepetto a sus espaldas y alcanza la tierra firme.  Allí cuidará amorosamente al padre enfermo, trabaja duro y ahorra algo de dinero.  ¿Quién podría reconocer en este muchacho tenaz y laborioso la criatura de madera nacida en una lejana noche de invierno? Ahora Pinocchio es el dueño de su propio destino.  Y es así como, recompensado por los méritos que ahora posee de verdad, Pinocchio se convierte en "un niño de bien".
Quisiera puntualizar que en cualquier historia de iniciación, la última metamorfosis puede llegar a través de alegorías oscuras.  Muchas iniciaciones son ascensos y caídas reiteradas, ya que implican renuncia.  Y un dato que se le suele escapar al lector de Las Aventuras de Pinocchio es que cuando éste se convierte en un niño, el más acuciante de sus deseos no llega a realizarse: permanece huérfano.  Quizás otro escritor más débil y sentimental que Collodi habría terminado transformando al Hada en una madre terrenal, pero aquí no sucede.  El Hada se le aparece por última vez al niño en un sueño y después se aleja para siempre en una desaparición que nadie llora y que luego cae en el olvido.
Todos tenemos una imagen idealizada por Disney de este personaje, pero si hay un motivo por el que he de recomendar su lectura es precisamente el que acabo de exponer aquí.  Estamos ante una obra oscura, iniciática, tenebrosa y con un final tan dramático como su propio desarrollo que no permanece para nada ajena a ciertas alegorías religiosas que a todos nos son familiares.