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jueves, 15 de enero de 2015

DRACULA, DE BRAM STOKER

En 1897, mientras Oscar Wilde abandonaba la prisión de Reading, otro irlandés, Bram Stoker ve publicada su novela de terror gótico Drácula, la cual se convierte casi de inmediato en un éxito de ventas.  Y aunque no sería hasta 1983 que esta obra sería incorporada a la biblioteca de clásicos de la Universidad de Oxford, no cabe duda de que la construcción de la novela, que empieza en un paisaje romántico en el que un aristócrata cultivado recibe en su decadente castillo rodeado de un paisaje solitario y umbroso al joven Harker con la frase "Entre usted libremente y por su propia voluntad" y acaba en otro victoriano, estaba destinada a cautivar desde el primer momento a todos los públicos durante generaciones; y no es para menos, pues la obra reúne no pocos elementos que, bien mezclados, abocan la historia al inevitable éxito.
Drácula ve la luz en una época y un país muy familiarizados con las corrientes espiritistas de la segunda mitad del XIX.  Su estructura epistolar, la indudable sensualidad subyacente entre tanto castillo, tanto cajón de tierra transilvana y tantas visitas nocturnas para succionar alevosamente cuellos femeninos (obsérvese que el vampiro sólo se alimenta de sangre de mujeres jóvenes y virginales, mientras que cuando sus víctimas pasan al estado de "no vivas", lo hacen de plasma infantil; eso no es casual y responde a la mentalidad de la época: que las "vampiresas" se hubiesen dedicado a asaltar caballeros ingleses por la noche hubiese sido del todo escandaloso para la época). Esos factores, digo, unidos a la desarrollada complejidad psicológica de sus protagonistas y al escrupuloso respeto de los estereotipos básicos de la época con licencias las justas para el desarrollo de la narración dotan a la historia de un ritmo delicioso, una construcción exquisita y un color extraordinariamente atractivo para el lector.
Se dice que Stoker se basó en dos obras fundamentales para desarrollar la suya.  La primera sería la historia de la condesa húngara Erzsébet Báthory quien, según la leyenda, bebía y se bañaba en sangre de mujer, allá por los albores del siglo XVII, para conservar su juventud.  La segunda sería un relato anónimo alemán llamado El extraño misterioso, que llegaría en la década de los sesenta a Inglaterra con todo el desarrollo fundamental de las principales características de los vampiros.
Lo cierto es que la temática del vampirismo no era desconocida por el gran público cuando Drácula vio la luz, pero una serie de factores desconcertantes quizá la hicieron especialmente evocadora para el lector cuando fue publicada.  Si la observamos desde un prisma distinto al que cualquier reseña nos contaría, entenderemos que Drácula es la historia de una espeluznante amenaza sanitaria que se cierne sobre la sociedad londinense y los valores que ésta representa; una amenaza cuyo origen es, insisto, sanitario, pero tan complejo que trasciende los umbrales de la religión y confronta a ésta con la ciencia hasta el punto de que obliga a los hombres que la han de combatir a unir la fe religiosa con la científica para vencer el mal que los acecha.  Un aristócrata pasa cientos de años en su castillo de los Cárpatos acumulando obras en inglés y mapas de Londres para aprender el idioma y diseñar minuciosamente su plan de inocular su propio mal, el de no estar ni muerto ni vivo, pues carece de alma, a los ingleses.  Para ello, se sirve de unos intermediarios financieros para adquirir varias casas estratégicamente seleccionadas en los cuatro puntos cardinales de la ciudad del Támesis.  Su enlace será Jonathan Harker, un joven que irá a visitarlo al castillo y que vivirá la más traumática y terrorífica de las experiencias en compañía del conde, quien lo utilizará principalmente para mejorar su fluidez oral en el idioma de Shakespeare.  Estamos, pues, ante un plan minuciosamente elaborado que, sin prisa pero sin pausa, busca la conquista y exterminio de todo lo conocido y su sustitución "por contagio" por una sociedad en la que los seres humanos carecerían de alma y no hallarían la paz ni encontrarían nunca a Dios. El advenimiento de este ser de características divinas y esotéricas es incluso percibido y anunciado por el paciente del doctor Seward, el zoófago señor Renfield, quien se convierte en una especie de San Juan Bautista del conde Drácula.
La novela, por su parte, conoció en sus primeros años ediciones que iban precedidas de un cuento terrorífico, El huésped de Drácula, en el que Harker ya se lleva un buen susto en Múnich, antes de alcanzar los Cárpatos. Recomiendo su lectura si, como a mí, le dio la sensación al leer Drácula que su primera página parece algo inconexa y como continuadora de otras que alguien arrancó.  Terminaremos diciendo que Drácula también tiene su secuela en Drácula, el no muerto, escrita por Dacre Stoker, sobrino bisnieto de Bram, y en la que por cierto aparece la antedicha condesa Báthory.
Para no extendernos más, concluiremos este artículo afirmando que Drácula merece pertenecer a nuestros clásicos imprescindibles por ser una historia, en definitiva, perfecta, desarrollada entre apuntes realizados por los protagonistas en sus diarios, telegramas y cartas giradas entre los mismos, recortes de prensa e incluso albaranes de compra, todo ello con una exquisita maestría y un ritmo, como queda dicho, perfecto
Por cierto, y a modo de curiosidad: he comenzado hoy hablando de Wilde y de Stoker por ser coincidentes en el tiempo e irlandeses los dos; lo que no he dicho es que Stoker acabó casándose con Florence Balcombe, la primera prometida de Oscar Wilde.