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lunes, 19 de enero de 2015

EL DIABLO Y DIOS, de Jean Paul Sartre

El interés del teatro de Sartre es profundo, desconcertante en muchas ocasiones, interesante siempre, y entronca por derecho propio con la tragedia más genuina, en su visión grandiosa a la vez que amarga de la realidad.  La lucha constante de la libertad contra lo irracional del universo, el choque inevitable de la razón con el absurdo, dan el tono trágico de sus obras, sin que quepa hablar, no obstante, de un gran pesimismo, así como de una aspiración desgarrada, casi titánica, por alcanzar un heroísmo que siempre es posible.  Para Sartre, el futuro está abierto y la libertad, tomándose como fin último, podrá alcanzarse de lo inerte venciendo a la explotación y la opresión; pero habrá de ser la libertad el resultado de una tarea incesante, un continuo tejer y destejer bajo una amenaza que reposa indefinidamente al acecho en el interior del ser humano.  En un mundo sin Dios, en el que cada cual es responsable en todo instante del mundo entero, el camino de la esperanza, que es paradójicamente el del ateísmo, ha de ser por fuerza largo y difícil.
No son estos malos tiempos para frecuentar a Sartre, y como no es muy representado en nuestros teatros, la única opción que nos queda es la lectura, como en el caso de otros autores indispensables del siglo XX.
Quizás donde mejor muestre el autor el conflicto entre el bien y el mal sea el El diablo y Dios, uno de los ejemplos más crudos, grandiosos y equilibrados del tratamiento escénico y filosófico del teatro de Sartre.  En ella se dilucida de forma dramática esa cuestión de vital importancia para el autor, la posibilidad de la ética.
La acción se sitúa en la época de la reforma, durante la revuelta de los campesinos.  El protagonista, Goetz, el mejor general de Alemania, es un bastardo de noble y de plebeyo y, por ende, un hombre resentido, desarraigado y sin cabida en ninguno de los dos bandos.  El juicio que sobre él han lanzado los demás es el de la maldad, de la traición; un bastardo tiene que ser por fuerza un traidor.  Es siempre la opinión ajena la que influye de manera preponderante en la idea que nos formamos de nuestro propio carácter; lo que denominamos nuestro yo no es más que el compromiso perenne, el reajuste que sin cesar efectuamos entre los juicios de los otros y el saber que poseemos de nuestras posibilidades y aspiraciones, en una perpetua alternancia de consentimiento y rechazo.  Pero en Goetz no puede haber semejante compromiso; un bastardo ha de ser por esencia, un malvado, la encarnación de la ruindad y la bajeza.
Para defenderse de esta objetivación radical, para triunfar de la muerte que significa esa cosificación inapelable, no le queda a Goetz más que una salida: admitir deliberadamente el veredicto ajeno, asumir e incluso reivindicar a sus propios ojos lo que es para los demás; será para sí mismo como todos lo ven, será lo que han decretado que sea: la personificación del Mal.
Pero al obrar así en un acto libre, acepta a la vez la concepción del mal que el mundo le ofrece.  En ese desafío, en esa elección de crearse a sí mismo, hay un momento de sumisión a las categorías morales que lo circundan: será motivo de horror por cuanto que encarnará el mal que todos le atribuyen y que en él detestan y reconocen.
Y es así como Goetz traiciona primeramente a los caballeros, y con ellos a su hermano, en su lucha contra el arzobispo.  Después resolverá saquear y aniquilar la ciudad de Worms, a la que tiene sitiada.  Su anhelo de hacer el mal lo llevará incluso a sacrificar a la única mujer que ama, Catherine, a quien ha prostituido y a la que ahora pretende entregar a la soldadesca.
Pero esta búsqueda desesperada del Mal absoluto es un continuo fracaso, como lo es en el fondo todo proyecto existencial.  Nasty, el jefe de los campesinos, que ha ido a su campamento para proponerle que abrace el partido de los pobres, le hace comprender que en realidad no destruye nada cuando más convencido está de destruir: traicionar a su hermano Conrad sólo ha debilitado a la caballería y arrasar Worms únicamente ha supuesto un perjuicio momentáneo para la burguesía, mas con ello no sirve sino a los grandes, pues ha estado trabajando para los intereses del príncipe.  El orden establecido seguirá igual y los cimientos sociales permanecerán inalterables, pese a las vidas humanas que está costando su esfuerzo.
¿Cómo se puede alguien jactar de ser el único en obrar el mal cuando nadie puede hacer el bien en la Tierra, pues el desprecio hacia el amor o la justicia es sistemático?  Tales dudas le plantea Heinrich, otro bastardo como él, que le entrega las llaves de la ciudad.  A estas palabras reaccionará Goetz con idéntica pasión en su proyecto original. Si el Bien es imposible, entonces él lo hará.  Continuará así estando solo, como siempre, contra los hombres y contra el propio Dios; y si antes era malvado por su sola voluntad, ahora también será bueno porque él lo quiere en pleno dominio de su libertad.
Los reiterados fracasos le llevarán a concluir que el bien es tan irrealizable como el mal.  Y será en plena catarsis, ante la derrota definitiva, cuando los ojos de Goetz se abrirán definitivamente: Dios no existe, no hay cielo ni infierno, tan sólo tierra y hombres.  Todo lo que vive no es otra cosa que una comedia farisaica. La moral es inevitable, pero a la vez imposible; en el mundo no puede darse el amor puro sin que haya a la vez odio y violencia; el bien y el mal son inseparables.  Es el hombre en su personalidad particular el que ha de definir su propia situación, elegir libremente en el marco de los acontecimientos y aceptar ser malo para volverse bueno, porque en medio de la sociedad humana cada individuo en su soledad decide por todos y para todos.
Puede que sea Sartre uno de los autores más representativos, del siglo XX francés. También el más discutido.  Huérfano de padre, en su primera infancia fue educado por una madre católica e influido por su abuelo materno, un calvinista alsaciano de tendencias germanófilas. De ahí esa doble vertiente suya que generará toda la actitud de su filosofía. La superación de la tensión religiosa le llevó al agnosticismo, cuando no a un decidido ateísmo.  Pero, por otro lado, el puritanismo de su abuelo protestante persistirá a lo largo de toda su vida bajo la forma laica de una sincera preocupación moralista.  Su doble ascendencia franco-alemana será la premisa de su permeabilidad ante las corrientes ideológicas foráneas que devendrán en un apasionado universalismo que lo convertirán en el menos francés de los autores franceses contemporáneos y en el más controvertido de los creadores.
Como decía más arriba, no son los actuales malos tiempos para releer a Sartre y reflexionar sobre nosotros mismos y el mundo que habitamos.