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jueves, 8 de enero de 2015

EL PRINCIPITO

El Principito forma y contenido tienen una unidad armónica que surge de su inagotable y profunda poesía, de los sentimientos, de la ternura, del amor a la vida y a la naturaleza y, sobre todo, de la esperanza en el ser humano. "Todas las personas mayores primero fueron niños", nos dice el autor en la dedicatoria. Parte Saint-Exupery de la verdad absoluta de que todo llevamos un niño escondido, cuya pureza él busca en esta fantasía onírica, en contraste con el mundo de los adultos, a menudo insoportablemente sórdido. El mundo de los adultos es el mundo de la insatisfacción, el de los seres programados, el de los prejuicios e intereses.
Obra poética escrita en prosa.  En El Principito es un niño que habita un pequeño asteroide, que comparte con una flor caprichosa y tres volcanes. Pero tiene problemas con la flor y empieza a experimentar la soledad, por lo que decide abandonar el planeta en busca de un amigo.  Buscando esa amistad recorre varios planetas, habitados sucesivamente por un rey, un vanidoso, un borracho, un hombre de negocios, un farolero, un geógrafo... El concepto de "seriedad" que tienen estas "personas adultas" le deja perplejo y confuso.  Prosiguiendo su búsqueda llega al planeta Tierra, pero, en su enorme extensión y vaciedad, siente más que nunca la soledad.  Una serpiente le da su visión pesimista sobre los hombres y lo poco que se puede esperar de ellos.  Tampoco el zorro contribuye a mejorar su opinión, pero en cambio le enseña el modo de hacer amigos: hay que crear lazos, hay que dejarse "domesticar". Y al final le regala su secreto: "Sólo ve el bien con el corazón.  Lo esencial es invisible a los ojos".  De pronto el Principito se da cuenta de que su flor lo ha domesticado a él y decide regresar a su planeta valiéndose de los medios expeditivos que le ofrece la serpiente.  Y es entonces cuando entra en contacto con el aviador, que también padecía la soledad.  Cuando el Principito desaparezca, también el hombre habrá encontrado un amigo.
Esta obra de Saint-Exupéry plantea un interrogante sobre nuestra existencia. Se trata de una inversión total de los valores.  A la pregunta por lo esencial de la vida, se responde de una forma sorprendente e inquietante.  Resulta que todo lo que los hombres juzgan serio e importante es a los ojos de un niño banal y sin sustancia.  Lo que los hombres tienen por intrascendente viene a ser la razón de existir para el Principito.  El juicio irónico sobre la tierra no puede ser más elocuente: "La Tierra no es un planeta cualquiera. Se cuentan en él ciento once reyes (sin olvidar, por supuesto, los reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es decir, dos mil millones de personas mayores".
Para salir de esta vacuidad que sume a los hombres en la soledad, es preciso recurrir a la amistad, al amor.  No es ésta una idea nueva.  Es algo que se venía repitiendo en casi todas las obras anteriores del autor.  No es El Principito una obra insólita, sino una especie de último movimiento en la sinfonía de su obra, que va recogiendo esquemáticamente todos los motivos anteriores.  Al final comprendemos que ese "principito" encantador no era sino un álter ego de Saint-Exupéry, el niño que lo habitaba, inquietándole y dirigiéndole, y que solía despertarse en los momentos cruciales de su vida, impidiéndole tomar decisiones estúpidas de "persona mayor", de esas personas que sólo creen en los números, en las demostraciones, en las apariencias y en la seriedad de la lógica antes que en la del corazón.
Y es que en una relación de seres humanos regida por prejuicio e intereses, únicamente puede existir la soledad.  La del rey, para el que todos los hombres son sus vasallos; la del vanidoso, que sólo atiende a alabanzas; la del borracho, que bebe para olvidar algo que no recuerda; la del hombre de negocios, que posee para administrar encerrado con llave.  Triste y profunda ironía sobre un comportamiento sin objetivos que alcanza su clímax con la actitud del geógrafo, que separa su actividad de la del explorador, como si no tuvieran nada que ver el uno con el otro.  La pérdida del sentido de unidad, en fin, en la vida del ser humano.
Y ante esta lamentable situación, el autor se rebela haciendo una desesperada reivindicación de la imaginación como forma de descubrir y entender el mundo.  De este modo llegamos hasta el farolero, cuya ocupación es hermosa, pues es verdaderamente útil: cuando se apaga el farol, las estrellas lucen y las flores descansan.  Pero incluso el farolero responde a una consigna que cumple mecánicamente sin justificación ni explicación.  Pero, al igual que El Principito, el farolero es el único que se ocupa de algo más que de sí mismo. He ahí la moraleja: amar es preocuparse por los demás: flor, estrella, volcán u hombre. Amar es sentirse responsable de otro.
Estamos, insisto, ante una meditación sosegada sobre la soledad del hombre dentro de la Humanidad y sobre la amistad, el único medio de enriquecer nuestras vidas y restablecer las relaciones perdidas entre los seres humanos.
Un cuento infantil que de infantil tiene poco. Un relato de lectura rápida y de interesante relectura que nos hace meditar sobre nuestros dengues interiores. En definitiva: una narración infantil concebida para adultos que resulta difícil de afrontar sin que una mal disimulada lágrima resbale por nuestra mejilla. Pero hasta en ese detalle el autor nos ampara: "¡Es tan misterioso el país de las lágrimas!". Y es cierto.