Continuando con el post anterior que pueden leer en este enlace, analizaremos ahora lo que pasó tras la proclamación de la II República.
Durante los meses siguientes a la expulsión de Alfonso XIII y a la instauración antidemocrática de la República, se formó una comisión destinada a redactar un proyecto de Constitución con dos objetivos fundamentales: el tema religioso y la reforma agraria. No se trataba únicamente de separar Iglesia y Estado sino, siguiendo el modelo jacobino francés, de triturar la influencia católica en la sociedad sustituyéndola por otra laicista. Para buena parte de los republicanos de clases medias, sector frustrado por su mínimo papel durante la monarquía, la Iglesia era un adversario a castigar por su papel en el sostenimiento del régimen derrocado. Por otra parte, para los movimientos obreros (comunistas, socialistas y anarquistas) era sencillamente un rival a vencer. No obstante, justo es admitir que en el campo republicano también hubo posiciones templadas, como las de los miembros de la Institución Libre de Enseñanza o la de la Agrupación al Servicio de la República. Curiosamente, el borrador constitucional redactado para que se debatiese en las Cortes Constituyentes recuerda bastante a la actual Carta Magna (1978) en lo que a separación de Iglesia y Estado y libertad de cultos se refiere; además, reconocía a la Iglesia católica un status especial como entidad de derecho público, reconociendo así una realidad histórica y social innegable. Así, el proyecto de Constitución planteaba la inexistencia de una religión estatal pero a la vez reconocía a la Iglesia como corporación de derecho público y garantizaba el derecho a la enseñanza religiosa, lo que no deja de ser un planteamiento más que razonable para un estado laico. Pero entre el 27 de agosto y el 1 de octubre ciertos diputados radicalizaron sus posturas, especialmente los del PSOE y la Esquerra catalana, que votaron a favor de la disolución de las órdenes religiosas y la nacionalización inmediata de sus bienes (eso sí, insistiendo los de Esquerra que los bienes localizados en Cataluña no saldrían de su territorio).
Otro punto interesante es que, cuando se discutió sobre la oportunidad para otorgarle a la mujer el derecho al voto, fueron las izquierdas las que más vehementemente se opusieron a ello con el argumento de que "las órdenes religiosas eran las asesoras ideológicas de las mujeres", asesoras, evidentemente, nada favorables a las ideas de izquierdas. El 29 de septiembre y el 7 de octubre se presentaron sendos textos que abogaban por la nacionalización de los bienes eclesiásticos y la disolución de las órdenes religiosas. Sin embargo, siguió existiendo un intento moderado por mantener el texto inicial y no enconar las posturas, pero fracasó totalmente ante la alianza radical del PSOE, los radical-socialistas y la Esquerra. El día 9 se convino que la única orden a disolver sería la Compañía de Jesús. La reacción no se hizo esperar por parte de los radicales: se organizaron manifestaciones y mítines para inclinar la voluntad de las autoridades y se sumó a estos actos una campaña de prensa afín que buscaba crear la sensación de que la práctica totalidad del país asumía unos planteamientos que, en realidad, distaban mucho de ser mayoritarios. Finalmente, la Carta Magna de la República acabó recogiendo la disolución de la Compañía de Jesús, la prohibición de que las órdenes religiosas se dedicaran a la enseñanza y en encastillamiento de la Iglesia católica en una situación legal no por difusa menos negativa.
En resumen, la Constitución no quedó en absoluto perfilada como un texto que diera cabida a todos los españoles independientemente de su ideología, sino que se consagró como la victoria de una visión ideológica sectaria sobre otra que gozaba de un enorme arraigo popular. Se habían causado los primeros daños irreparables a la convivencia y al desarrollo pacífico del país.
Y así dio comienzo el bienio republicano-socialista, que se caracterizó por declaraciones voluntaristas, por una búsqueda de la confrontación con la Iglesia, por una clara incapacidad para enfrentarse con el radicalismo despertado por la demagogia, por una acusada inoperancia para llevar a la práctica las soluciones sociales prometidas y, de manera muy especial, por la incompetencia económica. No sólo se frustró totalmente la reforma agraria sino que se agudizó la tensión social con normativas que provocaron una contracción del empleo y un peso fiscal insoportable para pequeños y medianos empresarios. A esto se debe añadir la acción violenta de las izquierdas encaminada a destruir la república desde casi su proclamación. En enero de 1932, en Castilblanco y en Arnedo, los socialistas provocaron motines armados en los que hallaron la muerte agentes del orden público. El 19 del mismo mes, los anarquistas iniciaron una sublevación armada en el Alto Llobregat que duró tres días. En enero de 1933 se produjo un intento revolucionario de signo anarquista en algunas zonas de Cádiz cuya represión fue extraordinariamente dura e incluyó el fusilamiento de algunos de los detenidos por orden directa (según los oficiales que la llevaron a cabo) de Azaña.
En resumen podemos concluir que durante el bienio el gobierno republicano había fracasado en sus grandes proyectos: la reforma agraria y el impulso de la educación, había gestionado deficientemente la economía y había sido incapaz de evitar la radicalización de una izquierda que incluía al PSOE. Obviamente, el calamitoso fracaso republicano-socialista no tardó en reportar beneficios políticos a las derechas. Durante la primavera y el verano de 1932: se incrementó la violencia revolucionaria de las izquierdas, se redactó el Estatuto de Autonomía de Cataluña y el proyecto de Ley de Reforma Agraria. Tales medidas impulsaron un golpe de estado, el de Sanjurjo, que fracasó.
En contra de lo que muchos piensan hoy, las derechas habían optado por integrarse en el sistema y, a diferencia de las izquierdas, aceptaban las reglas del juego parlamentario. Entre el 28 de febrero y el 5 de marzo tuvo lugar la fundación de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), una coalición de fuerzas de derechas y católicas. La reacción de Azaña fue la de intentar asegurarse el dominio del Estado mediante la articulación de mecanismos legales poco ortodoxos. Así, el 25 de julio de 1933 se aprobó una Ley de Orden Público que dotaba al gobierno de una enorme capacidad de represión y unos poderes considerables para limitar la libertad de expresión, y antes de que concluyera el mes, Azaña, que intentaba evitar una elecciones cuyo resultado no era halagüeño para su partido, obtuvo en Cortes la aprobación de una ley electoral que reforzaba las primas a la mayoría. Obviamente, las medidas de Azaña evidencian su nula confianza en la democracia como sistema político sino más bien ese complejo de hiperlegitimidad que siempre ha acompañado a las izquierdas, más bien partidarias históricamente en nuestro país del gobierno de las élites.
En verano de 1933, Azaña se resistió a convocar elecciones. Durante aquellos meses precisamente se consagró la bolchevización del PSOE. Sin ir más lejos, en la escuela de verano del PSOE en Torrelodones, los jóvenes socialistas celebraron una serie de conferencias donde se concluyó la aniquilación política del moderado Julián Besteiro, el apartamiento despectivo de Indalecio Prieto y la consagración entusiasta de Largo Caballero, al que se aclamó como el Lenin español. El 3 de septiembre de 1933, el gobierno sufre una derrota espectacular en las elecciones generales para el Tribunal de Garantías y cinco días más tarde cayó. Dicho de otro modo, a pesar de tener en sus manos todos los resortes del poder, a pesar de intentar realizar purgas en la administración y el ejército, a pesar de promulgar una Ley de Defensa de la República que significaba tácitamente la posibilidad de consagrar una dictadura de facto y a pesar de arrinconar a la Iglesia, la coalición de izquierdas no pudo evitar su propio desgaste y la desconfianza del electorado.
En las elecciones del 19 de noviembre de 1933 votó el 67,46% del censo (las mujeres por primera vez). Las derechas obtuvieron 3.365.700 votos, el centro 2.051.500 y las izquierdas 3.118.000. Sin embargo, el sistema electoral, que favorecía, por decisión directa de Azaña, las grandes agrupaciones, se tradujo en que las derechas obtuvieran más del doble de escaños que las izquierdas con una diferencia entre ambas que no llegaba a los doscientos cincuenta mil votos. A Azaña le había salido el tiro por la culata.
La derrota de las izquierdas debería haber sido tomada como una legitimación de la democracia y como una prueba de la salud democrática de la República, sin embargo, para aquellos que llevaban décadas conspirando se trató de una experiencia inaceptable. La disposición de las fuerzas antisistema incluyó a partir de entonces y expresamente el recurso de la violencia.
Tras las elecciones de 1933, la fuerza mayoritaria (la CEDA) tendría que haber sido encargada de formar gobierno, pero las izquierdas que habían traído la Segunda República no estaban dispuestas a consentirlo. El presidente Alcalá Zamora encomendó la misión de formar gobierno a Lerroux, un republicano histórico pero en minoría. El PSOE y los nacionalistas catalanes comenzaron a urdir una conspiración armada que acabara con un gobierno de centro-derecha (recuérdese que los conspiradores eran ahora partidos con representación parlamentaria). Los llamamientos a la revolución fueron numerosos, claros y contundentes. El 3 de enero de 1934, la prensa del PSOE publicaba unas declaraciones de Indalecio Prieto que decían: "¿Concordia? No. ¡Guerra de clases! Odio a muerte a la burguesía criminal". Al mes siguiente, la CNT le propuso a la UGT una alianza revolucionaria, oferta a la que respondió el socialista Largo Caballero con la de las Alianzas Obreras. Su finalidad no era otra que aniquilar el sistema parlamentario y llevar a cabo la revolución. Así, a finales de mayo, el PSOE desencadenó una ofensiva revolucionaria en el campo que fue enérgicamente reprimida por Salazar Alonso, ministro de Gobernación. La prensa del PSOE, lejos de rebajar la tensión, señalaba que las teorías del Frente Popular propugnadas por los comunistas a impulso de Stalin eran demasiado moderadas porque no recogían las aspiraciones trabajadoras de conquistar el poder.
Queda claro que las izquierdas no estaban dispuestas a consentir que la CEDA entrara en el gobierno por más que las urnas la hubieran convertido en la primera fuerza parlamentaria. El 25 de septiembre El Socialista anunciaba: "El mes próximo será nuestro octubre. (...) Tenemos un ejército a la espera de ser movilizado". Y era cierto. El 9 de ese mismo mes, la Guardia Civil había interceptado un importante alijo de armas y munición a bordo del Turquesa en la ría asturiana de Pravia. Una parte de las armas había sido ya desembarcada y, siguiendo órdenes de Indalecio Prieto, transportada en camiones de la Diputación Provincial.
Llegamos así al 1 de octubre de 1934, momento en el que Gil Robles exige la entrada de la CEDA en el gobierno de Lerroux. Sin embargo, en una clara muestra de moderación política, Gil Robles ni exigió la presidencia del gabinete (que le hubiera correspondido) ni tampoco la mayoría de las carteras. El 4 de octubre entrarían, finalmente, tres ministros de la CEDA en el gobierno: Oriol Anguera (catalán y antiguo catalanista), Aizpún (regionalista navarro) y el sevillano Manuel Giménez Fernández, que se había declarado expresamente republicano y que defendía la realización de la reforma agraria. La presencia de ministros cedistas en el gabinete fue la excusa del PSOE y los catalanistas para poner en marcha su insurrección armada, que tuvo lugar entre el 5 y el 6 de octubre.
Así, en Guipúzcoa los alzados asesinaron al empresario Marcelino Oreja Elósegui; en Barcelona, el dirigente de la Esquerra Republicana, Companys, proclamó el Estat Catalá dentro de la República Federal Española e invitó a los dirigentes a una "protesta general contra el fascismo". Pero ni el gobierno republicano era fascista, ni los dirigentes de la izquierda recibieron el apoyo que esperaban de la calle y del ejército y resto de fuerzas del orden. La propia Generalitat se rindió a las 6 y cuarto de la mañana del 7 de octubre.
La única excepción se produjo en Asturias, donde los alzados contaban con un ejército de 30.000 mineros bien pertrechados gracias a las fábricas de armas de Oviedo y Trubia y bajo la dirección de miembros del PSOE. Frente a ellos había mil seiscientos soldados y unos novecientos guardias civiles. Los alzados asturianos procedieron a detener y asesinar gente inocente tan sólo por su pertenencia a segmentos sociales concretos. Especialmente se desató una oleada de violencia contra el catolicismo que incluyó quema y profanación de lugares de culto, asesinato de sacerdotes y seminaristas e incluso maestros de escuelas religiosas. En ningún caso se trató de la acción de unos incontrolados, sino de un comportamiento consciente y organizado. La revolución de Asturias fue sofocada por las fuerzas armadas bajo el mando del general Franco quien, paradójicamente para muchos, obedecía órdenes constitucionales para defender la República de aquellos que estaban violando la legalidad republicana. El balance, muertos y heridos aparte, fue desolador: se habían visto afectadas por la revuelta 58 iglesias, 26 fábricas, 58 puentes, 63 edificios particulares y 730 edificios públicos, amén de todo tipo de destrozos en 66 puntos del ferrocarril y 31 carreteras. Ingresaron en prisión 15.000 personas.
Pero la sublevación continuó por la vía de la propaganda y fuera del Parlamento. Se produjo entonces un importante aumento de la violencia callejera. Lo lógico habría sido que el gobierno hubiera dejado fuera de la ley de formaciones a PSOE, CNT o Esquerra, pero no fue así. La represión fue limitada y, en un esfuerzo por alcanzar la paz social, se impulsaron medidas como la reforma agraria, que logró asentar a 20.000 campesinos. Se aprobó además una nueva Ley de Arrendamientos Urbanos que defendía a los inquilinos, se inició una reforma hacendística de calado y Gil Robles, ministro de la Guerra, llevó a cabo una relevante reforma militar.
Pero la propaganda insistía en convertir en héroes a los responsables de la revolución de octubre y en septiembre de 1935, el estallido del escándalo del estraperlo, estafa que afectó al partido radical de Lerroux, provocando su caída. La CEDA quedaba sola en la derecha frente a unas izquierdas cada vez más radicalizadas y agresivas. Durante el verano de 1935 PSOE y PCE desarrollan contactos para unificar sus acciones, republicanos y socialistas discutían la formación de milicias comunes y los comunistas se pronunciaban a favor de la constitución de un ejército rojo. Azaña propuso entonces a la ejecutiva del PSOE una coalición electoral de izquierdas: así nació el Frente Popular. En esos días, Largo Caballero, el Lenin español, salía de la cárcel y la sindical comunista CGTU entraba en la UGT socialista. La intención era obvia: si las izquierdas ganaban las próximas elecciones, aniquilarían la República.
Frente a ellos, Chapaprieta y Alcalá Zamora negociaban la creación de un partido de centro moderado, la Falange, el partido fascista de mayor alcance, era muy minoritario y los carlistas y otros grupos monárquicos carecían de fuerza. En el ejército, Franco insistía en rechazar cualquier eventualidad golpista a la espera de la evolución política de los acontecimientos.
Alcalá Zamora disolvió las Cortes inconstitucionalmente (no podía hacerlo dos veces durante su mandato, pero lo hizo. Luego sus propios correligionarios lo utilizarían para eliminarle políticamente) y convocó elecciones para febrero de 1936. Republicanos como Azaña y el socialista Prieto perseguían fundamentalmente regresar al punto de partida de 1931. Pero para el resto de fuerzas del Frente Popular, especialmente PSOE y PCE, se trataba del último paso hacia la aniquilación de la República y la revolución posterior. Así, Largo Caballero afirmaba en Alicante: "Quiero decirle a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, pues tendremos que ir a la guerra civil declarada". Nada extraño en alguien que afirmaba que "la transformación total de un país no se puede hacer echando papeletas en las urnas".
Aunque los firmantes del pacto del Frente Popular suscribían un programa cuya aspiración fundamental era la amnistía de los detenidos y condenados por la insurrección de 1934 (reivindicada como episodio heroico), no es menos cierto que los más moderados pretendían un sistema parlamentario y los radicales una dictadura del proletariado. De ahí que sus adversarios políticos hicieran hincapié durante la campaña electoral en el peligro que se avecinaba. En medio de un clima ya abiertamente guerracivilista, las elecciones de febrero concluyeron con resultados muy parecidos a los de los comicios anteriores (4.430.322 votos para el Frente Popular, 4.511.031 para las derechas y 682.825 para el centro). Pero hay que añadir los fraudes electorales en provincias como Cáceres, La Coruña, Lugo, Pontevedra, Granada, Cuenca, Orense, Salamanca, Burgos, Jaén, Almería, Valencia y Albacete contra las candidaturas de derechas. Tal cúmulo de irregularidades se convertiría en una aplastante mayoría de escaños para el Frente Popular. De hecho, Niceto Alcalá Zamora, en declaraciones al Journal de Geneve, admitía las irregularidades cometidas y se lamentaba de que a pesar de ellas la diferencia entre ambas coaliciones no hubiera sido mayor. Las irregularidades fueron de toda índole: muchedumbres instigadas por los radicales que se apropiaron de los documentos electorales, falsificación de resultados en numerosas localidades, anulación de actas de provincias donde la oposición resultaba victoriosa, proclamación de diputados a candidatos amigos...
En Cataluña, Companys regresó triunfante y se hizo con el gobierno de la Generalitat, los detenidos por la insurrección de Asturias fueron puestos en libertad y sus patronos obligados a readmitirlos, las organizaciones sindicales exigieron en el campo subidas salariales del 100%, se convocaron en los siguientes dos meses 192 huelgas y el 3 de marzo los socialistas empujaron a los campesinos a ocupar ilegalmente varias fincas en el pueblo de Cenicientos, pistoletazo para que la Federación de Trabajadores de la Tierra comenzase a quebrar la legalidad en los campos: el 25 del mismo mes, 60.000 campesinos ocuparían 3000 fincas en Extremadura, acto legalizado a posteriori por el gobierno.
A la violación sistemática de la legalidad se le sumó el uso de la violencia y la censura de prensa, así como una purga masiva en los ayuntamientos considerados hostiles. El 2 de abril, el PSOE hizo un llamamiento a construir en todas partes y a cara descubierta las milicias del pueblo. Alcalá Zamora fue expulsado del gobierno y Azaña se convirtió en presidente encargando la formación de gobierno a Casares Quiroga. El día 5, el general Mola emitía una circular en la que señalaba que el Directorio militar que se instauraría después del golpe contra el gobierno del Frente Popular respetaría el régimen republicano.
El 10 de junio el gobierno del Frente Popular dio un paso más en el proceso de aniquilación del sistema democrático al crear un tribunal especial para exigir responsabilidades políticas a los jueces, magistrados y fiscales, precedente de lo que serían los tribunales populares durante la guerra civil y claro intento de aniquilar la independencia judicial.
Como vemos, no se trataba de que el fascismo acosara a la democracia, sino, por el contrario, de que la revolución estaba liquidando a la República y amenazando a sectores completos de la población.
Entre el 16 de febrero y el 15 de junio se habían destruido 196 iglesias, 10 periódicos y 78 centros políticos, se habían convocado 192 huelgas y se arrojaba un saldo de 334 muertos. El 16 de junio Gil Robles denunciaba en sede parlamentaria el estado de las cosas y Calvo Sotelo abandonaba las Cortes con una amenaza de muerte que está recogida en las actas del Congreso y que no tardaría en convertirse en realidad (se lo advirtió una diputada por Asturias del PCE llamada Dolores Ibárruri). El PCE anunció e 22 de junio que contaba con milicias antifascistas obreras y campesinas por todo el país y que disponían, sólo en Madrid, de 2000 efectivos armados.
El 23 de junio, el general Franco envió una carta a Casares Quiroga advirtiéndole de la tragedia que se avecinaba e instándole a conjurarla. Los partidarios de Franco ven en ella un último intento de evitar el Alzamiento Nacional y sus detractores lo interpretan como un deseo de obtener recompensas gubernamentales. Más bien parece que se trataba del último cartucho que Franco estaba dispuesto a quemar en favor de una salida legal. Al no obtener respuesta, se sumó a la conspiración del general Mola.