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miércoles, 11 de noviembre de 2015

DOS TESTIMONIOS DEL SIGLO XVIII SOBRE LAS CORRIDAS DE TOROS


"Viviría mil años, pensaría en ello todos los días, no concebiría jamás lo que puedan hallar de atrayente, de soberbio, a esa horrible lucha. Todo en ella indigna; los toreros producen horror, los toros causan pena. Un hombre es de piedra, su corazón está forrado de piedra, si sus ojos no se llenan de agua al mirar a doce o quince asesinos matar a sangre fría a un pobre animal al que un trapo pasado por la boca, una mordaza sujeta a las narices, quita los medios de defenderse, de derribar, hasta de ver al que lo mata.
Lo que completa la atrocidad de esa lucha desigual son las aclamaciones, los transportes, los gritos de un gentío inmenso. Son los aplausos, los pataleos de veinte mil manos, de veinte mil pies, tan pronto como el toro, sofocado de rabia, herido de muerte, se tambalea, cae, muge los últimos suspiros, se revuelca, se agita, se estira, se incorpora, vuelve a caer, se envara, pierde su sangre sobre el polvo, donde los perros, o los niños, o los falsos toreros se disputan entre ellos la gloria de acabarlo.
Y las mujeres, que tiemblan a la caída de una hoja; las mujeres, a las que la picadura de una avispa, de una abeja, de un moscardón, arranca lágrimas; las mujeres, que se desmayan al oler un ramo que lanzan gritos al ver un relámpago, una oruga, un ratón, un saltamontes, asisten a esas luchas, clavan los ojos en un animal que sufre, en un animal que sangra, en un animal expirante, parecen contar sus heridas, sus mugidos, sus crines, sus gotas de sangre y lamentan cuando expira el que no se agite y no sufra más.
Ahí tenéis las corridas de que hablan tanto; ahí tenéis esas luchas que varios Papas, que varios reyes han querido abolir cien veces, pero siempre inútilmente, pues siempre el pueblo se ha reunido, ha amenazado, y a menudo para tranquilizarlo ha sido preciso condenar a muerte a cuarenta, cincuenta, sesenta toros."

Marqués de Langle (1717-1804). Viaje de Fígaro a España (1784)


"Las vi por primera vez en Cádiz. Es un espectáculo bárbaro y salvaje por el que los españoles están muy apasionados. La primera corrida me produjo mucha impresión: vi a uno de esos desgraciados que excitan al toro ser sorprendido, lanzado al aire, volver a caer, ser cogido y lanzado de nuevo; le vi sacar de la arena casi muerto. La segunda no fue fatal más que para los caballos: hubo cinco o seis de ellos despanzurrados sobre la plaza. El sitio en donde se celebran esas especies de carnicería es una suerte de circo y de anfiteatro reunidos que contienen cerca de diez mil espectadores; la de Sevilla es bastante grande para recibir al doble. El redondel es vasto y los palcos están llenos de hombres, de mujeres y de muchachas algunas veces interesantes; pero no quisiera que fuesen allí a ejercer su sensibilidad. Mi sorpresa era el ver a esas muchachas seguir con los ojos al matador y mirar la ancha herida que hace con su espada, las convulsiones del toro, su rabia expirante, la sangre que se mezcla a la espuma y que sale a torrentes de su boca; y ese espectáculo, debo confesarlo, tiene momentos sugestivos y soberbios. Un fiero toro que se precipita en la arena, aguijoneado, ensangrentado desde los primeros golpes, sin cesar atacado por tres picadores, rodeado de sus enemigos, que para ponerse al abrigo de sus furores no tienen más que una ligera capa de seda. Ese toro mugidor, enfurecido, espumeante, arañando el suelo con su pata, envolviendo su cabeza en la tela que ha servido de defensa a sus golpes, se presenta en las actitudes tan nobles, tan pintorescas, que no es posible evitar el seguir sus movimientos, incluso el tomar en cierto modo partido por él contra los hombres de barro y de sangre que lo rodean. Sí, concibo las aclamaciones y los gritos de alegría de la muchedumbre; concibo esos aplausos repetidos, todos esos pañuelos que se agitan y revolotean en los aires, esos pataleos que hacen resonar el anfiteatro cuando el toro se lanza sobre su picador, destripa al caballo, tira lejos al jinete y, orgulloso de su victoria, se aparta en un abrir y cerrar de ojos para buscar otra nueva.
¡Qué hermoso es ese animal altivo y animoso! Es el héroe de la obra, y cuando es bravo, interesa; los hombres que le atacan no son hombres. En la arena las cualidades se confunden y el más bravo es aquel que merece ser aplaudido; pero la sangre chorrea; se acostumbra, pues, uno a ver sangre. He nacido con una singular antipatía por todo lo que lleva la idea de la pena, de la sangre y del dolor; mi corazón desfallece ante la sola idea de ello y mi imaginación me ha hecho sufrir los golpes que oía contar. Durante la segunda corrida, mis ojos veíanse retenidos por ese espectáculo, mi antipatía perdía su fuerza y me costaba trabajo volverla a encontrar después del último toro. Definitivamente las corridas embrutecen a quien las contempla."

Jean F. Peyron. Nuevo viaje en España en 1772-1773