Por los himnos populares puede conocerse el carácter de los pueblos e identificar su historia, pero a veces la historia de los himnos tiene una épica digna de contarse.
A principios de la Revolución, cuando Luis XVI gobernaba a la sombra de una Constitución que sólo reconocía exteriormente, La Carmañola, con sus estrofas ligeras, fue el canto revolucionario con el que el pueblo atacaba al monarca y a su odiada esposa María Antonieta. En realidad se trataba de un cántico desvergonzado con el que la gente se desahogaba injuriando, pero que carecía de contenido idealista.
Después vino La Marsellesa como el rugido de un esclavo; y a continuación llegó Ça irá, más vengativa y catastrofista, que parecía la banda sonora de la propia guillotina. Estos tres himnos sintetizan las tres épocas de la gran Revolución. La Carmañola fue el canto del pueblo indignado que aún creía en el constitucionalismo y respetaba a sus reyes, pero que depositaba sus esperanzas en la Asamblea Nacional reunida en Versalles. La Marsellesa es el himno de la victoria o muerte, el rugido que lanza la nación persuadida por aquel trueno elocuente llamado Danton; y el Ça irá es el himno de la Convención, fría, fatal y gigantescamente cruel.
De estos tres himnos los franceses sólo han conservado el segundo, compuesto por Rouget de L'Isle, músico, poeta y soldado. ¿Cómo se gestó? Pues fue allá por 1792, cuando el pueblo se moría de hambre y el alcalde de Estrasburgo, Dietrich, le ofreció a Rouget la última botella de vino que le quedaba en casa a cambio de un himno que inflamase el entusiasmo de los soldados que iban a marchar a las fronteras. Se dice que Rouget pasó la noche esperando a las musas y tratando de llenar los pentagramas con las sílabas poéticas de esas vagas armonías que se le venían a la cabeza, indecisas como neblinas de sueño. Dicen que el corazón compuso más que la propia mano y que la obra fue componiéndose a saltos y adquiriendo cuerpo al mismo tiempo en música y letra. Y llegó el amanecer y las primeras notas de la melodía ya estaban compuestas. El soldado poeta la tituló Canto del ejército del Rhin, pero cuando quinientos republicanos marselleses llegaron a París para derribar la monarquía el 10 de agosto, entonaron el himno, todavía desconocido, en su marcha por los caminos del país, y esto bastó para que el pueblo, siempre ingenioso, la bautizase inmediatamente con el nombre de Marsellesa.
La cara oscura de esta historia tan poética es que la pieza sólo le trajo disgustos a su compositor. Su propia madre le dirigió una misiva en la que le preguntaba: "¿Qué himno es ese que canta una horda de bandidos al atravesar Francia y al cual va unido nuestro nombre?". Tras el reproche materno, vino la ingratitud de la propia República con el artista. Rouget, que era girondino, al caer este partido en desgracia, fue condenado a muerte y tuvo que huir por las montañas del Jura, departamento donde había nacido.
Cuando, ocultándose tras los peñascos, trepaba hacia las cumbres, abandonado de los hombres y confiando únicamente en Dios y en sus propias fuerzas, vio a lo lejos, en el fondo del valle, un grupo de hombres con fusiles y gorros rojos que marchaba en su persecución. De pronto, una ráfaga de viento llevó hasta sus oídos un canto que le hizo palidecer, deteniendo su paso. Fijó más su atención, y las notas de aquel himno, aunque debilitadas por la distancia, despertaron en su memoria el doloroso eco de la ingratitud. La República le perseguía cantando La Marsellesa. Este sarcasmo, dicen, le hizo caer en el suelo desfallecido y con lágrimas en los ojos. No obstante logró escapar. Rouget sobrevivió a la Revolución, muriendo pobre en la segunda década del siglo XIX y dejando escritas otras composiciones que ya nadie recuerda.
Como podemos ver, la Libertad tiene sus ironías y sus panteones, donde moran las sombras de los grandes hombres que por ella trabajaron. C'est la vie...
La cara oscura de esta historia tan poética es que la pieza sólo le trajo disgustos a su compositor. Su propia madre le dirigió una misiva en la que le preguntaba: "¿Qué himno es ese que canta una horda de bandidos al atravesar Francia y al cual va unido nuestro nombre?". Tras el reproche materno, vino la ingratitud de la propia República con el artista. Rouget, que era girondino, al caer este partido en desgracia, fue condenado a muerte y tuvo que huir por las montañas del Jura, departamento donde había nacido.
Cuando, ocultándose tras los peñascos, trepaba hacia las cumbres, abandonado de los hombres y confiando únicamente en Dios y en sus propias fuerzas, vio a lo lejos, en el fondo del valle, un grupo de hombres con fusiles y gorros rojos que marchaba en su persecución. De pronto, una ráfaga de viento llevó hasta sus oídos un canto que le hizo palidecer, deteniendo su paso. Fijó más su atención, y las notas de aquel himno, aunque debilitadas por la distancia, despertaron en su memoria el doloroso eco de la ingratitud. La República le perseguía cantando La Marsellesa. Este sarcasmo, dicen, le hizo caer en el suelo desfallecido y con lágrimas en los ojos. No obstante logró escapar. Rouget sobrevivió a la Revolución, muriendo pobre en la segunda década del siglo XIX y dejando escritas otras composiciones que ya nadie recuerda.
Como podemos ver, la Libertad tiene sus ironías y sus panteones, donde moran las sombras de los grandes hombres que por ella trabajaron. C'est la vie...