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viernes, 12 de junio de 2015

WENCESLAO FERNÁNDEZ FLÓREZ Y EL ARTE DE LA CRÓNICA PARLAMENTARIA

Hubo una época en la que en la que el Congreso de los Diputados conoció grandes oradores y éstos tuvieron el reconocimiento de excelentes cronistas. Para mí esa etapa concluyó cuando culminamos en este país la Santa Transición y el inigualable periodista Luis Carandell dejó de reflejar los rifirrafes y tontadas de Sus Señorías.
Carandell fue el último heredero de una tradición decimonónica (todo es decimonónico en España) que alcanzó su máximo exponente en la figura de don Wenceslao Fernández Flórez, quien nos legó auténticas perlas en cuanto a la crónica parlamentaria se refiere. En su galleguismo, el humor y un excelente dominio del castellano (los gallegos llevan el latín pegado a la espalda, no me cansaré de decirlo), don Wenceslao construía artículos que merecen pasar a los anales de la literatura periodística (y que nos remontan a aquella desaparecida época en la que los periodistas sabían leer y escribir). Hablemos, pues, de él.
En algunas de estas acotaciones nos hemos permitido comparar al cronista parlamentario con un pescador. Un pescador no es un hombre envidiable, sentado en la ribera, meditativo y callado, con una enorme caña entre las manos, pacientemente sometido a la buena fe de unos peces que quieren picar, justifica los abundantes epigramas que a su cota se han hecho. Así escribía Fernández Flórez un día de diciembre de 1916; y explicaba, que en aquella tarde, la caña del cronista de Cortes no alzó nada que valiese la pena: Cebamos el anzuelo, un tirón. Es el hijo del señor Navarro Reverter. Gordo, calvo, remiso, lento de imaginación y de palabra... no es comestible... lo desprendemos de la púa acerada y lo devolvemos al mar... otro tirón... es el hijo del señor Navarro Reverter... al agua otra vez. Media hora más... tiemblan unos círculos en torno del hilo, levantamos la caña y la brillante y desnuda cabeza del mismo contumaz individuo de la comisión vuelve a brotar entre el agua marina.
No creo que se pueda describir mejor la situación en que, tarde tras tarde, se encuentra el cronista parlamentario encaramado en la alta tribuna de la prensa, pensando sin cesar en la obligación que le impone su redactor jefe de escribir el artículo del día. Escucha pacientemente largos discursos, aquellos discursos de los que don Wenceslao decía en sus crónicas de la época de la Primera Guerra Mundial, que eran los gases asfixiantes del parlamentarismo. En las dos series de Acotaciones de un oyente que el autor hizo para el diario ABC de 1916 a 1918 y, posteriormente, durante las Cortes Constituyentes de la República -más literarias las primeras, más políticas las segundas-, se puede decir que dio a los cronistas parlamentarios del futuro una completa guía de la vida y milagros, hechos y decires de sus señorías, de la variopinta diversidad de su oratoria, de sus conversaciones de pasillo, de los pactos del salón de conferencias.
La vida que no es una curiosidad inteligente no vale la pena, escribía don Wenceslao al terminar sus crónicas de 1931.  Sus artículos son en efecto un ejercicio de curiosidad y de observación; pero son sobre todo un ejercicio de libertad. No informa sobre el contenido de los debates. Esta no es su función, aunque los esboza siempre y a menudo da sus propias opiniones utilizando la caricatura literaria, que a veces llega al surrealismo, de la realidad observada. Su humor tiene un tono conservador propio de quien deja discurrir su mirada sobre el mundo sin querer cambiarlo. Pero la suya es una mirada benévola, que no descalifica a nadie aunque se complace en mostrar la existencial comicidad de las situaciones que describe, la comicidad, en el fondo, de la condición humana. Es maestro de la descripción de las personas y de sus actitudes en los largos debates. Comenta así, por ejemplo, la costumbre que el conde de Romanones tenía de hurgarse los dientes con su palillo mientras estaba sentado en su escaño:
Es muy frecuente ver este palillo entre los labios del señor conde. Suponemos nosotros que al salir de su casa, el gran estadista advierte que, en la tercera muela de la derecha del maxilar inferior, ha quedado enterrado el granillo de una uva. Intenta desalojar al intruso, pero el automóvil va dando brincos sobre los baches y el señor presidente fracasa en su intención."Bueno", piensa, "cuando esté en el banco azul veremos quién puede más"... Recomendamos a los asiduos del Congreso que no dejen de conceder algún día tres cuartos de hora a sus ocios para asistir a esta lucha emocionante. El señor Conde, examina el terreno, pincha el granillo, que cada vez se va refugiando más adentro en la oquedad insondable de la muela. Don Álvaro va alzando el codo, va abriendo la boca más y más, pugna, revuelve, escarba, sacude, imprime al palillo un movimiento giratorio, espeluzna el bigote, se derrumba poco a poco en el banco azul.
A través de las Acotaciones vamos viendo al señor Maura que se queda traspuesto un momento en su escaño, contemplamos la plácida siesta del diputado Nougués, conocemos a Alfonso Rodríguez Castelao, el Ghandi gallego, dice de él Fernández Flórez en un vivo retrato, o escuchamos el redoble de puñadas que se atiza en los pectorales don Indalecio Prieto al contestar a una interpelación. Una de las más famosas crónicas de don Wenceslao es la que escribió después de una sesión secreta en las Cortes Constituyentes de 1931. En una nota de la redacción el periódico ABC explicaba que el día anterior había recibido de su corresponsal parlamentario un fajo de cuartillas en blanco, una crónica secreta. Y añadía que, en conversación telefónica, Fernández Flórez había advertido al periódico que no toleraría que se suprimiese ni una sola línea del artículo.
En el Senado, esa cámara que todavía no sabemos para lo que sirve pero sí lo que nos cuesta, decía don Wenceslao, hay menos luz, menos gente, no se grita, los ujieres están más gordos. En aquella época, el Senado era una Cámara de Pares, con mayoría de rancios títulos; alguno de los senadores, advertía el cronista, fue encontrado en una excavación. Del más anciano de ellos, el señor Groizard, afirmaba que es tan viejo, tan viejo, que un día se quedó contemplando el cuadro de la Conversión de Recaredo de Muñoz Degrain, que se conserva en el Salón de Conferencias, y exclamó: ¡Gran día, rudo golpe para el arrianismo! Pero Recaredo no era así, ni san Leandro tampoco. No se parecen en nada.
La primera serie de las Acotaciones está dedicada al maestro Azorín, genial creador de las crónicas parlamentarias en el periodismo español (SIC). Azorín, es cierto, fue el maestro de Fernández Flórez en el arte de escribir, pero no tanto en la ironía de la intención. Don Wenceslao no abandona nunca el humor. Se fija mucho en las formas de la oratoria de la Cámara. No le gusta la pomposidad de que aún usaban algunos oradores de la época, como don Niceto Alcalá Zamora, pero rinde tributo a la oratoria persuasiva de don Melquiades Álvarez, el inventor del reformismo, tan persuasiva, dice Flórez, que si alguna vez se viera que no prosperaba la cosecha de garbanzos, se debería enviar a don Melquiades al campo para que les arengara diciendo: Ah, señores garbanzos, y a medida que la oración avanzase iría brotando aquí un tallo, allá otro, luego una mata, después verdearía todo el garbanzal... Don Melquiades, según cuenta Fernández Flórez, en un discurso sobre el tema de la instrucción pública, fue bajando uno a uno los escalones desde su alto escaño, diciendo a cada paso: Señores del gobierno -un peldaño-, vosotros... -otro peldaño. Y dice don Wenceslao que, a medida que descendía los escalones, los ministros iban apretándose contra el banco azul poseídos de un pánico creciente. Y luego, la oratoria azucarada del señor Osorio, la austera y reprobatoria de Salmerón, la oratoria llamada del dispense usted de aquel diputado señor Zumárraga, que pedía perdón por cada expresión que salía de su boca y esperaba en vano que el presidente de la Cámara agitara la campanilla. O bien la oratoria que Fernández Flórez llama de canto de codorniz que empleaba el famoso doctor Cortezo, diciendo: Los sufridos, los resignados, los pacientes médicos rurales, vienen soportando, vienen aguantando, vienen sobrellevando la quietud, la inmovilidad, el estatismo de los gobernantes. O la de aquel otro orador que afirmaba, mientras ganaba tiempo para que se le fuera ocurriendo una frase acertada: "Yo conozco un lugar próximo a Almadén, muy próximo a Almadén, tan próximo a Almadén que son las minas de Almadén".
Y también menciona don Wenceslao a los velocistas de la oratoria. El señor Bullón, dice Fernández Flórez en una crónica de 1918, demostró cómo se puede pronunciar en media hora un discurso de dos horas. Dos taquígrafos pidieron la excedencia, asegura el autor. Y añade: La velocidad del orador aumentaba de tal manera que el final del discurso llegó a nosotros diez minutos antes que los párrafos anteriores.