Foto divertida y extravagante la que me propones en esta ocasión. La pasajera del descapotable me recuerda a la oronda bailarina que nos deleitó danzando el vals de las horas en la legendaria película Fantasía. La imagen en sí es una fantasía onírica: ¡una hipopótama con chófer! Pero me sirve para tocar un tema que considero importante: los animales y la seguridad vial.
Hoy hace dos semanas que sufrí el último intento frustrado de atropello en el paso de peatones que hay cerca de mi casa. Ocurrió lo de siempre: todos los coches parados ante la rotonda por el atasco, peatones esperando a que el semáforo nos dé vía libre, rotonda que se despeja y tráfico que comienza a fluir, semáforo que cambia a rojo para los coches y a verde para las víctimas, avezado conductor que sucumbe a la tentación y acelera de repente. Resultado: Francisco Gijón golpeado en su costado por un espejo retrovisor.
Ante la molesta situación resulta obvio que el chófer, que en principio no albergaba intención de matarme y proseguir su marcha simultáneamente, se ve obligado a frenar porque el inconveniente de mi aparición le ha detenido los instantes justos para que la rotonda se vuelva a llenar de coches y ya no pueda proseguir (recordemos que el semáforo estaba en rojo para él).
Hacemos un cruce de malas caras. Es obvio: le he jodido el tránsito.
Uno no suele ser violento (no suele), pero reconozco que le faltó muy poco para que sacase al individuo del vehículo por la ventanilla abierta de su puerta, no obstante llevaba prisa y me limité a decirle el mejor insulto que conozco: "¡Mediocre!".
Me encanta llamarle eso a los malos conductores. Se quedan descolocados, pensativos, atontolinados... y además es un apelativo que sólo atraviesa el alma de los interpelados sin hacer uso de terceras personas (cual pudieran ser sus pobres madres, que bastante desgracia tienen con tener que soportar muchas veces la visión de lo que en su día se les descolgó por el conducto natural).
Lo reconozco: soy un peatón indignado. Pero creo que me sobran los motivos.
Estoy hasta los mismísimos de los chavalitos-reggaetón que, acompañados por sus sempiternas novias poligoneras, aceleran por calles estrechas colmados sus estómagos de pastillas y atascadas sus narices de farlopa atronando quinientos metros de calle con su insoportable ruido. Estoy hasta la mismísima de los giliflautas que te miran como si te perdonasen la vida porque en realidad podrían haberte atropellado pero no lo hicieron. Estoy hasta la coronilla también de ver incautos con el móvil pegado a la oreja, el "¡Ay-Fon!" al ojo o el niño de cuatro años de copiloto sin soltar el volante ni dejar quieto el pedal. Estoy hasta el otro sitio de los primates que toman las rotondas por el interior para girar a la derecha en la primera salida. Añado que también estoy harto de ver motoristas haciendo eses por entre los carriles como si las normas no fueran con ellos o adelantando a otros vehículos por la derecha. Estoy hasta los de abajo de que piten más a las mujeres cuando estadísticamente está demostrado que ellas son más prudentes al volante. Y, en definitiva, estoy hasta los "ya sabes" de oír la frase "yo controlo" de bocas cuyo aliento podría servir para que media provincia se sintiese de repente en Nochevieja con el cotillón y todo
Iré directo al grano: en este país muere mucha gente por culpa de las imprudencias de los conductores. Son ya demasiados niños muertos, demasiados ciclistas arrollados, demasiados arrepentidos en silla de ruedas, demasiado alto el precio que pagamos (también con los impuestos) por culpa de estos bípedos (que Dios los acoja algún día en su inodoro, no hoy). Yo mismo tengo demasiados amigos moteros en el camposanto.
Hace años, en Francia, pregunté por unos carteles que ponen allí en las carreteras secundarias y son muy curiosos: se trata de siluetas negras con un número en el centro pintado en blanco, tal vez un "40". Pregunté a un paisano y me dijo que era una advertencia que venía a significar que en esa carretera (entendiendo carretera por una vía numerada, no por un tramo) habían fallecido todas esas personas en el último año. Yo me reí y no pude callarme: "Eso lo hacemos en España en un fin de semana en una curva". Me reí porque me dio vergüenza. No me reía de los gabachos, sino de los españoles. Aquellos monigotes nos ponían en evidencia.
Mientras yo me pregunto qué habría pasado si el homínido que me había golpeado la cadera con su retrovisor, en lugar de dar con mi cuerpo hubiese dado con la cabeza del niño de ocho años que venía detrás de mí, cruzando legítimamente, pienso en tu foto y recuerdo lo que dice el Código de circulación: LOS ANIMALES DEBEN VIAJAR ATRÁS E INMOVILIZADOS. En España nos pasamos el antedicho código por el forro: a los animales les damos el carnet y les animamos a que tomen el volante mientras nos lavamos la conciencia con un par de insulsas campañas al año. En Canadá, en cambio, al infractor le retienen el coche y lo subastan para descontarle la multa aunque sea de cien dólares. Listos ¿eh? Pues eso.
Hoy hace dos semanas que sufrí el último intento frustrado de atropello en el paso de peatones que hay cerca de mi casa. Ocurrió lo de siempre: todos los coches parados ante la rotonda por el atasco, peatones esperando a que el semáforo nos dé vía libre, rotonda que se despeja y tráfico que comienza a fluir, semáforo que cambia a rojo para los coches y a verde para las víctimas, avezado conductor que sucumbe a la tentación y acelera de repente. Resultado: Francisco Gijón golpeado en su costado por un espejo retrovisor.
Ante la molesta situación resulta obvio que el chófer, que en principio no albergaba intención de matarme y proseguir su marcha simultáneamente, se ve obligado a frenar porque el inconveniente de mi aparición le ha detenido los instantes justos para que la rotonda se vuelva a llenar de coches y ya no pueda proseguir (recordemos que el semáforo estaba en rojo para él).
Hacemos un cruce de malas caras. Es obvio: le he jodido el tránsito.
Uno no suele ser violento (no suele), pero reconozco que le faltó muy poco para que sacase al individuo del vehículo por la ventanilla abierta de su puerta, no obstante llevaba prisa y me limité a decirle el mejor insulto que conozco: "¡Mediocre!".
Me encanta llamarle eso a los malos conductores. Se quedan descolocados, pensativos, atontolinados... y además es un apelativo que sólo atraviesa el alma de los interpelados sin hacer uso de terceras personas (cual pudieran ser sus pobres madres, que bastante desgracia tienen con tener que soportar muchas veces la visión de lo que en su día se les descolgó por el conducto natural).
Lo reconozco: soy un peatón indignado. Pero creo que me sobran los motivos.
Estoy hasta los mismísimos de los chavalitos-reggaetón que, acompañados por sus sempiternas novias poligoneras, aceleran por calles estrechas colmados sus estómagos de pastillas y atascadas sus narices de farlopa atronando quinientos metros de calle con su insoportable ruido. Estoy hasta la mismísima de los giliflautas que te miran como si te perdonasen la vida porque en realidad podrían haberte atropellado pero no lo hicieron. Estoy hasta la coronilla también de ver incautos con el móvil pegado a la oreja, el "¡Ay-Fon!" al ojo o el niño de cuatro años de copiloto sin soltar el volante ni dejar quieto el pedal. Estoy hasta el otro sitio de los primates que toman las rotondas por el interior para girar a la derecha en la primera salida. Añado que también estoy harto de ver motoristas haciendo eses por entre los carriles como si las normas no fueran con ellos o adelantando a otros vehículos por la derecha. Estoy hasta los de abajo de que piten más a las mujeres cuando estadísticamente está demostrado que ellas son más prudentes al volante. Y, en definitiva, estoy hasta los "ya sabes" de oír la frase "yo controlo" de bocas cuyo aliento podría servir para que media provincia se sintiese de repente en Nochevieja con el cotillón y todo
Iré directo al grano: en este país muere mucha gente por culpa de las imprudencias de los conductores. Son ya demasiados niños muertos, demasiados ciclistas arrollados, demasiados arrepentidos en silla de ruedas, demasiado alto el precio que pagamos (también con los impuestos) por culpa de estos bípedos (que Dios los acoja algún día en su inodoro, no hoy). Yo mismo tengo demasiados amigos moteros en el camposanto.
Hace años, en Francia, pregunté por unos carteles que ponen allí en las carreteras secundarias y son muy curiosos: se trata de siluetas negras con un número en el centro pintado en blanco, tal vez un "40". Pregunté a un paisano y me dijo que era una advertencia que venía a significar que en esa carretera (entendiendo carretera por una vía numerada, no por un tramo) habían fallecido todas esas personas en el último año. Yo me reí y no pude callarme: "Eso lo hacemos en España en un fin de semana en una curva". Me reí porque me dio vergüenza. No me reía de los gabachos, sino de los españoles. Aquellos monigotes nos ponían en evidencia.
Mientras yo me pregunto qué habría pasado si el homínido que me había golpeado la cadera con su retrovisor, en lugar de dar con mi cuerpo hubiese dado con la cabeza del niño de ocho años que venía detrás de mí, cruzando legítimamente, pienso en tu foto y recuerdo lo que dice el Código de circulación: LOS ANIMALES DEBEN VIAJAR ATRÁS E INMOVILIZADOS. En España nos pasamos el antedicho código por el forro: a los animales les damos el carnet y les animamos a que tomen el volante mientras nos lavamos la conciencia con un par de insulsas campañas al año. En Canadá, en cambio, al infractor le retienen el coche y lo subastan para descontarle la multa aunque sea de cien dólares. Listos ¿eh? Pues eso.
FOTOGRAFÍA: Santiago Andreu
(en esta sección, Santiago Andreu -fotógrafo- y Francisco Gijón establecen una correspondencia artística en la que fotografías y textos se contestan creando un diálogo contractual de impresiones plásticas)