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martes, 28 de mayo de 2013

SOBRE LA LIBERTAD Y LOS DERECHOS CONSTITUCIONALES

Una Constitución debería ser un documento osado y valiente que permitiese una serie de cambios continuos, hasta de la forma de gobierno, si el pueblo lo desea. Como nadie dispone de la sabiduría suficiente para prever qué ideas responderán a las necesidades sociales más apremiantes que puedan sufrir, este documento debería garantizar la expresión más plena y libre de las opiniones del ciudadano.
Pero esto tiene un precio. La mayoría de nosotros defendemos la libertad de expresión cuando vemos un peligro de que se supriman nuestras opiniones. Sin embargo, no nos preocupa tanto cuando opiniones que despreciamos encuentran de vez en cuando un poco de censura.
Si hay una ideología clave para que triunfe la Democracia es que no debe haber ideologías obligatorias ni prohibidas.
La expresión de las opiniones debe estar protegida al máximo, incluso en el caso de que algunos de los protegidos defiendan la idea de que abolirían tal protección si tuvieran ocasión (para evitarlo están los jueces).
En su célebre libro Sobre la libertad, el filósofo inglés John Stuart Mill defendía que silenciar una opinión es "un mal peculiar". Si la opinión es buena, se nos arrebata la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si es mala, se nos priva de una comprensión más profunda de la verdad en su colisión con el error. Si sólo conocemos nuestra versión del argumento, apenas sabemos siquiera eso; se vuelve insulsa, pronto aprendida de memoria, sin comprobación, una verdad pálida y sin vida.
Si la sociedad permite que un número considerable de sus miembros crezcan como si fueran niños, incapaces de guiarse por la consideración racional de motivos distantes, la propia sociedad es culpable. Thomas Jefferson, alguien de quien hablaré pronto, lo exponía de un modo más expeditivo: "Si una nación espera ser ignorante y libre en un estado de civilización, espera lo que nunca fue y  nunca será". En una carta a Madison, abundó en la idea: "Una sociedad que cambia un poco de libertad por un poco de orden los perderá ambos y no merecerá ninguno".
Hay gente que, cuando se le ha permitido escuchar opiniones alternativas y someterse a un debate sustancial, ha cambiado de opinión. Se me viene a la cabeza el ejemplo de un tal Hugo Black, quien en su juventud era miembro del Ku Klux Klan y más tarde se convirtió en juez del Tribunal Supremo y fue uno de los defensores de las históricas decisiones del tribunal que afirmaron los derechos civiles de todos los norteamericanos. Se decía de él que, de joven, se puso túnicas blancas para asustar a los negros y, de mayor, se vistió con túnicas negras para asustar a los blancos.
El sistema de justicia penal es falible: se puede castigar a personas inocentes por delitos que no cometieron; los gobiernos son perfectamente capaces de encerrar a los que, por razones no relacionadas con la suposición de delito, no les gustan.  A veces puede liberarse al culpable para que el inocente no sea castigado. Eso no es sólo una virtud moral; también impide que se use el sistema de justicia penal para suprimir opiniones impopulares o minorías despreciadas. Es parte de la maquinaria que nos damos para subsanar nuestros propios errores.
Así como la unión entre gobierno y religión tiende a destruir al primero y a degradar la segunda; así como la separación entre Iglesia y Estado y la libertad de conciencia individual son el meollo de cualquier democracia que se tenga por tal. No sirve de nada tener ciertos derechos si no se usan: el derecho de libre expresión cuando nadie contradice al gobierno, la libertad de prensa cuando nadie está dispuesto a formular las preguntas importantes, el derecho de reunión cuando no hay protesta, el sufragio universal cuando vota cada vez una parte menor del electorado o la separación de Iglesia y Estado cuando no se repara regularmente el muro que los separa, son peligros que hay que afrontar a diario. No me cansaré de decirlo: los derechos y libertades o se usan o se pierden.
Deberíamos educar a nuestros hijos sobre el valor de la libre expresión y las demás libertades, sobre lo que ocurre cuando no se tienen y sobre cómo ejercerlas y protegerlas. Debería ser un requisito esencial para ser ciudadano de cualquier nación.  Si no podemos pensar por nosotros mismos, si no somos capaces de cuestionar la autoridad, somos pura masilla en manos de los que ejercen el poder.  Pero si los ciudadanos reciben una educación y forman sus propias opiniones, los que están en el poder trabajarán para nosotros.  Con ello se adquiere cierta decencia, humildad y espíritu de comunidad que puede preservarnos de muchos abusos y sufrimientos. No puedo resignarme a la ingeniosa frase que una vez escuché y que afirmaba que "la Democracia es equivocarse todos juntos cada cuatro años". En las urnas no estamos dando una patente de corso ni una carta blanca, sino haciendo un encargo a nuestros representantes políticos. Tenemos derecho a fiscalizar su comportamiento todos los días. Los propios políticos nos han acostumbrado a que aceptemos que no sea así y hemos permitido durante treinta años, tal vez por inexperiencia democrática o quizás por miedo a tiempos anteriores, que esto ocurra sin rechistar.
Para salvar el sistema es fundamental que hagamos todos un examen de conciencia democrática. Los peligros que nos acechan no están en las ideas que se contraponen a las nuestras, sino en nuestra falta de criterio a la hora de exigir que el sistema que nos hemos dado funcione.
Tal vez un buen comienzo sería exigir que, si hay separación de poderes, podamos todos votar democráticamente a los jueces y fiscales que en las altas instancias trabajan cada día para nosotros (y cuyos nombramientos dependen hoy de la clase política, no sabemos por qué).  Otra necesidad imperiosa es ampliar ciertas libertades en lugar de restringirlas (cual estamos haciendo ahora contra toda lógica). Y, por último, trasladar nuestra vehemencia a defender la conservación de derechos adquiridos (incluso desde tiempos de la Dictadura) en lugar de dividirnos apostando por luchar contra leyes y reglas no vinculantes que quizás no nos satisfagan, pero que benefician a una parte de nuestros conciudadanos y solamente si las dejamos existir podremos mejorarlas con el tiempo. No consintamos en nuestras vidas beocias intromisiones de poderes no democráticos con los que podemos simpatizar pero nunca imponer (da igual que sea una institución religiosa o una comunidad de indignados que no se postulan con un programa electoral bien defendido ante las urnas); no aceptemos que la filiación política suponga un encasillamiento del conciudadano y exijamos sin rubor y con toda claridad el cumplimiento exquisito por parte de nuestra clase política del mandamiento que le damos en la urnas. Preguntémonos por qué sólo podemos ver de cerca a nuestros representantes cuando nos piden el voto; si es lícito que utilicen prerrogativas inexistentes en democracias mucho más avanzadas (como la calidad de aforados) y recriminemos el inmovilismo atroz que nos está sumiendo en la más absoluta decepción.  Si no hacemos esto pronto, antes de una década nos habremos arrepentido de todos los errores que estamos cometiendo ahora, de todas las cortinas de humo en que nos hemos dejado envolver, de todos los esfuerzos que estamos malgastando en despreciar a quien no piensa como nosotros en lugar de emplearlos en exigir un sistema sólido, transparente y justo en el que nadie, absolutamente nadie, sobre. ¡Evitemos nuestra propia frustración! ¡En España no sobra nadie! ¡Nadie!

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