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miércoles, 24 de junio de 2015

LOS ORIGENES DE LA NOVELA MODERNA

La novela aparece como última manifestación de todas las literaturas, después del período de epopeya, de la poesía lírica, del drama, como resumen de todas ellas.  Pero aunque sea esto la novela, no impide que, como manifestación primera, haya aparecido antes de la formación de los pueblos, apenas aparecida la Humanidad, antes de inventada la escritura y antes de perfeccionado el idioma.  El hombre en sus propios albores llevaba ya en el cerebro la novela.
La imaginación, el poder creador del género humano para hacer surgir de la nada imágenes que agradan, recrean y entretienen, lleva con nosotros desde siempre. La imaginación necesita alimento, como lo necesita el cuerpo. Cuando ella no se alimenta caemos en las horas negras del aburrimiento. Yo tengo la casi certeza de que el hombre de la prehistoria ya inclinaba la cabeza, cuando niño, en el regazo de la madre, pidiendo que le constase un cuento antes de dormir.  Imagino a los adultos de hace 35.000 o más años reunidos junto al fuego nocturno, matando las largas horas contando cuentos y relatos de sus combates, de sus encuentros con animales fabulosos e inventando leyendas.
Los pueblos de Oriente, de tan exaltada imaginación, convertían en cuento todo cuanto tocaban sin necesidad de ser recordados. Los indostánicos demostraron ser muy imaginativos cuando tuvieron que legislar y crear sus grandes poemas sagrados con mitos, dioses y mitologías, que no eran otra cosa que novelas.  Y ese afán de lo maravilloso de persas, asirios, babilonios y judíos se nota en los orígenes del cristianismo, porque su primera propaganda, recordemos, fue hecha entre orientales, por personas de exagerada imaginación.
Los pueblos de más tradición siempre han sido los más imaginativos, los más aptos para la creación; y al extender Grecia y Roma su influencia por Europa, la literatura reviste formas luminosas; nace lo que hemos dado en llamar clasicismo.  Pero la novela no adquirió verdadera importancia sino entre los pueblos orientales.
Parto de la premisa -y puedo estar equivocado- de que la novela moderna necesita de dos elementos primordiales para su existencia: el amor y el hogar. Ha menester del ambiente de la familia, con todas sus intimidades y todas sus grandezas. Y la antigua sociedad grecolatina, en otros conceptos grandiosa, no lo era para la novela, porque en realidad no había familia, los ciudadanos pasaban el tiempo en el ágora murmurando de los magistrados, la mujer quedaba olvidada en su casa, sin participación en la vida pública de aquellas sociedades.  Se comprende, pues, que no existiera la novela tal cual la entendemos.  Acepto que los griegos nos han legado en este género las Fábulas Milesias y los romanos el Satiricón de Petronio, la Metamorfosis, de Ovidio y El asno de oro, de Apuleyo, que es apenas una transcripción de los diálogos de Lucrecio.  Pero no podemos considerar a tales obras como novelas.
Cuando el cristianismo modificó la constitución de las antiguas sociedades, cuando se formó en verdad la familia, cuando la mujer tomó relevancia -más de la que creemos para la época- adquiriendo personalidad, entonces y solo entonces, empezó a aparecer la novela como origen del género literario que ahora con ese nombre conocemos.
Apareció con los libros de caballería, precedida por dos obras tendentes a la verdadera novela: la Historia etiópica, en que el obispo Heliodoro describe los amores de Teógenes y Clerisandra, y otra de un autor desconocido, que según se cree nació en Bizancio, quien escribió Dafne y Cloe.  La obra de Heliodoro fue modelo para Cervantes, quien la usó de referente en su Persiles y Segismunda.
Vino con la Edad Media el florecimiento de la novela, que había empezado por el romance, cantado por los trovadores de castillo en castillo, de ciudad en ciudad y de aldea en aldea.  La prueba de que el romance es padre de la novela está en que ésta conserva aquel nombre en varias literaturas, como la de Francia e Italia, donde recibe el nombre de romance y romanzo, respectivamente.
Pero fue Cervantes quien impuso la palabra novela, que no clasifica con precisión este género, pues "novela" es un cuento largo, de manera que cuando ésta es más amplia que un cuento extenso debe llamarse romance.
En España hubo una influencia literaria que dejó hondas huellas.  La colosal maravilla de las Mil y una Noches, a cuya autoría contribuyó todo un pueblo, es el más brillante exponente de la fantasía islámica. Y era la España de la Edad Media como una carretera del mundo por donde afluían todos los hombres y que vio reunidos en su seno lo que quedaba del celtiberismo, la romanidad, los godos, los árabes y los hebreos.  Y esto explica los caracteres diversos y las múltiples aptitudes del pueblo español, en que predominaban libremente las virtudes guerreras. En España, la imaginación exaltada de los árabes, unida al profundo misticismo judío, influyó en la literatura creando libros que obtuvieron difusión por toda Europa: los antedichos libros de caballería. Fue en España, lugar de combate de cristianos y moros, abierto durante siete siglos, donde vinieron a encontrarse y a chocar las dos corrientes literarias, a saber: el romance heroico del cristianismo septentrional y la producción imaginativa de los poetas y guerreros semitas del islam. El Amadís de Gaula y todas sus innumerables imitaciones, que tanto abusaban de la literatura sobrehumana y de las extravagancias imaginativas, hizo necesaria una reacción.  Y esta reacción produjo la primera, la más grande y la más inmortal de todas las novelas modernas: Don Quijote de la Mancha.  Con ella Cervantes, contemporáneo de Shakespeare, se adelantó en varios siglos a los autores de otros países abriendo las puertas de un nuevo género.
Don Quijote de la Mancha es algo más que un libro célebre, está más allá de lo que llamamos literatura: es la vida eternizada en palabras.  El gran secreto del genio estriba en la condensación, en producir una obra que sea el símbolo de una fase de la vida o de la vida entera.  En esto Cervantes descuella por encima de todos los genios literarios.  Su libro es simplemente la síntesis de la vida completa.  Ha creado a Don Quijote, ha creado a Sancho Panza, y después de esto nos deja clarísimo que no hay nada más.  Cualquier novela posterior siempre tendrá, incluso sin saberlo, el referente de ese dualismo preclaro y absoluto.  Otro día hablaremos de ello.

sábado, 20 de junio de 2015

¿HASTA DÓNDE PUEDE CONDUCIR UN CRASO ERROR?

En el año 55 a. C. tres eran os hombres que ser repartían el control de Roma: Pompeyo, César y Craso.  César se hallaba ocupado con la conquista de la Galia. Pompeyo había anexionado Siria, tomando Jerusalén y acordado un tratado de paz con el imperio parto.
Craso, sin embargo, a pesar de ser el tercer miembro del triunvirato y el más rico de los tres, tenía que hacer méritos políticos y decidió que su deber como patriota consistía en conquistar a los partos, hacerse con su oro y someter su vasto imperio bárbaro al control de Roma.
El origen de la fortuna de Craso provenía del fuego. Roma era una ciudad de edificios de madera y los incendios eran comunes. Craso tenía esclavos profesionales de la construcción y la arquitectura, y cuando en la abarrotada ciudad (que rondaba el millón de habitantes) ardían los edificios, él acudía apresuradamente y adquiría los inmuebles en llamas y las manzanas adyacentes, que estaban a punto de ser pasto del fuego. Lo conseguía todo a precios irrisorios, y de este modo terminó siendo propietario de la mayor parte de la urbe.
Los partos descubrieron que corrían el peligro de sufrir una invasión inminente sin que hubiese existido provocación previa alguna ni se hubiera quebrantado ninguna cláusula del tratado que habían establecido con Pompeyo. Sabían que se les venía encima un ejército formidable comandado por Craso: aproximadamente 40.000 hombres (siete legiones junto con sus tropas auxiliares). Craso había dedicado todo un año a obtener el dinero en metálico de algunas ciudades del sur de Turquía y había obtenido el apoyo voluntario de Artabaces, rey de Armenia, quien le ofreció cooperar en su campaña con seis mil soldados de caballería y concederle paso franco por su reino.  Pero Craso desconfiaba de Artabaces y decidió rechazar la oferta del armenio y alcanzar su objetivo a través de Mesopotamia. Indicó a Artabaces que su labor consistiría en bloquear el avance parto. Artabaces respondió que sería un placer cumplir con su encargo.
Poco después, Artabaces recibió la visita de un huésped que llegaba acompañado de un ejército realmente grande.  Orodes II, el rey de reyes parto, se había presentado en su corte con la intención de celebrar un trascendental banquete y de concertar un matrimonio entre su hermana y el hijo de Artabaces.
Obviamente Craso vio confirmadas sus sospechas de que Artabaces no era un aliado excesivamente fiable.  Es por ello que después de que las fuerzas romanas hubieran soportado una larga marcha a través de un árido desierto, llegó un mensajero del rey armenio y, con el clásico lenguaje de la diplomacia, le dijo: "Ops, lo siento".  Añadió que sería mejor que los romanos no siguieran avanzando.
Craso hizo caso omiso de la advertencia y continuo en dirección a la ciudad amurallada de Harran o Harranu, situada al oeste de Turquía en la que, según la Biblia (que la llama Jarán; Génesis, 12, 4) había nacido nada menos que Abraham.  Harran se encontraba en el cruce de la carretera de Damasco con la de Nínive, había sido capital de Asiria en el siglo VII a. C. y era un punto clave de las caravanas comerciales.  Los romanos la llamaron Carras, y no tenían la menor idea de dónde se encontraban cuando se dirigían a ella. Les había conducido allí el aplomo descabellado de Craso y un guía no muy apropiado.
Mientras Craso y sus hombres desfilaban por la llanura de Harran, vieron ante sí a unos diez mil arqueros a caballo. La cifra equivalía  poco más de la cuarta parte de sus propias fuerzas y como Craso contaba también con su propia caballería -jinetes del sur de la Galia- no se preocupó demasiado
El general parto Surena era un caudillo que se desplazaba cono mil camellos de carga, doscientos carros para su harén, una guardia personal compuesta por mil hombres armados hasta los dientes y varios miles más provistos de pertrechos más ligeros, así como un séquito de diez mil jinetes. Y eso únicamente para una visita en son de paz.  Pero en Harran sus intenciones eran de todo menos pacíficas.
Surena mantuvo ocultos la mayor parte de sus efectivos y los romanos avanzaron confiadamente hacia la boca del lobo.
Los arqueros de la caballería parta revelaron ser muy distintos a los de cualquier otro ejército que los romanos hubieran conocido hasta entonces. En lugar de ir armados con simples arcos de madera, utilizaban dobles arcos recorvos de alta tecnología, fabricados con láminas superpuestas de madera, asta y tendones. El alcance máximo de sus armas era de 275 metros, y a 130 metros ya podían traspasar limpiamente las armaduras y escudos romanos.
Cuando Surena dio rienda suelta a su caballería pesada, que se había mantenido camuflada bajo mantos y pieles de animales, ser armó la marimorena.  Al arrancarse las envolturas que los cubrían, los romanos se vieron inmersos en un ataque inaudito para ellos, lanzado por un tipo de enemigo completamente nuevo, mas parecido a los caballeros medievales que a cualquier otra cosa que hubiera conocido el mundo clásico. Miles de jinetes fuertemente armados, protegidos por igual montura y caballero, se precipitaron sobre los desconcertados soldados de a pie italianos haciendo una escabechina entre ellos. Penetraron con gran destrozo entre las filas de las legiones de infantería y después se replegaron y dejaron que la caballería romana, capitaneada por el hijo de Craso, persiguiera a sus arqueros.
Entonces sobrevino la horrible sorpresa.  Los romanos que corrían tras los arqueros descubrieron que aquellos hombres podían disparar hacia atrás con tanta potencia y precisión como si cabalgasen de frente al enemigo. Los caballeros partos rodearon a sus perseguidores e hicieron una espléndida carnicería con ellos. 
Craso pensó que los persas se habrían quedado ya sin flechas, pero cometía un nuevo error. Al tratar de avanzar con el resto de sus fuerzas fue asaeteado y hecho picadillo. Al ordenar a sus hombres que se lanzaran a la carga, fueron diezmados sin dificultad. Incluso uno de los caballeros partos hizo caracolear su caballo delante del mismísimo Craso para enseñarle un trofeo: la cabeza de su hijo hincada en la punta de su lanza.
En aquella batalla murieron unos treinta mil legionarios y los diez mil restantes fueron hechos prisioneros y deportados al Asia central. Las águilas de las siete legiones romanas terminaron en los templos partos.  Apenas quinientos romanos lograrían regresar sanos y salvos a casa.  Acababa de dar comienzo una guerra que duraría la friolera de 600 años.  Pero de eso hablaremos en otra ocasión. Prosigamos con la anécdota.
Cuando la noticia de la victoria obtenida sobre Craso y sus legiones llegó a oídos de los dos jefes bárbaros, Artabaces y Orodes II, éstos se hallaban absortos con la conmovedora declamación de Las Bacantes de Eurípides, que protagonizaba una de las estrellas teatrales de la época: un actor llamado Jasón.
Estaba la audiencia aplaudiendo a Jasón, que hacía el papel de Penteo, cuando se presentó de improviso el lugarteniente de Surena, recién llegado del campo de batalla.  Llegó apresuradamente hasta los soberanos con la cabeza de Craso en la mano, la arrojó al suelo y se postró ante sus señores. Jasón tomó inmediatamente el trofeo, se despojó del atuendo de Penteo y se transformó en Ágave, la enloquecida y criminal madre de Penteo, a la que encarna en el momento en que se presenta en palacio con el desmembrado cuerpo de su hijo en brazos.

Traemos a palacio, de la montaña, un zarcillo recién cortado. Una hermosa presa.

Todo el mundo conocía la escena (no eran tan bárbaros los bárbaros). Y todo el mundo sabía lo que venía a continuación: la exclamación del coro:

¿Quién lo ha cortado?

Y en ese momento uno de los soldados que acababan de llegar se adelantó, cogió la cabeza que Jasón sostenía entre las manos, la levantó en vilo y respondió a las palabras de Ágave, que consumaban el desenlace de la escena: "He sido yo". Y era cierto.

Para mayor cachondeo sobre los vencidos, los partos representaron una parodia de los triunfos que solían hacer los romanos en su capital.  Se eligió como escenario el puerto de Seleucia, cerca de Antioquía.  Tras coger al prisionero que mayor parecido guardaba con el general derrotado, se le vistió de mujer y se le ordenó que respondiera al nombre de Craso y al título de Imperator.  Fue subido a un caballo y sacado en procesión. Como en los auténticos triunfos había trompeteros y funcionarios (los lictores) que portaban los símbolos de la autoridad de Roma: los fasces.  El falso Craso también contó con trompeteros, pero sus lictores cabalgaban a lomos de camellos, de sus fasces pendían bolsas y hachas con las cabezas cortadas de varios romanos.  Las últimas filas de la procesión estaban compuestas por prostitutas y músicos que entonaban canciones calumniosas y satíricas en las que se hablaba del afeminamiento y la cobardía de Craso.   Pero la mayor humillación se produjo al mostrar Surena al Senado de Seleucia la colección de objetos pornográficos hallados entre la impedimenta de uno de los generales de Craso, lo que sirvió a Surena de excusa para arrojar sobre los romanos una gran cantidad de ultrajantes afirmaciones que les ridiculizaban, dado que no eran capaces, ni siquiera cuando partían para la guerra, de prescindir de tales temas: "¡Vaya un atajo de gilipollas!", vino a decir.
Diez mil prisioneros romanos se desvanecieron en la inmensidad del imperio parto. Algunos terminaron en lo que hoy es Turkmenistán, donde se establecieron y se unieron a las fuerzas allí destinadas para la defensa de la frontera.
La historia china consigna que dos generales al mando de una importante expedición que recorría esa zona toparon con un extraño ejército en una ciudad situada a ochocientos kilómetros al este de Margiana. Dicha fuerza militar contaba con una plaza fuerte constituida por una doble empalizada de enormes troncos, y cuando los soldados hacían la instrucción disponían sus largos escudos de tal manera que formaban una pantalla defensiva que presentaba el aspecto de las escamas de un pez.  La empalizada era un género de fortificación característicamente romano y el único pueblo del siglo I que utilizaba escudos de esa clase, que hacía ese tipo de instrucción y que organizaba defensas de troncos como aquellas era el romano.
Volvieron a perder, claro está.  Los que sobrevivieron fueron conducidos a China y acomodados en un puesto fronterizo cuyo nombre original se cambió por Lijian.  Los historiadores se han preguntado, perplejos, si aquellas personas podían ser realmente soldados romanos, y se han escrito sesudos artículos que sugieren que los caracteres chinos de la palabra "Lijian" representan una palabra que significa Roma o Alejandría.  Quizá se hayan estado fijando en la lengua que no era,  ya que lijian es una palabra mongola que significa "legión".
Y es que uno nunca sabe hasta dónde puede conducir un craso error...

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lunes, 15 de junio de 2015

EL DÍA QUE WERNHER VON BRAUN CONOCIÓ EL MIEDO

Sobran las palabras para presentar al personaje. Von Braun fue el científico nazi que diseñó los famosos V-2 para Hitler, esos misiles primigenios que caían sobre Londres devastando manzanas enteras con su metralla. Cuando acabó la guerra, él como tantísimos científicos alemanes acabaron trabajando para los Estados Unidos y la Unión Soviética (nunca fueron juzgados por su filiación ni represaliados por su responsabilidad dentro del nazismo, al contrario). Un día hablaremos de cómo se repartieron ambos bloques a estos singulares personajes, así como de las verdaderas raíces de lo que todos conocemos como Guerra Fría (y que poco o nada tienen que ver con lo que suelen contarnos). Hoy vamos a hablar del único día en el que Wernher von Braun sintió verdadero pavor y tal vez se arrepintió de poner sus conocimientos al servicio de la política. Bueno, hablaremos de eso y de otras cosas todavía más preocupantes.
En 1958 los Estados Unidos organizaron, supervisaron y luego trataron de ocultar dos de las pruebas militares más peligrosas de la historia. Se trataba de sendas bombas termonucleares, llamadas Teak y Orange, cada una de las cuales tenían una potencia de nada menos que 3,8 megatones (la de Hiroshima tenía 15 kilotones "nada más"). No fueron explosiones de superficie sino en la alta atmósfera, y tuvieron lugar en el atolón de Johnston, a 1.200 kilómetros al oeste de las islas Hawaii. Teak explosionó a 80 kilómetros de altura y Orange a 45 km de altitud. Dicho de otro modo: ambas bombas reventaron justo en la capa de ozono. La excusa fue estudiar qué ocurriría si los soviéticos hacían una detonación a semejante altura sobre territorio norteamericano.
Lo primero que aprendieron fue que, en lugar de pasar desapercibida o ser difícilmente detectable, una detonación nuclear en la capa de ozono resultaba instantáneamente detectable y especialmente catastrófica en todos los sentidos. Las bolas de fuego producidas por ambos artefactos quemaron las retinas de todo bicho viviente en un radio de 362 kilómetros (se experimentó con monos y conejos, que fueron llevados al atolón y sus proximidades para salir de dudas: las cabezas de los animales fueron sujetas con artilugios para forzarlos a mirar hacia el punto donde tuvo lugar la detonación). Pero aún hay más: desde Guam hasta Maui el cielo azul se volvió rojo, luego blanco y después gris, provocando una aurora de 3.500 kilómetros sobre el meridiano geomagnético. Las comunicaciones de radio quedaron interrumpidas en el Pacífico durante 8 horas. Y, por supuesto, se abrió un agujero en la capa de ozono.
La Teak fue detonada el 1 de agosto de 1958 y von Braun, junto con otros científicos y. militares, contemplaron el "espectáculo" a una distancia de 1150 kilómetros al suroeste de Honolulu. Debido a un error de cálculo, el misil que portaba la bomba se desvió 26 millas de su objetivo y explosionó demasiado cerca de donde ellos se encontraban, de hecho casi sobre sus cabezas. El espectáculo les sobrecogió. Todos los pájaros del atolón murieron y la primera transmisión de radio que llegó a la isla, horas después, fue una pregunta: "Chicos, ¿todavía estáis ahí?".
En sus primeros diez milisegundos, la bola de fuego de la Teak adquirió un tamaño de 16 kilómetros (el tamaño de la isla de Manhattan). Al cabo de un segundo, la deflagración ya alcanzaba los 64 kilómetros de diámetro (cinco veces el condado de la ciudad de Nueva York). La radiación ultravioleta, como decimos, abrió un enorme agujero en la capa de ozono de 50 kilómetros de radio, sin embargo ese tema no preocupaba a finales de los años cincuenta.
Con gafas de aviador, una florida camisa hawaiana y sus pantaloncitos cortos a juego, Wernher von Braun observó la deflagración y quedó horrorizado. Tanto que abandonó la isla en cuanto las comunicaciones se restablecieron  y no quiso asistir al test de la segunda bomba.
Pero allí no acabaron las pruebas nucleares en la alta atmósfera, al contrario. Semanas después dio comienzo el ultra secreto proyecto Argus.
El Argus supuso la primera prueba de lanzamientos de misiles nucleares desde barcos de la Armada. Los días 27 y 30 de agosto y el 6 de septiembre de 1958, tres cabezas nucleares fueron lanzadas en misiles X-17 desde la cubierta del USS Norton Sound, cerca de las costas de Suráfrica, en el Atlántico Sur. Explosionaron a una altitud aproximada de 500 kilómetros. Se trataba esta vez de conocer el efecto de una explosión termonuclear por encima de la atmósfera terrestre, pero siempre dentro de su campo magnético. Querían saber si el pulso magnético podía dañar el equipamiento militar en superficie e incluso si esas explosiones servirían para interceptar y anular un posible y eventual ataque ruso con misiles nucleares. Pero no llegaron a ninguna conclusión, excepción hecha de que los Estados Unidos eran ya perfectamente capaces de lanzar misiles nucleares de largo alcance desde sus barcos. Resulta curioso que no hubiese filtraciones al respecto de estos experimentos hasta 1992.
¿Estaban los científicos del presidente colaborando en construir un mundo más seguro o abusando de su poder en la Casa Blanca? Sobrecoge la total falta de supervisión de que disfrutaron, por no decir "de impunidad".  Con el proyecto Argus, los consejeros científicos del Presidente estaban usando el espacio como laboratorio y demostrando un absoluto desprecio sobre los potenciales efectos catastróficos sobre la totalidad del planeta Tierra.
¿Qué hicieron los rusos mientras tanto? Bueno, Nikita Kruschev era muy consciente de que tenía que dejar claro quién mandaba. Por ello, el 30 de octubre de 1961 la Unión Soviética detonó la más grande y poderosa bomba nuclear que haya conocido el mundo: la Tsar Bomba. Era, sí, una bomba de Hidrógeno de... ¡50 megatones!


Si tenemos en cuenta que los 3,8 megatones de la Teak habían asustado a von Braun, el hombre que no se asustaba nunca de nada, podemos imaginar difícilmente que un solo artilugio pudiese contener el poder explosivo de todo el armamento utilizado en los siete años de la II Guerra Mundial, incluidas las dos bombas de Hiroshima y Nagasaki. La Tsar Bomba fue detonada en el norte de Rusia, volatilizó pueblos enteros y rompió los cristales de muchas casas a 1600 kilómetros de distancia (por ejemplo en Finlandia). Todo bicho viviente en un radio de 645 kilómetros quedó ciego (también seres humanos, por supuesto).
Y ahora hablemos de las consecuencias de la radioactividad. Siento ilustrar esta parte con imágenes tan poco agradables, pero considero que si vemos los efectos que produjo a medio y largo plazo la Tsar Bomba en las poblaciones vecinas a su campo de pruebas nos podremos hacer mejor idea de lo que, sin duda, habrá estado sucediendo en otros lugares del planeta sin que se nos diga nada al respecto.
La radioactividad contamina durante 20.000 años el entorno si la detonación se produce en superficie, pero si ésta tiene lugar en la atmósfera, los vientos se llevarán las partículas a cualquier rincón del planeta y éstas acabarán depositadas en lugares tan insólitos e insospechados que ninguno podemos saber si nuestros alimentos han sufrido algún tipo de contaminación nuclear.
Cuando tuvo lugar el accidente de Chernobil, que marcó el definitivo desmoronamiento de la Unión Soviética y el sistema comunista, todo Occidente se llevó las manos a la cabeza ante la preocupación de que la nube radiactiva de su reactor pudiese afectar a la salud de los europeos (de hecho, las mediciones arrojaron indicios de contaminación en zonas tan alejadas como Valencia, islas Baleares o País Vasco).
Pero yo me pregunto, ante el recalcitrante silencio que oscurece cualquier atisbo de información en torno al desastre de Fukushima, si los millones de toneladas de agua radiactiva que fueron y son vertidos al océano Pacífico no habrán conformado el equivalente a una nube radiactiva subacuática que estará contaminando inexorablemente nuestros mares por los siglos de los siglos.
Sólo el tiempo dirá si la energía nuclear, utilizada con fines bélicos o pacíficos, no habrá supuesto el fin de nuestra civilización y, por ende, será el punto final de la revolución neolítica que nos condujo a ser la especie más salvaje y menos merecedora de habitar este variado, increíble y bello planeta del que parece que nos hayamos desentendido.
Dicho esto, veamos el mapa de pruebas nucleares que hemos disfrutado en el mundo durante el magnífico siglo XX:



sábado, 13 de junio de 2015

EL TRIPULANTE DEL ACUSHNET Y HERMAN MELVILLE

La vida a bordo de un barco ballenero era un tedio inacabable, interrumpido ocasionalmente por el entusiasmo de la persecución (y no pocas veces por la muerte o heridas graves de uno o varios tripulantes), la preparación del arpón, su lanzamiento y la captura del cetáceo, y cuando se hervía su grasa para la extracción del aceite, que se almacenaba en barriles en la bodega. Una expedición duraba a menudo tres años y a veces el ballenero podía regresar a puerto sin un solo barril de aceite en la bodega.
Entretanto, mientras el ballenero zigzagueaba por los mares en busca de su presa, los tripulantes dormían, fumaban, o esculpían dientes y huesos de ballena para convertirlos en diversos objetos. Y si no hacían nada de lo anterior, solían inventar historias o "jugaban" en la jerga de los balleneros, contaban aventuras (unas ciertas, otras no tanto) sobre ballenas y balleneros que habían conocido.
Muchos relatos se referían a ballenas que habían sido alcanzadas y luego se habían soltado, como cuando en 1802 el capitán Peter Ruddock perdió a su presa tras haberla arponeado y cuando trece años más tarde sus hombres mataron un cetáceo que habían estado persiguiendo, comprobaron que el oxidado arpón de Ruddock estaba clavado en el costado del animal.
Las leyendas más populares eran as de ballenas conocidas por sus cualidades guerreras. Por ejemplo, a principios de la década de 1800, el cachalote negro denominado Tom de Nueva Zelanda se hizo famoso por las docenas de balleneros que había destruido (cuando lo capturó finalmente el Adonis, logró convertir en astillas nueve embarcaciones que le perseguían antes de morir).  Una explicación probable para su agresividad eran los diversos arpones que se encontraron alojados en sus carnes cuando lo descuartizaron.
Pero entre todos los relatos que los balleneros intercambiaban durante sus muchas horas de ocio a bordo o en las tabernas de los puertos de todo el mundo, destacaba un nombre por encima de todos los demás: Mocha Dick, un cachalote macho conocido por la enorme cicatriz blanca en su gigantesca cabeza y la ferocidad de sus envites.  Este cachalote tomó su nombre del primer ataque conocido contra un ballenero en 1810 cera de la isla Mocha, a unas trescientas millas al sur de Valparaíso, en la costa pacífica de Sudamérica. Tan renombrado era Mocha Dick por su habilidad para eludir su captura y al mismo tiempo destruir casi todo lo que se lanzara contra él, que indudablemente muchos de los ataques que se le atribuyeron eran obra de otras ballenas, pero no disminuyeron los relatos sobre sus hazañas, hasta el punto de que durante los cincuenta años siguientes se convirtió en "la ballena blanca" que seguía atacando buques balleneros y sus tripulaciones.
Después de aproximadamente un centenar de batallas, en las que treinta hombres habían perdido la vida y muchas docenas de embarcaciones habían sido destruidas, en general se admite que Mocha Dick, tuerto y con diecinueve arpones en sus laceradas carnes, acabó su vida en manos de un ballenero sueco en 1859, y aunque por fin abandonó los grandes océanos, su reputación garantizó que un día el relato de sus hazañas se convertiría en uno de los pilares de la literatura universal.  Sólo faltó que Herman Melville, ya experimentado ballenero como tripulante del Acushnet, con base en Fairhaven, Massachussetts, elaborara su obra maestra con el título de Moby Dick.
Esto condujo a que un experimentado inspector ballenero del siglo XIX hiciese la siguiente afirmación:
"Si escribís un libro sobre la pesca de ballenas, no digáis exactamente la verdad. Si lo hacéis, nadie en tierra os creerá y nadie en el mundo de la pesca de ballena os reconocerá como balleneros, ya que ningún autor de relatos sobre ballenas ha contado nunca exactamente la verdad desde que Herman Melville estableció la norma de la falsedad ballenera."

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viernes, 12 de junio de 2015

WENCESLAO FERNÁNDEZ FLÓREZ Y EL ARTE DE LA CRÓNICA PARLAMENTARIA

Hubo una época en la que en la que el Congreso de los Diputados conoció grandes oradores y éstos tuvieron el reconocimiento de excelentes cronistas. Para mí esa etapa concluyó cuando culminamos en este país la Santa Transición y el inigualable periodista Luis Carandell dejó de reflejar los rifirrafes y tontadas de Sus Señorías.
Carandell fue el último heredero de una tradición decimonónica (todo es decimonónico en España) que alcanzó su máximo exponente en la figura de don Wenceslao Fernández Flórez, quien nos legó auténticas perlas en cuanto a la crónica parlamentaria se refiere. En su galleguismo, el humor y un excelente dominio del castellano (los gallegos llevan el latín pegado a la espalda, no me cansaré de decirlo), don Wenceslao construía artículos que merecen pasar a los anales de la literatura periodística (y que nos remontan a aquella desaparecida época en la que los periodistas sabían leer y escribir). Hablemos, pues, de él.
En algunas de estas acotaciones nos hemos permitido comparar al cronista parlamentario con un pescador. Un pescador no es un hombre envidiable, sentado en la ribera, meditativo y callado, con una enorme caña entre las manos, pacientemente sometido a la buena fe de unos peces que quieren picar, justifica los abundantes epigramas que a su cota se han hecho. Así escribía Fernández Flórez un día de diciembre de 1916; y explicaba, que en aquella tarde, la caña del cronista de Cortes no alzó nada que valiese la pena: Cebamos el anzuelo, un tirón. Es el hijo del señor Navarro Reverter. Gordo, calvo, remiso, lento de imaginación y de palabra... no es comestible... lo desprendemos de la púa acerada y lo devolvemos al mar... otro tirón... es el hijo del señor Navarro Reverter... al agua otra vez. Media hora más... tiemblan unos círculos en torno del hilo, levantamos la caña y la brillante y desnuda cabeza del mismo contumaz individuo de la comisión vuelve a brotar entre el agua marina.
No creo que se pueda describir mejor la situación en que, tarde tras tarde, se encuentra el cronista parlamentario encaramado en la alta tribuna de la prensa, pensando sin cesar en la obligación que le impone su redactor jefe de escribir el artículo del día. Escucha pacientemente largos discursos, aquellos discursos de los que don Wenceslao decía en sus crónicas de la época de la Primera Guerra Mundial, que eran los gases asfixiantes del parlamentarismo. En las dos series de Acotaciones de un oyente que el autor hizo para el diario ABC de 1916 a 1918 y, posteriormente, durante las Cortes Constituyentes de la República -más literarias las primeras, más políticas las segundas-, se puede decir que dio a los cronistas parlamentarios del futuro una completa guía de la vida y milagros, hechos y decires de sus señorías, de la variopinta diversidad de su oratoria, de sus conversaciones de pasillo, de los pactos del salón de conferencias.
La vida que no es una curiosidad inteligente no vale la pena, escribía don Wenceslao al terminar sus crónicas de 1931.  Sus artículos son en efecto un ejercicio de curiosidad y de observación; pero son sobre todo un ejercicio de libertad. No informa sobre el contenido de los debates. Esta no es su función, aunque los esboza siempre y a menudo da sus propias opiniones utilizando la caricatura literaria, que a veces llega al surrealismo, de la realidad observada. Su humor tiene un tono conservador propio de quien deja discurrir su mirada sobre el mundo sin querer cambiarlo. Pero la suya es una mirada benévola, que no descalifica a nadie aunque se complace en mostrar la existencial comicidad de las situaciones que describe, la comicidad, en el fondo, de la condición humana. Es maestro de la descripción de las personas y de sus actitudes en los largos debates. Comenta así, por ejemplo, la costumbre que el conde de Romanones tenía de hurgarse los dientes con su palillo mientras estaba sentado en su escaño:
Es muy frecuente ver este palillo entre los labios del señor conde. Suponemos nosotros que al salir de su casa, el gran estadista advierte que, en la tercera muela de la derecha del maxilar inferior, ha quedado enterrado el granillo de una uva. Intenta desalojar al intruso, pero el automóvil va dando brincos sobre los baches y el señor presidente fracasa en su intención."Bueno", piensa, "cuando esté en el banco azul veremos quién puede más"... Recomendamos a los asiduos del Congreso que no dejen de conceder algún día tres cuartos de hora a sus ocios para asistir a esta lucha emocionante. El señor Conde, examina el terreno, pincha el granillo, que cada vez se va refugiando más adentro en la oquedad insondable de la muela. Don Álvaro va alzando el codo, va abriendo la boca más y más, pugna, revuelve, escarba, sacude, imprime al palillo un movimiento giratorio, espeluzna el bigote, se derrumba poco a poco en el banco azul.
A través de las Acotaciones vamos viendo al señor Maura que se queda traspuesto un momento en su escaño, contemplamos la plácida siesta del diputado Nougués, conocemos a Alfonso Rodríguez Castelao, el Ghandi gallego, dice de él Fernández Flórez en un vivo retrato, o escuchamos el redoble de puñadas que se atiza en los pectorales don Indalecio Prieto al contestar a una interpelación. Una de las más famosas crónicas de don Wenceslao es la que escribió después de una sesión secreta en las Cortes Constituyentes de 1931. En una nota de la redacción el periódico ABC explicaba que el día anterior había recibido de su corresponsal parlamentario un fajo de cuartillas en blanco, una crónica secreta. Y añadía que, en conversación telefónica, Fernández Flórez había advertido al periódico que no toleraría que se suprimiese ni una sola línea del artículo.
En el Senado, esa cámara que todavía no sabemos para lo que sirve pero sí lo que nos cuesta, decía don Wenceslao, hay menos luz, menos gente, no se grita, los ujieres están más gordos. En aquella época, el Senado era una Cámara de Pares, con mayoría de rancios títulos; alguno de los senadores, advertía el cronista, fue encontrado en una excavación. Del más anciano de ellos, el señor Groizard, afirmaba que es tan viejo, tan viejo, que un día se quedó contemplando el cuadro de la Conversión de Recaredo de Muñoz Degrain, que se conserva en el Salón de Conferencias, y exclamó: ¡Gran día, rudo golpe para el arrianismo! Pero Recaredo no era así, ni san Leandro tampoco. No se parecen en nada.
La primera serie de las Acotaciones está dedicada al maestro Azorín, genial creador de las crónicas parlamentarias en el periodismo español (SIC). Azorín, es cierto, fue el maestro de Fernández Flórez en el arte de escribir, pero no tanto en la ironía de la intención. Don Wenceslao no abandona nunca el humor. Se fija mucho en las formas de la oratoria de la Cámara. No le gusta la pomposidad de que aún usaban algunos oradores de la época, como don Niceto Alcalá Zamora, pero rinde tributo a la oratoria persuasiva de don Melquiades Álvarez, el inventor del reformismo, tan persuasiva, dice Flórez, que si alguna vez se viera que no prosperaba la cosecha de garbanzos, se debería enviar a don Melquiades al campo para que les arengara diciendo: Ah, señores garbanzos, y a medida que la oración avanzase iría brotando aquí un tallo, allá otro, luego una mata, después verdearía todo el garbanzal... Don Melquiades, según cuenta Fernández Flórez, en un discurso sobre el tema de la instrucción pública, fue bajando uno a uno los escalones desde su alto escaño, diciendo a cada paso: Señores del gobierno -un peldaño-, vosotros... -otro peldaño. Y dice don Wenceslao que, a medida que descendía los escalones, los ministros iban apretándose contra el banco azul poseídos de un pánico creciente. Y luego, la oratoria azucarada del señor Osorio, la austera y reprobatoria de Salmerón, la oratoria llamada del dispense usted de aquel diputado señor Zumárraga, que pedía perdón por cada expresión que salía de su boca y esperaba en vano que el presidente de la Cámara agitara la campanilla. O bien la oratoria que Fernández Flórez llama de canto de codorniz que empleaba el famoso doctor Cortezo, diciendo: Los sufridos, los resignados, los pacientes médicos rurales, vienen soportando, vienen aguantando, vienen sobrellevando la quietud, la inmovilidad, el estatismo de los gobernantes. O la de aquel otro orador que afirmaba, mientras ganaba tiempo para que se le fuera ocurriendo una frase acertada: "Yo conozco un lugar próximo a Almadén, muy próximo a Almadén, tan próximo a Almadén que son las minas de Almadén".
Y también menciona don Wenceslao a los velocistas de la oratoria. El señor Bullón, dice Fernández Flórez en una crónica de 1918, demostró cómo se puede pronunciar en media hora un discurso de dos horas. Dos taquígrafos pidieron la excedencia, asegura el autor. Y añade: La velocidad del orador aumentaba de tal manera que el final del discurso llegó a nosotros diez minutos antes que los párrafos anteriores.

¿DE DÓNDE VIENE LA HISTORIA DEL ARCA DE NOÉ?

En el libro del Génesis leemos: "El año seiscientos de la vida de Noé, en el mes segundo, a los diecisiete días del mes, aquel día fueron rotas todas las fuentes del gran abismo, y las compuertas del cielo se abrieron, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches" (Gn, 7,11-12).
El arca de Noé deriva del latín arca, palabra relacionada con el verbo arcere, que significa encerrar o contener. Se podría decir que el arca logró "contener" el diluvio.  Una teoría interesante sobre el origen de Noé es Nuah, una diosa lunar de la tradición babilónica, que empleaba un arca para transportar a los hombres entre un mundo y el otro. Hay un paralelismo evidente entre Nuah y el dios egipcio Osiris, que transportaba a los muertos al otro mundo; Caronte el barquero, que transportaba las almas de una orilla del riío Estigia hacia el Hades, en la otra orilla, y el rey Arturo, que viajó a Avalon a bordo de una nave.
Muchas culturas contienen relatos análogos sobre el diluvio universal que eliminó a una humanidad descarriada.  Quizá el más conocido sea el relato bíblico al que aludimos, pero éste es una variante del poema épico sumerio de Gilgamesh, un relato tan antiguo que antecede al propio Homero (que fue coetáneo de los primeros escritos del Génesis).  En el año 1853 se encontraron doce tablillas en la biblioteca excavada del rey asirio Asurbanipal.  Estas tablillas, algunas de las cuales databan del año 2000 a.C., contenían una serie de antiguas historias y mitos babilónicos cuyo principal protagonista era Gilgamesh, el legendario rey de Uruk.
En los relatos, Gilgamesh se enteró de que el dios Ea había instado al ser ancestral Utnapistim a construir un barco para salvar a sus familiares, sus bienes y una selección del ganado y animales salvajes; el arca que se construyó tenía forma cúbica y medía 120 codos por cada lado (unos siete metros).  Un temporal rugió durante seis días y seis noches y al séptimo día, el arca se posó en la cima del monte Nasir.  Entonces Utnapistim soltó una paloma, que regresó al barco, seguida por una golondrina, que también volvió y por último, soltó un cuervo, que no regresó.
Según la mitología griega un hijo de Prometeo llamado Deucalión y su esposa Pirra lograron sobrevivir al diluvio en un arca y se dedicaron a repoblar la raza humana, mediante el novedoso sistema de tirar piedras por encima del hombro; cada piedra se convertía en un ser humano.  Según el mito griego del diluvio de Ogigia, la gran inundación tuvo lugar durante el reinado de Ogiges, unos doscientos años antes de las lluvias que afectaron a Deucalión.
El Rig Veda de la India (en sánscrito, rig significa riqueza o alabanza y veda significa conocimiento) es una recopilación de salmos que datan por lo menos del año 2000 a.C. y constituyen el que quizá sea el documento más antiguo de todas las escrituras sagradas aún empleadas por las religiones actuales e incluyen el relato del arca de Manu (el antepasado de la humanidad), que se salvó cuando lo remolcó hasta un lugar seguro un pez enorme que había sido salvado por él cuando era pequeño.
El relato escandinavo llamado Edda (el nombre comparte una etimología común con el veda sánscrito) cuenta la historia del fallecimiento del gigante primigenio Yimir. Lo mató el dios Odín y su sangre inundó el mundo destruyendo a todos los seres vivos excepto Bergelmir y a su esposa, que sobrevivieron en una embarcación y procedieron a fundar una nueva raza.
El pueblo hopi de Arizona cuenta que el dios creador Sotuknag destruyó a los habitantes de una civilización anterior con una inundación y que los propios hopi se salvaron gracias a balsas de junco.
Las leyendas maoríes cuentan que el dios Tawaki desató su ira sobre la humanidad por sus continuos pecados mediante una inundación con todas las aguas del cielo. Sólo se permitió a unos pocos sobrevivir con balsas.
Trow, el antepasado mítico del pueblo dyak del norte de Borneo, se logró salvar de las inundaciones en un abrevadero, hasta que las aguas decrecieron.
El pueblo arapahoe, en Norteamérica, cuenta que su deidad Rock se mantuvo a salvo gracias a una embarcación hecha de telarañas y hongos.
Los antepasados de los lituanos se salvaron al resguardarse en una cáscara de nuez, mientras que los ancestros del pueblo boliviano chane se salvaron al flotar en una olla de barro hasta un lugar seguro.
Las leyendas hawaianas hablan de Nuu, que junto con su esposa, sus tres hijos y las esposas de éstos, se salvaron de una inundación que destruyó el mundo gracias a una enorme embarcación que él había construido; al descender las aguas, dicha embarcación se posó en Mauna Kea, la montaña más alta de las islas (asombroso aquí el parecido con la historia de Noé).  Según las tradiciones venezolanas, la "era de las aguas altas" quedó registrada en unas marcas talladas en lo alto de los acantilados por artistas prehistóricos que trabajaban desde sus canoas.
Uno no sabe si fue lluvia, desbordamiento o tsunami, pero es curioso que en todas las culturas aparezcan historias tan similares en esencia entre sí.
Tal vez el filósofo griego Demócrito (460-370 a.C.) tenia razón y sabía más de lo que revelaba cuando dijo que "la naturaleza tiene verdades sepultadas en el fondo del mar".

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miércoles, 10 de junio de 2015

GIROLAMO SAVONAROLA

Savonarola era un religioso dominico que vivía en el monasterio de San Marcos en Florencia. Allí impartía vehementes sermones sobre la pobreza y la sobriedad que se debían seguir por parte de los cristianos. Criticaba las grandes fiestas, los pecados de los jóvenes e incluso llegó a afirmar que el Papa Inocencio VIII era el pontífice más vergonzoso de toda la historia, con el mayor número de pecados y la reencarnación del mismísimo diablo.
Savonarola, con su ruda cabeza adornada de una larga nariz aguileña que a veces escondía bajo la capucha de su hábito marrón, provocaba auténtico terror entre sus fieles. Proclamaba que el fin del mundo estaba muy cerca, que se iba a producir en 1492 y, si no, hacia el año 1500. Profetizaba gravísimas pandemias que iban a exterminar a buena parte de la población.
Y sus acólitos empezaron a creerle pues, si bien los exploradores del Nuevo Mundo llevaron a América el sarampión, de allí se trajeron la sífilis. enfermedad que se extendió por la capital de la Toscana como la pólvora: el cuerpo de las víctimas se llenaba de pústulas, se les caía la carne del rostro y los enfermos enloquecían, No había señal más clara del final de los tiempos.
Todo indicaba que el monje era un auténtico profeta, un elegido de Dios, y que era el fin del mundo. 
Savonarola, por su parte, luchó contra la poderosa familia Médici mostrando que todo lo que él maldecía sus componentes lo encarnaban. Incluso en el lecho de muerte del gobernador Lorenzo de Médici, maldijo a éste haciéndole creer que ardería en el infierno. Tras la muerte de Lorenzo, Savonarola declaró a Florencia una República Cristiana y, ávido de poder, comenzaron los excesos del monje demente. Castigó la sodomía con la muerte: quemaba a esos pecadores en la piazza della Signoria o los ahorcaba en la puerta de la ciudad para que así todo el mundo los viese. Despotricaba contra los espíritus creativos del Renacimiento. Creó además eso tan conocido como "la hoguera de las vanidades". Confiscaba casa por casa todos los objetos que consideraba pecaminosos: cosméticos, espejos, libros paganos, vestidos de fiesta... e incluso instrumentos musicales.
Algunos pintores que fueron fieles seguidores del monje quemaron sus cuadros en las piras demoniacas.
Pero un buen día todo se volvió en su contra. El anunciado fin del mundo no se producía y la gente pasaba penurias económicas. El estado de la ciudad de Florencia se deterioró enormemente. Las predicciones del monje dejaron de hacer mella en sus fieles, a lo que éste reaccionó metiéndose con la propia Santa Madre Iglesia, la cual, obviamente, lo condenó: primero lo excomulgaron, luego dieron orden de arresto desde el Vaticano y finalmente hubo incluso una orden pontificia de acabar con su vida.
Pero fueron los fieles en 1497 quienes rompieron las puertas del monasterio florentino en el que se recluía: entraron, mataron a varios hermanos de su orden, se llevaron a Savonarola y lo torturaron durante semanas. Al final lo ataron a una cruz con cadenas y prendieron fuego a una hoguera en la cual lo calcinaron vivo. No contentos con ello, los restos del monje y sus cenizas fueron arrojados al río Arno, que fue el que acogió in extremis el cuerpo del monje maldito.
En aquellos tiempos no se podía permitir que quedase ni una sola reliquia de Savonarola al alcance de los fanáticos.

lunes, 8 de junio de 2015

RASPUTIN: EL CAMPESINO SIBERIANO QUE ACABÓ CON UN IMPERIO

Rasputín era un campesino analfabeto que nació en un pequeñísimo pueblo de Siberia. Ya de joven se sabía distinto del resto de la gente. Quería salir de allí, pero le faltaban medios económicos y culturales para abandonar la aldea que le vio nacer.
En aquella época existían unos peregrinos que iban de pueblo en pueblo mendigando pan y colchón a cambio de contarle a los lugareños las historias del mundo. Estos peregrinos recalaron en la aldea y nuestro personaje comprendió muy pronto que a estos hombres se les escuchaba, se les abrían las puertas y todo el mundo se congregaba en torno a ellos para escuchar sus historias. Quería ser uno de ellos.
Entonces decidió abandonarlo todo: a su mujer, a sus hijos, el pedazo de tierra que cultivaba para sobrevivir... ¡todo! Y se unió a los peregrinos y caminó con ellos cientos, miles de kilómetros desde la estepa rusa hacia occidente.
Lo que menos le gustaba a Rasputín del peregrinaje era la castidad y la abstinencia etílica, pero no tardaría en encontrar una solución. Recaló en un monasterio muy singular: en él se acogían presos. Los presidiarios de la zona tenían dos opciones: o ir a la cárcel o acabar en aquel sitio a ver si se enmendaban. Rasputín se quedó con ellos. Nuestro singular personaje descubrió allí que una serie de presos habían conseguido crear un culto religioso a su medida, un credo que promulgaba que cuanto más pecador y más bajo caía el individuo, tanto más alto se elevaba su alma hacia Dios.
Cabe destacar que Rasputín nunca llegó a ordenarse sacerdote por dos motivos: no sabía leer ni escribir y era absolutamente incapaz de aprenderse los textos sagrados. A modo de anécdota diremos que sólo sabía contar hasta cien. Era, en definitiva, un hombre muy limitado, pero que se daba cuenta de que era capaz de desconcertar a la gente y de ser extraordinariamente persuasivo; y esto lo explotó hasta las últimas consecuencias. Así fue como Rasputín llegó a San Petersburgo.
La aristocracia rusa se concentraba en aquella ciudad. Había perdido su identidad nacional (hablaban todos en francés, vestían a la moda de París y decoraban sus lujosas mansiones con muebles franceses). Hablamos de una aristocracia aburrida, ociosa, que había caído en la rutina y que estaba ansiosa de novedades. Por aquellos tiempos, en los que ya estaban de moda el espiritismo y las artes oscuras, Rasputín, que entró en sociedad nada menos que a través del primo del zar, supuso toda una novedad por su capacidad provocadora.
¿Cómo provocaba Rasputín? De muchas formas.
En primer lugar hablaremos de su luenga barba. Los rusos antes se dejaban la barba muy larga para parecerse a Jesucristo, pero Pedro el Grande, que había quedado fascinado con las modas francesas, decidió que aquello era una guarrería y obligó a los varones a afeitarse o, al menos, a llevar las barbas pulcramente recortadas. Esto le supuso grandes enfrentamientos con el Santo Sínodo y la cosa quedó en que todos se cortarían la barba excepto los monjes y los campesinos siberianos. Rasputín era ambas cosas. Pero es que la barba de Rasputín daba mucho de sí. No sólo la llevaba por el ombligo, es que además solía dejarse en ella pegada comida del día anterior. Era un hombre bastante marrano. Todo lo que tenía de guarro, lo tenia de provocador. No se lavaba las manos ni siquiera antes de comer. Cuando era invitado a una cena de gala entre aristócratas, solía introducir sus dedos mugrientos en la sopa y ofrecérselos a la señora que tenía sentada al lado mientras le pedía que se los chupara. Estas ocurrencias divertían mucho a la aristocracia y solían utilizarle como un modelo de exhibición y divertimento. 
Como el monje era consciente de su absoluta falta de cultura y sabía que en las fiestas era el centro de atención de todos, encontró un medio de hacer creer que estaba especialmente dotado intelectualmente: no acababa las frases. La artimaña surtió efecto: la gente quedaba atónita ante aquel larguirucho de penetrantes ojos azules que se dejaba las frases a medias y muy pronto corrió la voz de que era un hombre inteligentísimo y sabio a más no poder.
Pero ¿cómo llegó Rasputín a Palacio?
Pues no fue a través del primo del Zar, ni mucho menos, sino merced a una serie de factores desafortunados y bastante chocantes.
Alejandra, la zarina, era una mujer que se había casado por amor con Nicolás II. Adoraba a su esposo. Ambos se necesitaban mucho: todo lo pusilánime que era el marido se veía compensado por la fortaleza de carácter de la esposa; de hecho era ella la que llevaba las riendas en la Corte. El problema es que los rusos no la aceptaban. En ella veían a una provinciana extranjera (era alemana) que no estaba a la altura de compartir el trono del imperio más poderoso de la Tierra. Además, se encontró con una aguerrida suegra que le hizo una auténtica guerra fría desde el primer momento en que pisó San Petersburgo. Y Alejandra, en lugar de ganarse a la gente, optó por recluirse cada vez más. Llegó incluso a persuadir a su marido para abandonar el Palacio de Invierno y hacerse un chalé en las afueras de la ciudad, donde vivir todos alejados de la aristocracia. Y allí fue donde ella se refugió en Dios de una manera absolutamente exagerada (pasaba horas rezando de rodillas rodeada de velas, hacía penitencia por medio de castigos corporales, etc...). ¿Por qué se comportaba así? Bien, pues porque Alejandra muy pronto se quedó embarazada de su marido y dio a luz una preciosa niña. Luego trajo otra niña al mundo. Tras el tercer parto, el bebé también era una niña... ¡No había manera de darle al zar un heredero varón! 
Visto que la expiación no funcionaba, Alejandra se vio tentada por ponerse en manos de curanderos y espiritistas que le costaron una fortuna. Llegó a traer desde Lyon a un carnicero, un tal Phillipe, del que se afirmaba que poseía unos poderes prodigiosos (y los tenía: logró persuadir a muchos aristócratas de San Petersburgo de que podía volverlos invisibles y éstos se paseaban por las calles de la ciudad absolutamente convencidos de que nadie los veía). Gracias a la intercesión del tal Phillipe, la zarina perdió la regla, comenzó a tener náuseas y su vientre creció... Alejandra tuvo lo que ahora llamamos "un embarazo psicológico". ¡Mecachis! Vuelta a empezar y encima convertida en el hazmerreír de la alta sociedad, que ya no tenía ninguna duda de que aquella provinciana alemana estaba mal de la cabeza. La zarina se puso de nuevo en manos de Dios... y al final tuvo el ansiado hijo varón. ¡Oh, felicidad! Lástima que fuese hemofílico y que cualquier pequeño golpe le pudiese provocar una fatal hemorragia interna o cualquier rasguño desangrarlo.
Alejandra estaba absolutamente devastada por el dolor. No sabía qué hacer. El niño era tan enfermizo que en varias ocasiones hubo que suministrarle la extrema unción. Permanecía las 24 horas vigilado por dos guardias de la Marina Imperial. La madre estaba en una agonía continua porque sabía que la vida de su hijo estaba permanentemente en peligro. ¿Podría encontrar alguna curación?
Fue entonces cuando le hablaron de Rasputín. 
Ella, escarmentada por los charlatanes que le habían estado tomando el pelo, era reticente a recibir al monje. Sin embargo le aseguraron que en esta ocasión no tenía nada que perder, pues Rasputín no pediría nada a cambio. Así que finalmente accedió.
La entrada de Rasputín en escena no pudo ser más espectacular. Se personó ante los zares, les regaló un pequeño icono llamándoles "papá y mamá" (y así lo haría hasta el final) y les pidió inmediatamente si podía ir a rezar frente a la cuna del zarévich para rogar a Dios por su curación.
Los zares se quedaron estupefactos: la enfermedad del niño era un secreto de Estado. Muy pocos tenían noticia de su hemofilia. Rasputín había sido invitado sin advertirle del motivo... ¿Cómo podía ser? (ahora sabemos que se enteró por la filtración de un empleado de la casa). El caso es que la pareja imperial accedió al ruego y Rasputín fue llevado ante el niño, se arrodilló frente a él y rezó. Luego se fue. Así, sin más y casi sin despedirse.
No mucho tiempo después el monje fue llamado de nuevo a la Corte. El niño había empeorado. Los médicos y cuidadores no paraban de mover su cuerpecito para explorarle... y nada. Cuando llegó, Rasputín hizo justo lo contrario que los demás: no tocó al niño. Se postró de rodillas a su lado y rezó y rezó y siguió rezando (¿qué iba a hacer?). Hoy sabemos que para un hemofílico el nerviosismo es fatal. Rasputín, por ignorancia, por suerte o porque no podía hacer otra cosa, le aportó al zarévich lo que más necesitaba: paz, tranquilidad y sosiego. Al día siguiente el niño había mejorado y estaba sentado en su cama con ganas de jugar.
La zarina ya no tenía ninguna duda: Rasputín era un elegido de Dios. A partir de ese instante, se le confiaron al monje todas las decisiones de la política rusa. Cada decisión de Estado pasaba antes por el advenedizo y estrafalario monje que acabó, de facto, gobernando la nación más poderosa del mundo. Y mientras tanto el pueblo, sumido en la miseria, muriéndose de frío y de hambre.
Algunos aristócratas y, sobre todo, parte de la burguesía, decidieron que había que eliminar como fuese a Rasputín pues se había convertido en un peligro para la nación. Alguien tenía que matarlo... pero ¿quién lo haría? El elegido sería Yusupov, un primo del zar.
¿Y quién era el tal Yusupov? Pues, además del segundo hombre más rico de Rusia, resultaba el menos sospechoso para llevar a cabo el crimen. Se trataba de un homosexual refinado y culto que había estudiado en Oxford y no había empuñado un arma en su vida. El señuelo sería su esposa.
Rasputín recibió una invitación para conocer a Irina, una mujer bellísima, que precisaba de sus servicios. Los servicios de Rasputín con las mujeres eran muy simples: se acostaba con ellas. La alta sociedad estaba tan aburrida y era tan decadente que encontraba de lo más normal esta práctica con el monje sanador (de hecho las mujeres hacían cola por mantener relaciones sexuales con Rasputín y sus maridos lo veían con muy buenos ojos porque era un hombre santo).
Y al palacio de Yusupov llegó entusiasmado el monje con su barba larguísima pensando en las delicias que le esperaban, pero se le dijo que la tal Irina no estaba visible todavía, que esperase. Y le ofrecieron unos pasteles (Rasputín era un goloso de campeonato). Los pasteles, como sabréis, habían sido envenenados previamente por un doctor amigo de Yusupov que estaba en el ajo. Se conoce que la dosis de veneno no era la adecuada o que los desproporcionados excesos del monje, que había pasado ya por varios comas etílicos, habían dejado su organismo a prueba de bomba, como a Mitríades. Hubo que recurrir a las pistolas. 
Y allí tenemos al príncipe y a los otros conjurados disparándole mal, hiriéndolo en las piernas, en un brazo y al monje retorciéndose de dolor, maldiciendo y asegurando que se lo iba a contar todo a la zarina. Hay mucho mito en torno a la presunta inmortalidad de Rasputín, pero debemos tener en cuenta que sus ejecutores eran gente delicada, nada agresiva y que no sabían ni a dónde apuntar. Al final, arrojaron su cuerpo malherido al río y el fresquito de sus aguas hizo lo que ellos no pudieron: el cadáver del monje fue hallado poco después flotando cauce abajo.
Ese fue el fin de Rasputín, pero llegó demasiado tarde. No mucho después el Ejército Rojo apresaría a la familia imperial y, tras retenerlos durante algún tiempo, perpetrarían contra ellos una auténtica masacre.
Y aquí acaba esta historia de la Historia, singular y tragicómica, que acabaría convertida en un tema musical y discotequero de finales de los 70. Espero que os haya entretenido.

viernes, 5 de junio de 2015

¿INTERNET NOS HA HECHO MEJORES?

Sí, así me lo pregunto: ¿es mejor la sociedad con Internet?
Muy probablemente nuestra generación haya vivido los veinte años en los que más ha cambiado el mundo desde que comenzó el Neolítico; sin embargo, no somos conscientes de esos cambios. Nuestra forma de pensar, de relacionarnos, de entretenernos, de amarnos, de estar solos o acompañados... ha cambiado radicalmente en las últimas dos décadas. Internet prometía poner el mundo al alcance de nuestras manos; el problema era que no podíamos elegir qué parte del mundo y que cuando se nos hizo esa promesa, nosotros tampoco pensábamos en las dimensiones de lo que se nos estaba prometiendo. Hace poco más de veinte años se creó un planeta nuevo llamado ciberespacio, que era y es un ecosistema apenas vinculado al mundo real.
¿Qué se esconde tras Internet? ¿Quién controla esta poderosa máquina de comunicación y con qué oscuros fines lo hace? ¿Somos más libres o la Humanidad está en peligro?
La mística del ciberespacio nos ofrece la quimera de un conocimiento casi ilimitado y en tiempo real, pero el justiprecio es "quedarse colgado": Internet es poderosamente adictivo. Muy lejos estamos de esos registros akásicos a los que aspiraban algunos iniciados hace siglo y medio, y que prometían el conocimiento universal accesible a todos los hombres. Tenemos, sí, grandes posibilidades de acceder a sabidurías que podrían elevar nuestra cultura y espiritualidad... pero nos quedamos perpetuamente colgados con las mayores y más sórdidas bobadas a través de las redes sociales, ahora llevadas al extremo con los teléfonos inteligentes. 
La insensibilización sistemática nos vence: depravación y virtud nos aguardan a un click de distancia hasta en el patio de los colegios. Ahora todo el mundo anda tonto con el smartphone por la calle (algunos hasta se dejan atropellar por no perder de vista su perfil en la red social). Las calles se han convertido en un submundo zombi de personas que deambulan con las cabezas agachadas y chocan entre sí. Merced a esos aparatos, hay personas que a través de Internet pueden identificar nuestros gustos, miedos, intereses, bajas pasiones, miedos... y además ganar dinero venciendo esa información a terceros para que éstos, a su vez, nos vendan unas bragas, un político, una película, una idea apócrifa o una necesidad.
Internet se ha convertido en la herramienta que ha transformado la realidad interna de cada ser humano para convertirla en otra cosa y moldearla a voluntad. Pero ¿a voluntad de quién?
¿A quién beneficia esto? Estamos ante una durísima encrucijada. Hemos pasado de "1984" a "Un Mundo Feliz", de Orwell a Huxley sin darnos cuenta: vivimos en una novela distópica.
Yo tengo fe en el ser humano, una fe absoluta en sus posibilidades. Creo que son muchos los que saben que hay un camino de luz entre las sombras más siniestras; pero ¿podremos recorrerlo? ¿tiene sentido? Hay que reflexionar y nadie lo hace.
Navegando por la red se encuentra uno a veces cosas que le hacen sentir como un ser despedazado en el inframundo. Por accidente se precipita en una serie de páginas, fotos y vídeos que causan pavor. En el resplandor solitario de la pantalla se puede recorrer sin esfuerzo una mescolanza de escenas que, por desgracia, no son de ficción: decapitaciones, amputaciones, vejaciones, violaciones... se concentran en diferentes páginas con unos comentarios absolutamente bochornosos e hirientes de personas que parecen disfrutar con los acontecimientos que contemplan. Somos humanos y por lo tanto débiles. Sentimos curiosidad y morbo. Acaso Internet haya servido para sacar a la superficie esa sombra interna para que ahora nos invada y anegue.
El horror a nivel global; el horror como nunca antes se había visto al alcance de un "click". Y el sueño de Internet, el sueño de alcanzar el conocimiento universal, de evolucionar, de ir un paso más allá, se va quedando convertido en ascuas infernales que sacan a relucir lo peor de nuestra especie.
No puedo entender que esto suceda, que los niños estén expuestos de una forma tan cruda y que existan comentarios que transmitan una insensibilidad tan atroz de una parte de la sociedad a la que pertenezco. El horror se ha convertido en un pasatiempo, en un juego; y la red de redes en un campamento macabro que está impregnando las mentes de nuestros hijos.
¿Cómo es posible? ¿Acaso la joya de Internet se ha acabado rebelando contra nosotros? ¿Interesa que nos volvamos insensibles? ¿Cómo es posible que nadie proteja a los niños? ¿Cómo puede ser que este tema no ocupe ni un sólo minuto en los consejos de ministros o en las tertulias televisivas? ¿Cómo podemos aceptar que un crío de diez años, que una cría de doce, puedan estar viendo a solas o con sus amigos linchamientos, torturas y la quema de seres humanos?
No vale echarle la culpa a los padres: lo que no puedan ver en casa lo encontrarán en un cibercafé, en casa de sus amigos, en la propia escuela o en otro sitio. El niño, por ser niño, es curioso. Al adulto le ocurre lo mismo. La curiosidad es lo que ha hecho avanzar a nuestra civilización. Pero... ¿y ahora qué?
¿Es Internet el reflejo del mundo en que vivimos o acaso el mundo se ha hecho peor con Internet? ¿Éramos así antes o el ser humano se ha convertido en esto tras veinte años de world wide web? Siempre ha habido perturbados y perturbadores, lo peor de nuestra especie, pero ahora... ¿nos dará nuestra inteligencia las herramientas para superar semejante desidia hacia nosotros mismos?
No sé qué me aterra más, si que esto suceda o que nadie lo denuncie ni abra un debate al respecto. ¿Qué nos hemos dejado por el camino para llegar hasta aquí?
Estamos en una encrucijada.
Encendemos el ordenador y usamos las redes para comentar banalidades, discutir entre nosotros, tomar partido sobre posturas que nos confrontan, radicalizarnos, volcar nuestras frustraciones e intereses, ofender sin ton ni son... Estamos, sí, en una encrucijada. Nos adormecemos mientras nos llevan a un estado de control absoluto sin que nos demos cuenta... y nos sentimos libres.
¿A quién le interesa esto? ¿Quién tiene la verdadera llave de Internet? Porque Internet tiene llaves y tiene amos... pero lo hemos olvidado. Internet está controlado por catorce personas que fueron elegidas en su día y que tienen siete llaves. Cada uno de ellos tiene una llave y hay dos juegos de llaves, uno en la cosa Este y otro en la costa Oeste de los Estados Unidos. Bajo unas medidas de seguridad muy estrictas se celebra cada tres meses lo que se llama "la ceremonia de la llave". Siete de esas personas acuden a un búnker blindado del más alto nivel donde acceden a una caja de seguridad con sus llaves. En esa caja de seguridad está la clave criptográfica de los servidores DNS, que son los que asignan los nombres de los dominios (los que convierten las letras que ponemos en los navegadores en una dirección IP, que no son más que números). Todo eso que nos parece tan obvio precisa de un sitio donde se tiene que traducir, y ese sitio está en los Estados Unidos y tiene una clave criptográfica que se cambia cada tres meses. Esas personas, pues, son las que tienen la llave de internet. Sin esas llaves y ese cambio trimestral, Internet se expondría a que los servidores DNS fuesen pirateados, lo que podría suponer el mayor crimen del siglo porque dejaría a merced de cualquiera la economía y los secretos gubernamentales de todas las naciones de la tierra.
Por lo tanto, sí que hay responsables, sí que hay dueños, sí que hay señores de Internet y sí que estamos a merced de algo que nos ha superado hace tiempo. Y si hay dueños y señores, también hay beneficiarios de lo que ocurre en la red: los que celebran cada tres meses la liturgia de las siete llaves.