En el año 55 a. C. tres eran os hombres que ser repartían el control de Roma: Pompeyo, César y Craso. César se hallaba ocupado con la conquista de la Galia. Pompeyo había anexionado Siria, tomando Jerusalén y acordado un tratado de paz con el imperio parto.
Craso, sin embargo, a pesar de ser el tercer miembro del triunvirato y el más rico de los tres, tenía que hacer méritos políticos y decidió que su deber como patriota consistía en conquistar a los partos, hacerse con su oro y someter su vasto imperio bárbaro al control de Roma.
El origen de la fortuna de Craso provenía del fuego. Roma era una ciudad de edificios de madera y los incendios eran comunes. Craso tenía esclavos profesionales de la construcción y la arquitectura, y cuando en la abarrotada ciudad (que rondaba el millón de habitantes) ardían los edificios, él acudía apresuradamente y adquiría los inmuebles en llamas y las manzanas adyacentes, que estaban a punto de ser pasto del fuego. Lo conseguía todo a precios irrisorios, y de este modo terminó siendo propietario de la mayor parte de la urbe.
Los partos descubrieron que corrían el peligro de sufrir una invasión inminente sin que hubiese existido provocación previa alguna ni se hubiera quebrantado ninguna cláusula del tratado que habían establecido con Pompeyo. Sabían que se les venía encima un ejército formidable comandado por Craso: aproximadamente 40.000 hombres (siete legiones junto con sus tropas auxiliares). Craso había dedicado todo un año a obtener el dinero en metálico de algunas ciudades del sur de Turquía y había obtenido el apoyo voluntario de Artabaces, rey de Armenia, quien le ofreció cooperar en su campaña con seis mil soldados de caballería y concederle paso franco por su reino. Pero Craso desconfiaba de Artabaces y decidió rechazar la oferta del armenio y alcanzar su objetivo a través de Mesopotamia. Indicó a Artabaces que su labor consistiría en bloquear el avance parto. Artabaces respondió que sería un placer cumplir con su encargo.
Poco después, Artabaces recibió la visita de un huésped que llegaba acompañado de un ejército realmente grande. Orodes II, el rey de reyes parto, se había presentado en su corte con la intención de celebrar un trascendental banquete y de concertar un matrimonio entre su hermana y el hijo de Artabaces.
Obviamente Craso vio confirmadas sus sospechas de que Artabaces no era un aliado excesivamente fiable. Es por ello que después de que las fuerzas romanas hubieran soportado una larga marcha a través de un árido desierto, llegó un mensajero del rey armenio y, con el clásico lenguaje de la diplomacia, le dijo: "Ops, lo siento". Añadió que sería mejor que los romanos no siguieran avanzando.
Craso hizo caso omiso de la advertencia y continuo en dirección a la ciudad amurallada de Harran o Harranu, situada al oeste de Turquía en la que, según la Biblia (que la llama Jarán; Génesis, 12, 4) había nacido nada menos que Abraham. Harran se encontraba en el cruce de la carretera de Damasco con la de Nínive, había sido capital de Asiria en el siglo VII a. C. y era un punto clave de las caravanas comerciales. Los romanos la llamaron Carras, y no tenían la menor idea de dónde se encontraban cuando se dirigían a ella. Les había conducido allí el aplomo descabellado de Craso y un guía no muy apropiado.
Mientras Craso y sus hombres desfilaban por la llanura de Harran, vieron ante sí a unos diez mil arqueros a caballo. La cifra equivalía poco más de la cuarta parte de sus propias fuerzas y como Craso contaba también con su propia caballería -jinetes del sur de la Galia- no se preocupó demasiado
El general parto Surena era un caudillo que se desplazaba cono mil camellos de carga, doscientos carros para su harén, una guardia personal compuesta por mil hombres armados hasta los dientes y varios miles más provistos de pertrechos más ligeros, así como un séquito de diez mil jinetes. Y eso únicamente para una visita en son de paz. Pero en Harran sus intenciones eran de todo menos pacíficas.
Surena mantuvo ocultos la mayor parte de sus efectivos y los romanos avanzaron confiadamente hacia la boca del lobo.
Los arqueros de la caballería parta revelaron ser muy distintos a los de cualquier otro ejército que los romanos hubieran conocido hasta entonces. En lugar de ir armados con simples arcos de madera, utilizaban dobles arcos recorvos de alta tecnología, fabricados con láminas superpuestas de madera, asta y tendones. El alcance máximo de sus armas era de 275 metros, y a 130 metros ya podían traspasar limpiamente las armaduras y escudos romanos.
Cuando Surena dio rienda suelta a su caballería pesada, que se había mantenido camuflada bajo mantos y pieles de animales, ser armó la marimorena. Al arrancarse las envolturas que los cubrían, los romanos se vieron inmersos en un ataque inaudito para ellos, lanzado por un tipo de enemigo completamente nuevo, mas parecido a los caballeros medievales que a cualquier otra cosa que hubiera conocido el mundo clásico. Miles de jinetes fuertemente armados, protegidos por igual montura y caballero, se precipitaron sobre los desconcertados soldados de a pie italianos haciendo una escabechina entre ellos. Penetraron con gran destrozo entre las filas de las legiones de infantería y después se replegaron y dejaron que la caballería romana, capitaneada por el hijo de Craso, persiguiera a sus arqueros.
Entonces sobrevino la horrible sorpresa. Los romanos que corrían tras los arqueros descubrieron que aquellos hombres podían disparar hacia atrás con tanta potencia y precisión como si cabalgasen de frente al enemigo. Los caballeros partos rodearon a sus perseguidores e hicieron una espléndida carnicería con ellos.
Craso pensó que los persas se habrían quedado ya sin flechas, pero cometía un nuevo error. Al tratar de avanzar con el resto de sus fuerzas fue asaeteado y hecho picadillo. Al ordenar a sus hombres que se lanzaran a la carga, fueron diezmados sin dificultad. Incluso uno de los caballeros partos hizo caracolear su caballo delante del mismísimo Craso para enseñarle un trofeo: la cabeza de su hijo hincada en la punta de su lanza.
En aquella batalla murieron unos treinta mil legionarios y los diez mil restantes fueron hechos prisioneros y deportados al Asia central. Las águilas de las siete legiones romanas terminaron en los templos partos. Apenas quinientos romanos lograrían regresar sanos y salvos a casa. Acababa de dar comienzo una guerra que duraría la friolera de 600 años. Pero de eso hablaremos en otra ocasión. Prosigamos con la anécdota.
Cuando la noticia de la victoria obtenida sobre Craso y sus legiones llegó a oídos de los dos jefes bárbaros, Artabaces y Orodes II, éstos se hallaban absortos con la conmovedora declamación de Las Bacantes de Eurípides, que protagonizaba una de las estrellas teatrales de la época: un actor llamado Jasón.
Estaba la audiencia aplaudiendo a Jasón, que hacía el papel de Penteo, cuando se presentó de improviso el lugarteniente de Surena, recién llegado del campo de batalla. Llegó apresuradamente hasta los soberanos con la cabeza de Craso en la mano, la arrojó al suelo y se postró ante sus señores. Jasón tomó inmediatamente el trofeo, se despojó del atuendo de Penteo y se transformó en Ágave, la enloquecida y criminal madre de Penteo, a la que encarna en el momento en que se presenta en palacio con el desmembrado cuerpo de su hijo en brazos.
Traemos a palacio, de la montaña, un zarcillo recién cortado. Una hermosa presa.
Todo el mundo conocía la escena (no eran tan bárbaros los bárbaros). Y todo el mundo sabía lo que venía a continuación: la exclamación del coro:
¿Quién lo ha cortado?
Y en ese momento uno de los soldados que acababan de llegar se adelantó, cogió la cabeza que Jasón sostenía entre las manos, la levantó en vilo y respondió a las palabras de Ágave, que consumaban el desenlace de la escena: "He sido yo". Y era cierto.
Para mayor cachondeo sobre los vencidos, los partos representaron una parodia de los triunfos que solían hacer los romanos en su capital. Se eligió como escenario el puerto de Seleucia, cerca de Antioquía. Tras coger al prisionero que mayor parecido guardaba con el general derrotado, se le vistió de mujer y se le ordenó que respondiera al nombre de Craso y al título de Imperator. Fue subido a un caballo y sacado en procesión. Como en los auténticos triunfos había trompeteros y funcionarios (los lictores) que portaban los símbolos de la autoridad de Roma: los fasces. El falso Craso también contó con trompeteros, pero sus lictores cabalgaban a lomos de camellos, de sus fasces pendían bolsas y hachas con las cabezas cortadas de varios romanos. Las últimas filas de la procesión estaban compuestas por prostitutas y músicos que entonaban canciones calumniosas y satíricas en las que se hablaba del afeminamiento y la cobardía de Craso. Pero la mayor humillación se produjo al mostrar Surena al Senado de Seleucia la colección de objetos pornográficos hallados entre la impedimenta de uno de los generales de Craso, lo que sirvió a Surena de excusa para arrojar sobre los romanos una gran cantidad de ultrajantes afirmaciones que les ridiculizaban, dado que no eran capaces, ni siquiera cuando partían para la guerra, de prescindir de tales temas: "¡Vaya un atajo de gilipollas!", vino a decir.
Diez mil prisioneros romanos se desvanecieron en la inmensidad del imperio parto. Algunos terminaron en lo que hoy es Turkmenistán, donde se establecieron y se unieron a las fuerzas allí destinadas para la defensa de la frontera.
La historia china consigna que dos generales al mando de una importante expedición que recorría esa zona toparon con un extraño ejército en una ciudad situada a ochocientos kilómetros al este de Margiana. Dicha fuerza militar contaba con una plaza fuerte constituida por una doble empalizada de enormes troncos, y cuando los soldados hacían la instrucción disponían sus largos escudos de tal manera que formaban una pantalla defensiva que presentaba el aspecto de las escamas de un pez. La empalizada era un género de fortificación característicamente romano y el único pueblo del siglo I que utilizaba escudos de esa clase, que hacía ese tipo de instrucción y que organizaba defensas de troncos como aquellas era el romano.
Volvieron a perder, claro está. Los que sobrevivieron fueron conducidos a China y acomodados en un puesto fronterizo cuyo nombre original se cambió por Lijian. Los historiadores se han preguntado, perplejos, si aquellas personas podían ser realmente soldados romanos, y se han escrito sesudos artículos que sugieren que los caracteres chinos de la palabra "Lijian" representan una palabra que significa Roma o Alejandría. Quizá se hayan estado fijando en la lengua que no era, ya que lijian es una palabra mongola que significa "legión".