Sobran las palabras para presentar al personaje. Von Braun fue el científico nazi que diseñó los famosos V-2 para Hitler, esos misiles primigenios que caían sobre Londres devastando manzanas enteras con su metralla. Cuando acabó la guerra, él como tantísimos científicos alemanes acabaron trabajando para los Estados Unidos y la Unión Soviética (nunca fueron juzgados por su filiación ni represaliados por su responsabilidad dentro del nazismo, al contrario). Un día hablaremos de cómo se repartieron ambos bloques a estos singulares personajes, así como de las verdaderas raíces de lo que todos conocemos como Guerra Fría (y que poco o nada tienen que ver con lo que suelen contarnos). Hoy vamos a hablar del único día en el que Wernher von Braun sintió verdadero pavor y tal vez se arrepintió de poner sus conocimientos al servicio de la política. Bueno, hablaremos de eso y de otras cosas todavía más preocupantes.
En 1958 los Estados Unidos organizaron, supervisaron y luego trataron de ocultar dos de las pruebas militares más peligrosas de la historia. Se trataba de sendas bombas termonucleares, llamadas Teak y Orange, cada una de las cuales tenían una potencia de nada menos que 3,8 megatones (la de Hiroshima tenía 15 kilotones "nada más"). No fueron explosiones de superficie sino en la alta atmósfera, y tuvieron lugar en el atolón de Johnston, a 1.200 kilómetros al oeste de las islas Hawaii. Teak explosionó a 80 kilómetros de altura y Orange a 45 km de altitud. Dicho de otro modo: ambas bombas reventaron justo en la capa de ozono. La excusa fue estudiar qué ocurriría si los soviéticos hacían una detonación a semejante altura sobre territorio norteamericano.
Lo primero que aprendieron fue que, en lugar de pasar desapercibida o ser difícilmente detectable, una detonación nuclear en la capa de ozono resultaba instantáneamente detectable y especialmente catastrófica en todos los sentidos. Las bolas de fuego producidas por ambos artefactos quemaron las retinas de todo bicho viviente en un radio de 362 kilómetros (se experimentó con monos y conejos, que fueron llevados al atolón y sus proximidades para salir de dudas: las cabezas de los animales fueron sujetas con artilugios para forzarlos a mirar hacia el punto donde tuvo lugar la detonación). Pero aún hay más: desde Guam hasta Maui el cielo azul se volvió rojo, luego blanco y después gris, provocando una aurora de 3.500 kilómetros sobre el meridiano geomagnético. Las comunicaciones de radio quedaron interrumpidas en el Pacífico durante 8 horas. Y, por supuesto, se abrió un agujero en la capa de ozono.
La Teak fue detonada el 1 de agosto de 1958 y von Braun, junto con otros científicos y. militares, contemplaron el "espectáculo" a una distancia de 1150 kilómetros al suroeste de Honolulu. Debido a un error de cálculo, el misil que portaba la bomba se desvió 26 millas de su objetivo y explosionó demasiado cerca de donde ellos se encontraban, de hecho casi sobre sus cabezas. El espectáculo les sobrecogió. Todos los pájaros del atolón murieron y la primera transmisión de radio que llegó a la isla, horas después, fue una pregunta: "Chicos, ¿todavía estáis ahí?".
En sus primeros diez milisegundos, la bola de fuego de la Teak adquirió un tamaño de 16 kilómetros (el tamaño de la isla de Manhattan). Al cabo de un segundo, la deflagración ya alcanzaba los 64 kilómetros de diámetro (cinco veces el condado de la ciudad de Nueva York). La radiación ultravioleta, como decimos, abrió un enorme agujero en la capa de ozono de 50 kilómetros de radio, sin embargo ese tema no preocupaba a finales de los años cincuenta.
Con gafas de aviador, una florida camisa hawaiana y sus pantaloncitos cortos a juego, Wernher von Braun observó la deflagración y quedó horrorizado. Tanto que abandonó la isla en cuanto las comunicaciones se restablecieron y no quiso asistir al test de la segunda bomba.
Pero allí no acabaron las pruebas nucleares en la alta atmósfera, al contrario. Semanas después dio comienzo el ultra secreto proyecto Argus.
El Argus supuso la primera prueba de lanzamientos de misiles nucleares desde barcos de la Armada. Los días 27 y 30 de agosto y el 6 de septiembre de 1958, tres cabezas nucleares fueron lanzadas en misiles X-17 desde la cubierta del USS Norton Sound, cerca de las costas de Suráfrica, en el Atlántico Sur. Explosionaron a una altitud aproximada de 500 kilómetros. Se trataba esta vez de conocer el efecto de una explosión termonuclear por encima de la atmósfera terrestre, pero siempre dentro de su campo magnético. Querían saber si el pulso magnético podía dañar el equipamiento militar en superficie e incluso si esas explosiones servirían para interceptar y anular un posible y eventual ataque ruso con misiles nucleares. Pero no llegaron a ninguna conclusión, excepción hecha de que los Estados Unidos eran ya perfectamente capaces de lanzar misiles nucleares de largo alcance desde sus barcos. Resulta curioso que no hubiese filtraciones al respecto de estos experimentos hasta 1992.
¿Estaban los científicos del presidente colaborando en construir un mundo más seguro o abusando de su poder en la Casa Blanca? Sobrecoge la total falta de supervisión de que disfrutaron, por no decir "de impunidad". Con el proyecto Argus, los consejeros científicos del Presidente estaban usando el espacio como laboratorio y demostrando un absoluto desprecio sobre los potenciales efectos catastróficos sobre la totalidad del planeta Tierra.
¿Qué hicieron los rusos mientras tanto? Bueno, Nikita Kruschev era muy consciente de que tenía que dejar claro quién mandaba. Por ello, el 30 de octubre de 1961 la Unión Soviética detonó la más grande y poderosa bomba nuclear que haya conocido el mundo: la Tsar Bomba. Era, sí, una bomba de Hidrógeno de... ¡50 megatones!
Si tenemos en cuenta que los 3,8 megatones de la Teak habían asustado a von Braun, el hombre que no se asustaba nunca de nada, podemos imaginar difícilmente que un solo artilugio pudiese contener el poder explosivo de todo el armamento utilizado en los siete años de la II Guerra Mundial, incluidas las dos bombas de Hiroshima y Nagasaki. La Tsar Bomba fue detonada en el norte de Rusia, volatilizó pueblos enteros y rompió los cristales de muchas casas a 1600 kilómetros de distancia (por ejemplo en Finlandia). Todo bicho viviente en un radio de 645 kilómetros quedó ciego (también seres humanos, por supuesto).
Y ahora hablemos de las consecuencias de la radioactividad. Siento ilustrar esta parte con imágenes tan poco agradables, pero considero que si vemos los efectos que produjo a medio y largo plazo la Tsar Bomba en las poblaciones vecinas a su campo de pruebas nos podremos hacer mejor idea de lo que, sin duda, habrá estado sucediendo en otros lugares del planeta sin que se nos diga nada al respecto.
La radioactividad contamina durante 20.000 años el entorno si la detonación se produce en superficie, pero si ésta tiene lugar en la atmósfera, los vientos se llevarán las partículas a cualquier rincón del planeta y éstas acabarán depositadas en lugares tan insólitos e insospechados que ninguno podemos saber si nuestros alimentos han sufrido algún tipo de contaminación nuclear.
Cuando tuvo lugar el accidente de Chernobil, que marcó el definitivo desmoronamiento de la Unión Soviética y el sistema comunista, todo Occidente se llevó las manos a la cabeza ante la preocupación de que la nube radiactiva de su reactor pudiese afectar a la salud de los europeos (de hecho, las mediciones arrojaron indicios de contaminación en zonas tan alejadas como Valencia, islas Baleares o País Vasco).
Pero yo me pregunto, ante el recalcitrante silencio que oscurece cualquier atisbo de información en torno al desastre de Fukushima, si los millones de toneladas de agua radiactiva que fueron y son vertidos al océano Pacífico no habrán conformado el equivalente a una nube radiactiva subacuática que estará contaminando inexorablemente nuestros mares por los siglos de los siglos.
Sólo el tiempo dirá si la energía nuclear, utilizada con fines bélicos o pacíficos, no habrá supuesto el fin de nuestra civilización y, por ende, será el punto final de la revolución neolítica que nos condujo a ser la especie más salvaje y menos merecedora de habitar este variado, increíble y bello planeta del que parece que nos hayamos desentendido.
Dicho esto, veamos el mapa de pruebas nucleares que hemos disfrutado en el mundo durante el magnífico siglo XX:
En 1958 los Estados Unidos organizaron, supervisaron y luego trataron de ocultar dos de las pruebas militares más peligrosas de la historia. Se trataba de sendas bombas termonucleares, llamadas Teak y Orange, cada una de las cuales tenían una potencia de nada menos que 3,8 megatones (la de Hiroshima tenía 15 kilotones "nada más"). No fueron explosiones de superficie sino en la alta atmósfera, y tuvieron lugar en el atolón de Johnston, a 1.200 kilómetros al oeste de las islas Hawaii. Teak explosionó a 80 kilómetros de altura y Orange a 45 km de altitud. Dicho de otro modo: ambas bombas reventaron justo en la capa de ozono. La excusa fue estudiar qué ocurriría si los soviéticos hacían una detonación a semejante altura sobre territorio norteamericano.
Lo primero que aprendieron fue que, en lugar de pasar desapercibida o ser difícilmente detectable, una detonación nuclear en la capa de ozono resultaba instantáneamente detectable y especialmente catastrófica en todos los sentidos. Las bolas de fuego producidas por ambos artefactos quemaron las retinas de todo bicho viviente en un radio de 362 kilómetros (se experimentó con monos y conejos, que fueron llevados al atolón y sus proximidades para salir de dudas: las cabezas de los animales fueron sujetas con artilugios para forzarlos a mirar hacia el punto donde tuvo lugar la detonación). Pero aún hay más: desde Guam hasta Maui el cielo azul se volvió rojo, luego blanco y después gris, provocando una aurora de 3.500 kilómetros sobre el meridiano geomagnético. Las comunicaciones de radio quedaron interrumpidas en el Pacífico durante 8 horas. Y, por supuesto, se abrió un agujero en la capa de ozono.
La Teak fue detonada el 1 de agosto de 1958 y von Braun, junto con otros científicos y. militares, contemplaron el "espectáculo" a una distancia de 1150 kilómetros al suroeste de Honolulu. Debido a un error de cálculo, el misil que portaba la bomba se desvió 26 millas de su objetivo y explosionó demasiado cerca de donde ellos se encontraban, de hecho casi sobre sus cabezas. El espectáculo les sobrecogió. Todos los pájaros del atolón murieron y la primera transmisión de radio que llegó a la isla, horas después, fue una pregunta: "Chicos, ¿todavía estáis ahí?".
En sus primeros diez milisegundos, la bola de fuego de la Teak adquirió un tamaño de 16 kilómetros (el tamaño de la isla de Manhattan). Al cabo de un segundo, la deflagración ya alcanzaba los 64 kilómetros de diámetro (cinco veces el condado de la ciudad de Nueva York). La radiación ultravioleta, como decimos, abrió un enorme agujero en la capa de ozono de 50 kilómetros de radio, sin embargo ese tema no preocupaba a finales de los años cincuenta.
Con gafas de aviador, una florida camisa hawaiana y sus pantaloncitos cortos a juego, Wernher von Braun observó la deflagración y quedó horrorizado. Tanto que abandonó la isla en cuanto las comunicaciones se restablecieron y no quiso asistir al test de la segunda bomba.
Pero allí no acabaron las pruebas nucleares en la alta atmósfera, al contrario. Semanas después dio comienzo el ultra secreto proyecto Argus.
El Argus supuso la primera prueba de lanzamientos de misiles nucleares desde barcos de la Armada. Los días 27 y 30 de agosto y el 6 de septiembre de 1958, tres cabezas nucleares fueron lanzadas en misiles X-17 desde la cubierta del USS Norton Sound, cerca de las costas de Suráfrica, en el Atlántico Sur. Explosionaron a una altitud aproximada de 500 kilómetros. Se trataba esta vez de conocer el efecto de una explosión termonuclear por encima de la atmósfera terrestre, pero siempre dentro de su campo magnético. Querían saber si el pulso magnético podía dañar el equipamiento militar en superficie e incluso si esas explosiones servirían para interceptar y anular un posible y eventual ataque ruso con misiles nucleares. Pero no llegaron a ninguna conclusión, excepción hecha de que los Estados Unidos eran ya perfectamente capaces de lanzar misiles nucleares de largo alcance desde sus barcos. Resulta curioso que no hubiese filtraciones al respecto de estos experimentos hasta 1992.
¿Estaban los científicos del presidente colaborando en construir un mundo más seguro o abusando de su poder en la Casa Blanca? Sobrecoge la total falta de supervisión de que disfrutaron, por no decir "de impunidad". Con el proyecto Argus, los consejeros científicos del Presidente estaban usando el espacio como laboratorio y demostrando un absoluto desprecio sobre los potenciales efectos catastróficos sobre la totalidad del planeta Tierra.
¿Qué hicieron los rusos mientras tanto? Bueno, Nikita Kruschev era muy consciente de que tenía que dejar claro quién mandaba. Por ello, el 30 de octubre de 1961 la Unión Soviética detonó la más grande y poderosa bomba nuclear que haya conocido el mundo: la Tsar Bomba. Era, sí, una bomba de Hidrógeno de... ¡50 megatones!
Si tenemos en cuenta que los 3,8 megatones de la Teak habían asustado a von Braun, el hombre que no se asustaba nunca de nada, podemos imaginar difícilmente que un solo artilugio pudiese contener el poder explosivo de todo el armamento utilizado en los siete años de la II Guerra Mundial, incluidas las dos bombas de Hiroshima y Nagasaki. La Tsar Bomba fue detonada en el norte de Rusia, volatilizó pueblos enteros y rompió los cristales de muchas casas a 1600 kilómetros de distancia (por ejemplo en Finlandia). Todo bicho viviente en un radio de 645 kilómetros quedó ciego (también seres humanos, por supuesto).
Y ahora hablemos de las consecuencias de la radioactividad. Siento ilustrar esta parte con imágenes tan poco agradables, pero considero que si vemos los efectos que produjo a medio y largo plazo la Tsar Bomba en las poblaciones vecinas a su campo de pruebas nos podremos hacer mejor idea de lo que, sin duda, habrá estado sucediendo en otros lugares del planeta sin que se nos diga nada al respecto.
La radioactividad contamina durante 20.000 años el entorno si la detonación se produce en superficie, pero si ésta tiene lugar en la atmósfera, los vientos se llevarán las partículas a cualquier rincón del planeta y éstas acabarán depositadas en lugares tan insólitos e insospechados que ninguno podemos saber si nuestros alimentos han sufrido algún tipo de contaminación nuclear.
Cuando tuvo lugar el accidente de Chernobil, que marcó el definitivo desmoronamiento de la Unión Soviética y el sistema comunista, todo Occidente se llevó las manos a la cabeza ante la preocupación de que la nube radiactiva de su reactor pudiese afectar a la salud de los europeos (de hecho, las mediciones arrojaron indicios de contaminación en zonas tan alejadas como Valencia, islas Baleares o País Vasco).
Pero yo me pregunto, ante el recalcitrante silencio que oscurece cualquier atisbo de información en torno al desastre de Fukushima, si los millones de toneladas de agua radiactiva que fueron y son vertidos al océano Pacífico no habrán conformado el equivalente a una nube radiactiva subacuática que estará contaminando inexorablemente nuestros mares por los siglos de los siglos.
Sólo el tiempo dirá si la energía nuclear, utilizada con fines bélicos o pacíficos, no habrá supuesto el fin de nuestra civilización y, por ende, será el punto final de la revolución neolítica que nos condujo a ser la especie más salvaje y menos merecedora de habitar este variado, increíble y bello planeta del que parece que nos hayamos desentendido.
Dicho esto, veamos el mapa de pruebas nucleares que hemos disfrutado en el mundo durante el magnífico siglo XX: