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lunes, 1 de febrero de 2016

ESPAÑOLOGÍA DEL HORTERA Y DEL GILÍ

Hortera es una palabra que se aplica, en principio, mucho mejor que a ningún otro lugar a la sociedad madrileña, con su mezcla de valores preindustriales, señoriales, y el cambio hacia la vida cosmopolita que experimentó a lo largo del siglo XX.
Hasta bien entrado el siglo pasado el hortera era simplemente el dependiente de comercio, sobre todo de las tiendas de tejidos. Era una figura joven y atractiva, pues para su oficio debía mantener "hechura, garbo, gracia y vergüenza". Se trataba de una personificación del madrileño, por lo general bien vestido. De acuerdo con la fina observación de Concha Espina, los madrileños por la calle son "dueños de una cierta elegancia antigua, que no se observa en otras naciones; es un matiz aseñorado, un punto de gracia y distinción que trasciende en el irreprochable atavío de burgueses y oficinistas, hasta en su negligente paso, lento y rítmico al intenso resplandor meridional, como si nada perentorio les obligase a una marcha descompuesta y servil."
Con el tiempo, el vocablo hortera fue degenerando hasta comprender casi lo contrario de lo que al principio significaba. Al ser un dependiente de tiendas cuya clientela era acomodada o elegante, el hortera tuvo que extremar sus formas, su lenguaje, su atuendo, para no desentonar. En Madrid se resalta la figura del hortera letrado, que era el dependiente de comercio que leía mucho y hablaba con estudiada parsimonia y abuso retórico. Pero ese mismo esfuerzo resultaba falso y desde luego ridículo cuando el dependiente regresaba a su medio natural, el que resultaba proporcional a sus ingresos, más bien modestos. Baroja emplea la expresión "hortera de tienda de sedas" para referirse a la figura del dependiente de comercio satisfecho y petulante. Concreta más: "Allá en Bilbao hay hortera que gana cincuenta duros al mes y compra zapatos de quince para lucirse en la calle del Correo y que le tomen por marqués." Ya sabemos la importancia que los españoles le hemos dado siempre al calzado. La presión social tenía que condenar el desclasamiento, el quiero y no puedo de estos recién llegados a las clases medias.
Pronto se pasa a ridiculizar al hortera por su afectada indumentaria. Es el tipo humano que pierde el sentido de la medida; es el que bebe champán en las escenas amatorias, el que hace el ridículo en determinadas situaciones sociales. El desprecio por el hortera revela un uso social muy característico de la vida española. A saber, el culto a la apariencia. El hortera es EL QUE NO SABE APARENTAR BIEN. El nuevo rico tendrá mucho dinero, pero no puede compensar su falta de finura natural. Eso a lo que Aguilar Catena llamó "proceder como un hortera maleducado."
El modo de ser achacable a los horteras incluye el desprecio por el modo de hablar: frases hechas, cursis, relamidas. Es el lenguaje de horteras, barberillos, faquines (mozos de cuerda) y zapaterillos (dependientes de zapaterías) al que se refiere en su obra López Pinillos.
Hay una sin par presentación de la figura física del hortera con el pelo cortado a raíz, con bigote y andando con los pies en ángulo recto, a causa de las tablas del mostrador. Esa era la posición a la que le obligaba el trabajo de despachar muchas horas detrás del mostrador. No era precisamente una figura airosa. En el fondo del desprecio al hortera late el recelo general contra los comerciantes. Es una supervivencia de la mentalidad hidalga. Comprar y vender han sido siempre en la España Antigua ocupaciones poco honorables, incluso estigmatizadas. De ahí la asociación con los judíos.
Por su parte, la aristocracia, como clase distinta de la burguesía, fue siempre un cuerpo esencialmente madrileño también. No lo unifica tanto el linaje, el título, como el modo de vida. Es el grupo privilegiado que vive sin trabajar, de las renta (rentista). Poco a poco se va incorporando a la vida de los negocios, primero en el plano financiero. Se suma el ennoblecimiento de algunos prominentes burgueses por medio del matrimonio con hijas de la aristocracia, fenómeno que se dio en toda Europa. Todas las metáforas situaron a la aristocracia en la cúspide de una hipotética pirámide social. Se habló así de la crema, la espuma, el éter o la pomada de la sociedad. Pero a la aristocracia madrileña le adornaba un rasgo distintivo: el flamenquismo. Así Palacio Valdés nos habla de "las formas desenvueltas, la serenidad burlona, el desgarro" que caracterizaba sobre todo a algunas mujeres de alta cuna. Se podría tildar de plebeyismo, para culminar la acertada paradoja. 
La aristocracia debate continuamente la legitimidad de su función. Sus avatares son los de la monarquía, que entra en crisis en 1923 y desaparece en 1931. Es entonces cuando se redobla la discusión legitimadora de la aristocracia. Es conocida la tesis de José Antonio Primo de Rivera (él mismo un marqués de reciente cuño, por cierto) sobre el "magisterio de costumbres y refinamiento" que correspondía a la aristocracia. Esta tesis la transcribe muy bien un personaje de El sabor del pecado, de Manuel Bueno, quien se sentía vasco y españolista. Se trata precisamente de un relato que describe el ambiente aristocrático durante la crisis de 1931. El texto es un formidable alegato político: "Aburguesada sin detrimento de su dignidad ancestral, esta aristocracia no sólo no inspira recelos, sino que es considerada como un elemento educador de la sociedad, a la que asesora, discretamente, en materia de buen gusto y de elegancia mundana." La ironía del destino fue que el autor fue fusilado por los republicanos nada más iniciarse la Guerra Civil.
Fuera ya de la polémica política, lo que distingue sociológicamente a la aristocracia es su intensísima relación social. "Viven de invitarse o de no invitarse" (Ortega y Gasset), "toda la gente distinguida se ve por la mañana, por la tarde y por la noche. El gran entretenimiento de ellos no es presenciar óperas, dramas, pasear, andar en coche o bailar; la satisfacción es verse todos los días. Saber lo que hacen, descubrir el aspecto de una familia, su encumbramiento o su ruina, estudiarse, espiarse, observarse unos a otros" (Pío Baroja).
El carácter plebeyo, cuando no republicano, de muchos de los novelistas les lleva al tratamiento de la nobleza de una manera satírica o, por lo menos, ácida. La crítica a la aristocracia arranca y se centra en el fracaso de aquella misión ejemplarizante que decía Manuel Bueno. Es decir, se discute no tanto la legitimidad de su origen, como la de ejercicio. Sobre todo se hace notar la ausencia de mecenazgo, que pudo distinguir a la nobleza de otros tiempos. Véase este duro reproche de Insúa: "La high life española sentía horror del talento, desdén por los artistas... La Corte jamás protegía a un poeta, un literato o un filósofo... Los protegidos de la Corte se espigaban entre los mediocres y el previo plácet del valido eclesiástico o la recomendación jesuita."
Sobre el texto anterior cabe hacer un excurso lingüístico. La expresión high life (alta sociedad) se utilizaba mucho a principios del siglo XX. Como es natural, muchos la pronunciaban "gilí", que en caló es un despectivo (tonto, estúpido). La coincidencia de sonidos facilitaba la crítica de la alta sociedad. No deja de ser irónico que, para designar a la clase alta, se eche mano de un gitanismo.
La evolución de lo hortera y gilí a lo largo del siglo XX supuso, en principio, una exportación de Madrid al resto de provincias y, en segundo lugar, una democratización hacia clases sociales mucho más plebeyas.
El non plus ultra del horterismo se alcanzó a finales de los años 90, cuando manadas enteras de adocenados miembros de la clase obrera, ante el shock del crédito fácil y la influencia flatulenta del estímulo televisivo, se lanzaron en masa a consumir hipotecas, vehículos y bienes que estaban muy por encima de su preparación. Todos recordamos aquellos padres que llevaban a sus hijos al colegio público en todoterrenos, esos amigos que comían con la boca abierta y eructaban hasta ponerse verdes pero tenían un frigorífico especial para los vinos como si supiesen de otros caldos que los de su bilis, el meteorismo de los dúplex con nombres ostentosos (marquesado de tal, ducado de cual, el pazo de esto, residencial de lo otro) y, en zonas especialmente maltratadas por el complejo de inferioridad del provincialismo, la alusión constante a determinados colegios privados como carta credencial de una preparación por encima de la del resto de la piara (he estudiado en los franciscanos, yo foy a los maristas, soy del colegio del Pilar...) y, cómo no, a esos funcionarios de clase A (principalmente profesores de secundaria tras la catarsis de la huelga de 1988 que les redobló el salario y la holganza) que pasaron de repente a desposarse entre ellos y a vestir de Gucci, oler a Chanel, bolsear de Loewe, amueblar sus casas en Artespaña y pederse a las finas hierbas mientras ocultaban su oscuro pasado: que muchos eran hijos de emigrantes de la uva o de gentes del agro. Muchos empezaron con la tentación de una camiseta de jugar al tenis con un reptil cosido al pezón; el resto vino después. Pero por sus bocas se les sigue conociendo aún hoy.
Y es que, amigos míos, conforme todos nos volvimos gilís, lo hortera se adueñó de nuestras vidas. Y hasta la fecha.