VISITAS HASTA HOY:

domingo, 4 de octubre de 2015

LA MENTE DE LA TIERRA, LOS INDIOS NAVAJOS, LAS BATATAS Y LA HISTORIA DEL CENTÉSIMO MONO

Nuestros ancestros del Paleolítico tenían una especial comunión con la tierra que pisaban, la misma sabiduría extraña y profunda que tienen hoy los pueblos que todavía viven ajenos a la civilización. Nuestros ancestros sabían algo que no sabemos nosotros o estaban conectados con algo que no nosotros ya no sintonizamos. Y si nosotros ya no estamos conectados... ¿es por nuestra voluntad o porque se nos ha impuesto así?
Hace más de 30 años, James Lovelock lanzaba al mundo científico algo que fue revolucionario y que él llamó la HIPÓTESIS GAIA. Lovelock afirmaba que la Tierra se comportaba como un ser vivo. Y si hasta ese momento el planeta era considerado como "una cosa", como una piedra que flotaba en el espacio dando vueltas alrededor del sol, como un simple contenedor en el que estábamos todos metidos: animales, plantas, seres humanos... Lovelock argumentaba que si los seres vivos se autorregulan, la Tierra también lo hace: la salinidad del agua de los mares es siempre la misma por mucha agua dulce que le aporten los ríos, el derretimiento de los polos o las propias precipitaciones atmosféricas. La temperatura es constante: hay ciclos, sí, pero son naturales y parecen obedecer a una especie de plan o de necesidad profunda del planeta. Lo mismo sucede con la composición de la atmósfera: por mucho que nos empeñemos en alterarla, en términos generales se mantiene homogénea. La radiación solar llega a nosotros en una medida justa: gracias a la magnetosfera se quedan fuera de nuestro planeta todas las radiaciones que podrían aniquilar la vida.
Pero, además, la Tierra ha evolucionado. Ha nacido como una piedra incandescente asaltada por cientos de miles de meteoritos y el impacto de cometas y poco a poco, de esa roca magmática ha ido formándose algo lleno de belleza, lleno de vida, lleno de complejidad, lleno de inteligencia.  Hay quien dice incluso que un ser vivo tiene que nacer de otro ser vivo y ahora mismo hay hipótesis como la panspermia que dice que a lo mejor la vida llegó de otro sitio, y que tiene que reproducirse. A lo mejor nosotros somos los espermatozoides de la Tierra, quienes algún día terraformaremos otros mundos aparentemente muertos que, como el nuestro, sólo están latentes.
Para afirmar que la Tierra se comporta como un ser vivo, Lovelock se basaba en gran parte en las teorías de un hombre sensacional llamado Pierre Teilhard de Chardin, un sacerdote jesuita que era teólogo, filósofo, paleontólogo, gran amante de la ciencia y que desarrolló toda una filosofía absolutamente increíble. Chardin intentó de alguna forma aunar la ciencia y la religión y se encontró con que la primera no le hizo ni caso y la segunda le dio la espalda. Él, como hombre ilustrado, creía en la evolución y en las evidencias científicas, pero añadía que la inteligencia, la consciencia, podía tener un papel indiscutible dentro de la propia evolución. A lo mejor el cuello de las jirafas no se había alargado meramente por una cuestión de selección natural, sino que había un propósito dentro de la mente selectiva de las jirafas para ser cada vez más altas y acceder a ese alimento. En resumen manifestaba que la consciencia de los diferentes seres vivos y en conjunto la consciencia del planeta iban hacia un único objetivo que él llamó EL PUNTO OMEGA. En el punto omega habría una consciencia global: los seres humanos, los animales, las plantas y el planeta viviríamos en armonía. Surgiría y se definiría de este modo lo que él denominó la NOOSFERA
¿Es esto posible? ¿Podemos integrarnos con la Tierra o es una fantasía? 
Hay una glándula en nuestro cerebro, la glándula pineal, que hasta hace bien poco era prácticamente un desecho evolutivo porque los científicos creían que no servía absolutamente para nada o que tenía una utilidad muy limitada. Pero luego se descubrió que la pineal tenía una importancia capital en algo que se llama los ritmos circadianos. Los ritmos circadianos son todos nuestros ritmos vitales. La glándula pineal determina cuándo tenemos sueño, cuándo se nos cae el pelo, cuándo tenemos ganas de reproducirnos, los ritmos biológicos de las mujeres... todos los ritmos están controlados en la pineal, que se comporta como un pequeño laboratorio químico del cual salen sustancias absolutamente increíbles. Una de ellas es la dimetiltriptamina, un poderosísimo alucinógeno, que muchos creen que sería la fuente de nuestros sueños. Otra es la melatonina que nos da sueño todas las noches. Pues bien, hay científicos que actualmente creen que la glándula pineal es un pequeño receptor de radio que recibe una cosa que se llama LA RESONANCIA DE SCHUMANN.
Tendríamos ahora que remontarnos al siglo XIX y a Nikola Tesla quien, haciendo experimentos para una cosa que le desbarataron, cual era darnos electricidad inalámbrica, libre y gratuita a todos que, como no se podía controlar con contadores, sus financieros rápidamente abandonaron el proyecto. Cuando investigaba esto, Tesla descubrió que el campo radioeléctrico de la Tierra tenía una frecuencia de resonancia muy determinada: 7,83 hercios. Muchos años después,  un físico llamado Winfried Otto Schumann describió este fenómeno y lo explicó y, de ese modo, lo que era una simple apreciación constatativa casual de ese genio curioso que era Tesla se convirtió en algo científico. Pues bien, curiosamente la glándula pineal funciona en concordancia con esa resonancia de Schumann, y lo hace hasta tal punto que los astronautas tienen que llevar un resonador de Schumann encima que reproduzca esa frecuencia porque de lo contrario sus ritmos circadianos se van al garete: empiezan a tener insomnio, episodios narcolépticos, etc... porque realmente están desconectados de esa frecuencia de la Tierra que, ahora sí sabemos, nos influye mucho más de lo que creemos.
Curiosamente un contemporáneo de Chardin que estaba en sus antípodas ideológicas, un cosmólogo de la Rusia comunista llamado Vladimir Vernadsky recogió esas ideas de la noosfera y las desarrolló afirmando que efectivamente aquello iba a suceder, pero que antes tenía que llegar algo que él denomino TECNOSFERA. Y vaticinó que el mundo iba a estar interconectado en una red de comunicación complejísima en algún futuro no muy lejano (Vernadsky realizó sus trabajos en la década de los años 1950) y que eso iba a provocar que realmente empezase a surgir o a resurgir esa Noosfera.
Así que tenemos a un par de iluminados rechazados por sus respectivos ámbitos (Vernadsky también recibió la censura de la Academia de Ciencias Soviéticas), una glándula que nos conecta a la Tierra y algo que hemos sabido desde hace mucho y constatado hace poco: el 90%, posiblemente más, de lo que ocurre en nuestro cerebro es una caja negra dentro de  la cual no sabemos nada de lo que está pasando. Quizás nosotros, dueños de esos cerebros, seamos los que toman las grandes decisiones, pero los procesos que nos han llevado a ellas son absolutamente un enigma. ¿Y si ese enigma estuviese conectado con algo tan fascinante como la mente de la Tierra?
Y no seríamos los primeros en la Naturaleza. Pensemos en el vuelo de los estorninos: bandadas de miles de estas aves que de repente alteran su vuelo en formas caprichosas como si fueran un pequeño ejército absolutamente coordinado. Nadie sabe qué es lo que los coordina de esa manera tan perfecta: es como si tuvieran telepatía o compartiesen una mente colmena. Les pasa hasta a los arenques: esos bancos enormes de peces que reaccionan como si fueran un sólo individuo y a veces incluso adquieren formas de depredadores como orcas o tiburones para ahuyentar con sus figuras a otros animales. ¿De dónde surge esa inteligencia, esa capacidad de comunicación? Pues bien podría surgir de ese inconsciente colectivo del que habló Jung, de esos campos de los que habló Rupert Sheldrake... podría surgir de la Noosfera.
Cuando busca uno en Google la Historia del Centésimo Mono, automáticamente lo primero que aparece es que se trata de un bulo. Pero indagando un poco más descubrimos que la realidad es algo más compleja y apasionante pues ni es tal y como se suele contar ni es un bulo como dicen los escépticos.
Todo empezó con un estudio de un grupo de primatólogos japoneses que estaban investigando a unos monos isleños y que en el transcurso de sus investigaciones les alimentaban con batatas. Los monos las cogían, se las comían y tan ricamente. Hasta que un ejemplar, concretamente una hembra, hizo algo que no había hecho ningún mono antes: lavó las batatas antes de comérselas. La leyenda urbana afirma que automáticamente en ese mismo instante todos los monos de todas las islas, nadie sabe por qué extraña conexión, empezaron a lavar las batatas antes de comérselas. En realidad no es así: el proceso tardó años, pero efectivamente todos los monos acabaron lavando las batatas, incluso los de islas que no tenían nada que ver con esa primera comunidad de primates. No fue de un momento para otro, pero evidentemente eso no le quita mérito al suceso, dado que el hecho de que haya ocurrido en un período de 10-15 años implica que hay un punto de inflexión, un momento en el que las cosas cambian.
El Proyecto Consciencia Global de la universidad de Princeton instaló hace años en diversas partes del mundo una serie de generadores de números aleatorios que de repente empiezan a actuar al unísono cuando está a punto de suceder un evento importante, habiéndose constatado con el tsunami de Indonesia, los atentados del 11-S o incluso los del 11-M y el terremoto de Chile del 2014.
Normalmente se piensa que es la mente humana la que hace generar, la que hace variar esos aparatos absolutamente preparados para el azar más riguroso y para que nada les influya. Pero hay otra hipótesis: ¿Y si no es la mente humana? ¿Y si simplemente se coordinan con algo que resuena en el lugar en el que están, con la Tierra? 
Hay otro experimento fascinante que se puede encontrar fácilmente en Youtube. Se toman varios metrónomos, esos aparatos que usan los músicos para llevar el ritmo y el compás, y se pone cada uno a su libre albedrío oscilando con una frecuencia distinta. Pues bien, si esto se hace sobre una superficie móvil, en unos segundos todos los metrónomos empiezan a oscilar a la vez. Y es que hay una tendencia en todo lo natural a la resonancia, a la unidad. No es que tengamos los seres humanos una mente colmena o que estemos insertos en ella, quizás tengamos en realidad una mente armónica dentro de nuestras individualidades.
Y hay dos cosas por las que este término se está poniendo de moda. Uno empezó con la psicosis del 2012, cuando a alguien le dio por afirmar que la oscilación de Schumann estaba variando y que esa constante iba a dejar de serlo, cosa que no era cierta. La segunda es la revolución de Internet: la tecnosfera de la que hablaba Vernadsky se ha cumplido.
Decía al principio que nuestros antepasados paleolíticos estaban muy vinculados entre sí y a la Tierra. ¿Qué cambió en el Neolítico? Apareció el individualismo. Una de las trampas mayores que nos hemos propuesto para alejarnos de esa conexión es precisamente la individualidad, el ocultar nuestros sentimientos, nuestros problemas, nuestras ilusiones, nuestros miedos... Los indios navajos, cuando alguien en su tribu tiene un problema, el problema es de todos: la tribu lo hace suyo. Sabemos ahora que todo apunta a que las comunidades prehistóricas anteriores al Neolítico tenían un sentimiento de colectividad muy intenso. Cuando nuestro perro nos recibe moviendo el rabito, eso le viene de las manadas de lobos en las que el exteriorizar el estado anímico de cada uno era una cuestión fundamental para la supervivencia porque si un lobo de repente oye algo extraño y se le eriza el pelo, todos los demás sabían que la manada estaba en peligro, y si un lobo estaba contento y estaba feliz, todos sabían que todo iba bien. Todo eso lo habíamos perdido y curiosamente lo estamos empezando a recuperar: la gente está empezando a compartir las cosas para los demás. Es un principio, es muy poca cosa, pero puede ser la puerta abierta que esté utilizando esa consciencia del planeta para plantar esa semillita de la conciencia colectiva. En resumen, podría tratarse de la puerta hacia la esperanza de una utopía.
Mientras lo averiguamos o no, Schumann seguirá resonando de un modo u otro para todos: