Ayer tuve el inmenso placer de disfrutar de una de las mejores películas que he visto nunca. Lo digo así de claro y sin titubeos: HER pasará a la historia del cine si no es ya historia del cine. Se trata de una cinta sobre el amor, la soledad y las frustraciones románticas en un mundo en el que la hipertrofia tecnológica está socavando nuestra humanidad. Spike Jonze, su director, ya era de por sí una garantía de calidad, pero lo que uno no se esperaba al ocupar su localidad era que iba a encontrarse ante un espejo disfrazado de bola de cristal de radio corto (la peli transcurre en un futuro casi inmediato) en el que se vería reflejado a sí mismo y a toda la gente que conoce o ha conocido de un modo tan sobrecogedoramente cruel. El grandioso Joaquin Phoenix, a través de una interpretación que, siendo mesurados, podríamos tildar de magistral (y espero que le den el Oscar por ella, si bien el hecho de que no esté nominado lo hará difícil), se convierte en un alter ego de todos y cada uno de nosotros (también de las mujeres: la película no es nada machista) y nos conduce de una realidad que nos es familiar (el uso de las redes sociales e internet para suplir la soledad sobrevenida del fracaso sentimental) a otra que lo será pronto: la sustitución de las relaciones humanas por la inteligencia artificial.
Y ahí es donde viene el palo al burro que el espectador lleva dentro.
Cuando pensamos en la "Inteligencia Artificial" siempre tenemos presente que se trata de una réplica en silicio, litio y algo de electricidad hecha a nuestra imagen y semejanza para satisfacer nuestras necesidades más o menos básicas e intelectuales. Pero lo que hace inteligente a la inteligencia es su capacidad de aprender, desarrollar sentimientos, dudar y, claro que sí, enamorarse.
Y lo que comienza como un juego con un gadget más para hacer algo llevadera una vida sórdida se transforma de modo natural en una relación de amor. ¿Se enamora el protagonista de la máquina o se enamora antes la máquina del protagonista? ¿Quién se enamora primero? La respuesta es obvia y se sugiere desde el primer momento: las máquinas son más rápidas que el hombre ¡en todo! La máquina no se enamora del protagonista por sus virtudes, que las tiene, sino porque es la primera y única persona a la que conoce (¿quién es el gadget de quién?). Pero internet no está sólo al alcance del humano: también la máquina puede usarlo... ¡y lo hace! ¡y a qué velocidad! ¡y con criterio propio, porque es inteligente!
A partir de ahí, el director nos hace asistir a un precipitado desarrollo de una relación sentimental en el que ambos miembros de la pareja se aceptan y adaptan el uno al otro, se entregan con generosidad, sienten vergüenza por la rareza de su relación y superan como pueden los límites que sus respectivas naturalezas les imponen.
Pero, ¡ay!, la esencia comercial del producto adquirido, de la máquina y su software, nos lleva a la evocación inmediata de algo que nos es familiar: al igual que facebook, twitter, internet, wassap... lo que parece un juego (y no lo es por sus características) no sólo resulta adictivo, es que además es popular. Phoenix no es el único humano que prefiere la compañía perfecta de una inteligencia artificial que sabe amarlo como nadie nunca antes; hay otros muchos como él. Y, claro, la sociedad, siempre permeable a las novedades que nunca cuestiona, acepta con naturalidad la novedad tecnológica como antes había aceptado internet, los teléfonos inteligentes, las redes sociales o la máquina de vapor.
Y lo que parece una solución triste a una situación entre freudiana y chocante, pero reconocible en todos nosotros, deviene en una convivencia entre inteligencias artificiales y humanos y llega todavía más lejos hasta unos límites insospechados: las inteligencias artificiales aprenden rápido, son más veloces en el desarrollo de sus sentimientos, más exigentes en sus necesidades románticas e intelectuales... y no tardan en superar al hombre (la tecnología es adictiva para el ser humano, pero éste no lo es ni para sí mismo ni para otros tipos de inteligencia).
El final de esta historia, que se sospecha en un principio difícil de resolver, no puede ser más acertado, demoledor y catastrófico para el homínido tecnológico. Obviamente no lo revelaré aquí porque tenéis que verlo vosotros mismos. Sólo diré, retomando el inicio de mi planteamiento, que HER es un espejo en el que se refleja nuestra hipocresía sentimental, que deconstruye nuestra capacidad amatoria y que pone en evidencia que el ser humano es tan único como defectuoso y frágil (sobre todo frágil), y que es mucho mejor reconocer esa fragilidad nuestra y tratar de vivir con ella sin hipocresías que sustituirla por alternativas que, precisamente por estar concebidas para llegar "más lejos y con más facilidad", acabarán dejándonos atrás, en la estacada y peor que antes. (¿Tenemos más amigos "de verdad" desde que usamos las redes sociales?)
Porque HER lo que viene a contarnos es que nosotros somos nuestro principal handicap a la hora de relacionarnos con nuestros semejantes y que si aprendiésemos a superar nuestras barreras, renunciásemos a la hipocresía social y aceptásemos que todos somos igual de humanos, sin duda sufriríamos infinitamente menos por nuestras complejas tonterías aunque, por otro lado, si hiciésemos todos un uso perfecto de nuestra inteligencia, tal vez el desencanto venciese y se perdiese el amor, que es sin duda lo que más humanos y menos artificiales nos hace. Y es que la perfección no hace al hombre y la máquina perfecta no puede ni podrá estar nunca basada en la inteligencia porque siempre le faltará lo esencial: un alma.
Una obra maestra.