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sábado, 19 de diciembre de 2015

LA TRAGAPERRAS

Década de 1950. Los servicios de Inteligencia occidentales están obsesionados con la seguridad nacional. Cualquier científico, militar, diplomático o funcionario puede revelar información reservada al enemigo. Los gobiernos están preocupados porque los comunistas saben que, aparte del soborno, el chantaje es un medio muy eficaz para la sangría de secretos de Estado. Hay que poner remedio, parches, obstáculos. Hay que deshacerse de los sujetos susceptibles de ser chantajeados. No se puede tolerar.
Sobra decir que por aquella época los temas de los derechos civiles no habían avanzado mucho, por no decir casi nada. Un claro ejemplo era la homosexualidad. Ser señalado como homosexual podía quebrar para siempre una vida y esto lo sabían perfectamente los servicios de Inteligencia, que consideraban esa tendencia como un punto débil de la Defensa Nacional.
Es por ello que al gobierno canadiense se le ocurrió crear una máquina para detectar homosexuales dentro de su Administración. El proyecto recayó sobre la Real Policía Montada del Canadá, ese cuerpo de uniforme rojo y gorritos curiosos que, además de caballos, tenía un departamento de investigación que había diseñado una máquina a la que llamaron en clave "La Tragaperras".
El funcionamiento de la Tragaperras era muy sencillo: al individuo se le proyectaban unas imágenes sobre una pantalla y unos electrodos monitorizaban su actividad cardiaca y la respiración del sujeto mientras una cámara vigilaba constantemente sus pupilas. ¿Han visto Blade Runner? Pues lo mismo.
Todos los funcionarios con acceso a material sensible fueron obligados a pasar por ese detector durante dos décadas. A los funcionarios se les decía que estaban siendo sometidos a un inofensivo test de estrés para controlar y velar por su seguridad laboral. Algo muy inocente: el Estado se preocupaba de su salud. Nada más lejos.
La sucesión de imágenes era al principio inocente, pero luego iba subiendo de tono hasta que llegaban escenas, al principio eróticas y luego abiertamente pornográficas, primero heterosexuales y a continuación manifiestamente homosexuales.
Si la pupila del desdichado se dilataba un poquito más de la cuenta cuando estaba contemplando la escena equivocada que le mostraban en la pantalla, automáticamente su nombre era apuntado en la lista negra y clasificado a todos los efectos como homosexual. Nadie tuvo en cuenta en aquella época que la dilatación de las pupilas podía deberse a que la imagen expuesta desprendiese más o menos luz. Tampoco se consideró que una aceleración en el ritmo cardiaco pudiese ser debida al rechazo, que no a la aceptación, del material visualizado. Nueve mil funcionarios, policías y militares fueron despedidos de sus trabajos y señalados en sus expedientes como homosexuales. Nueve mil personas fueron señaladas y estigmatizadas públicamente, con las implicaciones familiares, económicas y sociales que ello suponía.
A finales de los años sesenta, la Tragaperras dejó de utilizarse porque se consideró que no era un método fiable. Pero no hubo readmisiones, compensaciones, disculpas, juicios ni arreglo posible para las víctimas a las que había arruinado sus vidas.
Y uno se pregunta sobre las bases de datos que grandes emporios privados están elaborando con nuestras navegaciones por Internet y filtrando a los gobiernos de las naciones y en el uso, más allá del tema comercial, que se podría hacer de nuestra intimidad en un futuro cercano, medio o remoto según cambien las tornas. El problema no es la sexualidad del individuo, son los derechos sociales y el uso de la información. El problema radica en los problemas que nos vayan creando los políticos en el futuro.