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viernes, 22 de mayo de 2015

GÉNESIS DE UNA OBSESIÓN: LA FELICIDAD VACANTE

Siempre que he ido a París, salvo en una ocasión, he visitado el cementerio de Père Lachaise, con o sin girasol en mano, para presentarle mis respetos a la tumba de Oscar Wilde. Así llevo años y años. Para mí su literatura es tan eficaz, auténtica, brillante y genuina que lo tengo por un referente esencial en mis lecturas junto a Cervantes, Quevedo, Shakespeare, Maupassant, Chateaubriand, Byron o Dickens. He sido y soy un apasionado de Wilde, lo admito, como también de otros cadáveres exquisitos que yacen en el sacro suelo de aquel camposanto en el que desearía, cuando mi kâ ya esté en la interfase, fuesen esparcidas mis cenizas o, siquiera, algún hueso aunque sea la muela del juicio que me queda, si es que me queda para entonces (si no puede ser, pues tampoco pasa nada).
El caso es que mi devoción por el dramaturgo llegó a tales ímpetus que decidí escribir un trabajo, novela o ensayo, sobre su vida y milagros desde que abandonó la prisión de Reading Gaol hasta su muerte en París, pues me resultaba una etapa altamente interesante y desconocida. No lo hiciera: en mi obsesiva búsqueda de documentación y estudio comenzaron a aparecer cosas que no me cuadraban; más y más cada vez. Y ahí quedó la carpeta con las iniciales O.W. junto a otras dos que quizás, tal vez, quién sabe, acabarán algún día cuajando en proyectos si llegado el momento apetece. El caso es que estuve acumulando folios y más folios, fotos, datos, apuntes y anotaciones sobre la biografía del defenestrado autor que, de algún modo, cuestionaban más y más lo que sabía o creía saber de él.
En 2012, agotado tras perpetrar mis manuales de Historia de las Españas y Europa: origen y sentido, opté por airearme el cráneo acometiendo la elaboración de esa obra que ya me obsesionaba como un amor no correspondido. Y ahí comenzó todo...
Un estimado amigo lleva años diciéndome que yo en eso de documentarme soy una especie de Stanley Kubrick, siempre rayano en lo obsesivo, porque no admito deslices, porque busco hasta el más mínimo detalle meteorológico o geográfico para no meter la pata y me suelo poner furioso si luego descubro que se me ha escapado algo y he caído en anacronismos. Supongo que esto es debido a que escribo para mí, para aprender yo, y luego comparto (eso y que a uno le tira mucho lo que aprendió en la fácul).
El caso es que, cuando me puse a ello, descubrí de sopetón que eran demasiados los datos contradictorios con "la versión oficial" como para afrontar lo que me proponía tal y como lo había pensado: el argumento que tenía en mente se diluía... y mucho.
Y la cosa no era fácil, porque yo estaba contaminado por la leyenda. Autores patrios, películas ocasionales y ese extraño y desconcertante halo que rodeó siempre al personaje me contaban cosas que, contrastadas, no encajaban en absoluto con los datos objetivos a poco que se hurgase en el meollo de la cuestión. Podía haber recorrido el camino fácil y haberme documentado con las biografías más recientes que aparecieron en Gran Bretaña para celebrar la onomástica de su fallecimiento, siempre exaltando al sujeto; pero eso habría sido engañarme a mí mismo: yo quería aproximarme a la verdad y no estaba ni de lejos pensando en ganar dinero con un libro (de hecho nunca lo vi comercial).
Entonces fue cuando tiré de mi lado esperpéntico y caradura. Comencé a remitirle correos electrónicos a asociaciones, universidades, clubes e instituciones (a veces recurriendo a todo tipo de triquiñuelas) para que compartiesen conmigo su información. No me arrepiento: mi osadía dio unos frutos insospechados. De este modo me encontré "parajódicamente" (que diría Cela) con el silencio absoluto de lord Gawain Douglas, que en las redes sociales defiende a capa y espada la memoria de su tío abuelo, lord Alfred Douglas, no sin pocas lamentaciones, pero que sin embargo hizo oídos sordos a mis requerimientos de información sobre su pariente. También traté de contactar con los familiares de Sheyla Colman, esposa de Edward Colman y albacea última de los derechos de Alfred Douglas, pero sin obtener respuesta alguna por su parte (luego supe que habían negociado con una autora inglesa para que escribiese una biografía de Douglas. It's Ok, no problem). Cuando supe que sir Donald Sinden todavía vivía traté de localizar a sus familiares, pues me interesaba mucho el testimonio de aquel actor británico que, cuando era un adolescente completamente desconocido, se había plantado en el domicilio del depauperado Douglas para presentarle sus respetos a la antigua usanza. Gracias a tal audacia, éste había conocido a los Colman, quienes cuidarían de él en sus últimos meses de vida en la granja de Old Monks y, para más inri, el propio Sinden fue una de las dos personas que dijo algo en el funeral del amante de Wilde, allá por marzo de 1945. Pero nada de nada. Sinden falleció en 2014.
Sin embargo la sorpresa mayúscula llegó el 25 de diciembre de 2013. Lo último que yo podía esperar ese día de Navidad era la llamada de un tal Lucian Holland, residente en Oxford, quien tras leer el mail que le remití, había persuadido la noche anterior a su padre, Merlin, para que entre ambos me facilitasen de algún modo la información requerida sobre Oscar Wilde. Intuyo que a Lucian, al tener más o menos mi edad, le cayó simpática la idea y supo persuadir a Merlin, un señor que lleva décadas reivindicando la figura y memoria de Oscar Wilde, para que me diesen algunas migajas. ¿Quiénes eran los Holland para interesarme tanto?
Cuando Wilde se vio inmerso en el terrible escándalo que lo llevó a prisión, su esposa, Olive, en sus dos únicas visitas a Reading, le pidió el divorcio exigiéndole además la renuncia a la custodia de sus dos hijos varones. Después se desentendió relativamente de su marido y se marchó a vivir a Suiza, donde dejó a los vástagos en un colegio de jesuitas y adoptó el apellido de Holland, muy distante del suyo de soltera: Lloyd. Pasó el tiempo y la ex de Wilde falleció antes que su marido cayendo por las escaleras de su domicilio en Londres. Sus hijos estaban por aquel entonces en Marsella, en otro internado jesuita. El mayor, Cyril, falleció años más tarde en el frente durante la Primera Guerra Mundial. El segundo, Vyvyan, acabó de corresponsal de la BBC en Nueva Zelanda y luego pasó a Australia, donde tuvo con su segunda esposa un hijo, Merlin, que conservó el apellido Holland. Merlin es, pues, el nieto de Oscar Wilde y Lucian su bisnieto.
Como resultado de este afortunado encuentro, Lucian creyó que mi intención a finales de 2013 era escribir una hagiografía de su pariente, pero ya por aquellos entonces mi objetivo era otro bien distinto: Alfred Bruce Douglas. En aquellas fechas yo tenía muy claro que para entender al primero había que descifrar al segundo (y en ello estaba). Afortunadamente, y merced a la generosidad de los Holland, he tenido acceso visual a través del bendito internet a un sinfín de manuscritos, cartas, postales y fotografías inéditas (parte de las cuales están siendo este año publicadas por la universidad de Oxford) que narran verosímilmente una relación de amistad y algo más entre dos genios de la literatura, uno eclipsado por otro. Y si en un eclipse la gente suele mirar al sol, yo me decanté por la Luna. El lado oscuro del eclipse es siempre el más revelador, o eso pensaba yo hace dos años, y no me equivoqué (creo), porque sigo en mis trece.
Descubrí así y en su plenitud, a Bosie, y en él su genialidad. Encontré el talento de un genio convulso y discreto. Hallé lo que no podía imaginar: un intelectual antagónico y complementario que se vio envuelto en un juego de azares y oscuros tentáculos de viciosillos victorianos que, por edad, la historia lo defenestró aún más que al bendito Oscar Wilde.
Su biografía no tiene desperdicio. El triángulo amoroso en el que se vio envuelto y los tejemanejes de Robert Baldwing Ross fueron letales para él, pues arruinaron su vida. Y, sin embargo, aunque murió cuajado de deudas y sin un penique en el bolsillo, sus coetáneos lo recuerdan como un viejecito afable, sumiso, de buen humor, irónico y muy sabio en lo literario, así como un gran analista de la actualidad política de su tiempo. Íntimo amigo de George Bernard Shaw, quien lo calificó como el mejor escritor de sonetos desde William Shakespeare (ahí es nada), Douglas, como todo genio, fue un hombre contradictorio, atormentado y, para mi sorpresa, con un sentido del humor desternillante.
Y fue así como Wilde me llevó a Douglas para descubrir a Wilde. Mi admiración por Oscar pasó a convertirse en el más sincero reconocimiento hacia Alfred, verdadera clave para entender qué es lo que sucedió en realidad entre ambos.
No puedo afirmar sin mentir que he estado tres años escribiendo esta novela. En absoluto. Con la tranquilidad y meticulosidad de un alquimista en su atanor, pues no había prisa, me he dedicado a leer recortes de prensa, estudiar las actas de los juicios de Oscar, el marqués de Queensberry y su hijo Alfred, consultar la correspondencia entre ambos y de ambos con terceras personas y, bueno, leer un sinfín de trabajos de la época sobre todos los personajes que aparecen en LA FELICIDAD VACANTE (hasta el perro). Unos me llevaban a otros, y así fue como descubrí a los Colman, Edward y Sheyla, al joven Sinden, quien, tras sustituir a su primo en una función amateur en Brighton, acabaría por convertirse en un grandísimo actor de la escena británica. Deconstruí al misterioso Robert Baldwin Ross, quien duerme encima de Oscar en el mausoleo que el escultor Epstein hizo en Père-Lachaise para ambos (poca gente sabe que cuando se pinta los labios y pone su beso en la base de la esfinge, en realidad están besando las cenizas de Robbie). Mucha, ha sido mucha la información que ha pasado por mis manos y muy larga la lista de agradecimientos que tengo que elaborar, empezando por mi querido Miguel Ángel Mián Ros por su magnífica portada y la paciencia y generosidad que siempre me dedica.
En este momento la obra está finalizada y comienza el proceso de corrección de estilo y revisión del texto. Lo importante para mí es que creo que en ella el lector va a escuchar de la propia voz de Douglas (y cuando digo "de la propia voz" me refiero "a su verdadera voz") una biografía que son dos y que lo es también de una época: la del tránsito de la sociedad victoriana al calamitoso y beligerante siglo XX. No es una novela histórica, ni de amor, tampoco una falsa autobiografía, ni una obra epistolar, ni siquiera una pieza costumbrista... pero es todas esas cosas al mismo tiempo. Y estoy muy satisfecho porque he logrado darle un formato ágil que no hará tediosa su lectura (por un instante temí irme a más de trescientas páginas y no quería eso).
Ahora lo que me gustaría es compartir con los posibles lectores parte de toda esa información para que se familiaricen con todos los personajes. Para ello he creado un perfil en Facebook donde podrán acceder a fotografías inéditas, datos curiosos y, cómo no, a algún que otro fragmento de la novela para ir abriendo boca. Para visitar dicho muro pueden pinchar AQUÍ.
Espero que en pocas semanas la novela comience a visitar las estanterías de quienes ya llevan tiempo preguntándome por ella. También tengo que añadir que habrá sorpresas este año que irán mucho más allá de esta obra. Ahí lo dejo.