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lunes, 8 de julio de 2013

EL METRO

Estimado Santiago:

Efectivamente. Para viajes los del Metro. ¿Qué te voy a contar yo, madrileño, de lo que es el Metro para mí?  Descender al Metro es sumergirse en la catacumba rauda de los tiempos.
Cuando una ciudad tiene acacias, madroños, soles provincianos, parques, ignora que tiene un intestino férreo que le corre por el alma. Pero el hombre de la calle de una gran ciudad es el mismo hombre que hay debajo de la calle.
Hora punta con toda la charcutería de las manos aferradas a la alta barra despintada. La arcilla de la vida repartida en los rostros, mecas, cansancios, risas, perplejidades, miradas y bocas de los usuarios.
Macerados de profundidad, herméticos de velocidad, obstinadamente desconocidos, mayoría silenciosa de allá arriba, nocturnidad de aquí abajo, cada cabeza con su aureola de olor, de sufrimiento, de pelo, el alma como una colonia pobre, el cuerpo, como un saco muy usado, y las flores profundas de la axila, y el orín secreto de los años.
Viajar en Metro entre un aluvión de madres, estudiantes, funcionarios y mendigos. Todo un panel de ciudad, todo un mural de caras en el vagón, humanidad al temple, color bombilla y catástrofe rauda ingerida por un gusano que recose los intestinos de la ciudad con su torpeza de hierros contra hierros.  A veces se hace la luz en el vagón cuando se te cruza la sonrisa inesperada de una muchacha, que es el sol de las profundidades con pelo de mujer traducido en una mirada cómplice.
Todo llega al Metro. Cuidado con los hombres de  mirada verde que miran a otros hombres. Niños con zarzales de pecas que miran despavoridos el bosque de piernas que los rodea. Humanidad suburbana de silencios comunicantes o de conversaciones intermitentes y desdentadas. Gente que se baja con un giro leve de perfil, que uno no sabe si es una invitación o una despedida o un hasta siempre.
El viajero del Metro sueña con una ciudad de sol y ocio a la que nunca sale, la ciudad de las estatuas y los bares es una pesadilla del hombre de allá abajo, del viajero hundido, del que va en Metro, dentro de un vagón que es un sembrado de cabezas calvas y peludas, calvas con mapa y peludas con pelambrera y brillos. Caras de resignación y el maíz violento de los inmigrantes que van a sus quehaceres sentados junto a la cebada adolescente que viene de la Fácul.
No, la ciudad no existe, la ciudad es una mentira. La ciudad es una locura, una invención, una esperanza. La sueñan desde allá abajo los que van en Metro, ánimas de purgatorio en túnel, justos en multitud, limbo húmedo, catacumba veloz. Las arterias del metro llevan la corriente sanguínea de la población urbanita. No existimos. Sólo nos sueña, desde lo profundo, un hombre silencioso que va en Metro a alguna parte.



FOTOGRAFÍA: Santiago Andreu

(en esta sección, Santiago Andreu -fotógrafo- y Francisco Gijón establecen una correspondencia artística en la que fotografías y textos se contestan creando un diálogo contractual de impresiones plásticas)