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miércoles, 4 de diciembre de 2013

¿LIBRO ELECTRÓNICO O DE PAPEL?

Anoche, en el aula de cultura de la biblioteca San Isidoro de Cartagena, tuve el enorme placer de formar parte de un debate con mis admirados Ignacio Borgoñós y Francisco Marín en el que defendí las muchas virtudes del libro electrónico.  Como hubo mucha gente que no pudo asistir al acto por motivos personales o de distancia, me parece adecuado plasmar aquí algunas de las impresiones que traté de compartir con mis  compañeros y los amables espectadores que nos acompañaron.
Ante todo comencé mi intervención manifestando que para mi la frontera entre ambos formatos es un estado de ánimo, una manera de entender la lectura y no algo que tenga que separar o unir a nadie. Resulta obvio que ambos soportes tienen cabida en el mercado, como resulta evidente que el libro electrónico es, más que el futuro, el presente del consumo literario.
Recuerdo que cuando aparecieron los primeros teléfonos móviles en nuestro país a la mayor parte de la gente le parecían unos trastos incómodos, carísimos, ocasionalmente prácticos y con muy poco futuro real. Sobran las palabras al respecto. El cambio de la opinión que todos tenemos ha tenido lugar en menos de quince años y todavía nos siguen sofisticando la tecnología de los celulares.
Para referirnos al libro digital como producto de consumo podríamos hacer referencia a su fácil sistema de publicación y compra, a la democratización del acceso de los lectores a la cultura para que deje de ser elitista de una vez, de la oportunidad que supone para escritores como yo para llegar directamente al público sin pasar la siempre maniquea criba editorial, que habla mucho del factor calidad pero que a la postre publica volúmenes que dejan muchísimo que desear en ese doble rasero comercial que tanto nos saca la sonrisa a muchos y los colores a muy pocos, sus incuestionables prestaciones para la gente con problemas visuales y un larguísimo etcétera...  Y hablé de eso, pero también de ecología.
En el año 2010, en España se editaron 80.000 títulos que ocuparon 220 millones de ejemplares de todos los pesos y tamaños.  Muchos acabaron destruidos a los pocos meses y reciclados en nuevas obras. Si aceptásemos un peso medio de 750 gramos por libro (lo cual está muy lejos de la verdad), tendríamos que se emplearon sólo ese año 165 millones de toneladas a costa de 11.000 millones de árboles.  Dicho de otra manera: además de contaminar ríos para hacer la pasta de papel, se talaron 27,5 millones de hectáreas de bosque en algún lado (hacen falta 15 árboles para hacer una tonelada de papel y en una héctarea caben aproximadamente 400).  Obviamente esto no es del todo cierto porque el 75% de los libros editados en España utilizan papel reciclado (cuya fabricación también contamina y gasta energía -y la energía es contaminante).  Con eso y todo tenemos que en 2010 se emplearon 4125 toneladas de papel y se talaron en alguna parte más de 60.000 árboles solo para las editoriales (quedan fuera la industria periodística, la del papel higiénico, de cocina y servilletas -y ese papel no se recicla, que yo sepa- etc...)
Una amable asistente planteó con mucho acierto que la fabricación de tabletas, lectores electrónicos y ordenadores también contamina y que las baterías de esos artilugios, amén de ser contaminantes, requerían demanda energética.  Obviamente así es.  Como lo es que distribuir libros gasta combustible, que fabricar tinta también ensucia y que reciclar no nos sale precisamente gratis ni desde el punto de vista ecológico ni desde el plano económico.
Lo cierto es que hay dos materiales imprescindibles para que podamos disfrutar de un libro electrónico y ninguno de los dos es un autor que haya escrito esa obra.  Me refiero al litio y al niobio.  Ambos minerales, mezclados alquimícamente con algo de oxígeno, forman un material denominado niobato de litio, que es la base de la fibra óptica, la informática, la telefonía móvil o los televisores.  Resulta curioso que hace algo más de una década los satélites americanos descubriesen un yacimiento importante desde el espacio y que, cuando mandaron a hacer las prospecciones, se encontrasen con lo que ya han denominado "la Arabia Saudí del litio".  Me refiero a Afganistán.  En este contexto sobran también las palabras: el lector puede imaginar por dónde van los tiros, nunca mejor dicho.
Pero yo reconozco que mis razones para defender el libro electrónico van más allá de la utilidad manifiesta en cuanto a almacenamiento, facilidad de lectura o ecología.  También admito que no imagino mi vida sin libros de papel (eso sí, con moderación).  Voy más allá: me parece infame el precio que alcanzan los libros en papel.  Hice una encuesta entre mis contactos de distintos países para saber el precio medio de un libro y compararlo con el nivel de vida y el resultado fue devastador: los que mandan no quieren que la gente tenga libros en la mano o quieren que sólo puedan leer lo que se les ofrezca en las bibliotecas, que siempre será una parte limitada y escogida de todas las obras existentes.  Es tan claro que los poderes no quieren que haya libros en los hogares como que tampoco quieren que haya escritores que vivamos de producir literatura.  ¿Cómo es posible que sobre el precio final de un libro al autor le paguen un 8%? ¿Cómo se come que la mayor parte de los autores vean limitados sus ingresos a lo que reciben como anticipo antes de ver su obra publicada? ¿Qué mensaje podemos extraer de una sociedad que malpaga, retiene o pone cortapisas al compartimento de la libre creatividad humana?  Pues porque quieren élites y para eso nos hacen permeables a mensajes románticos o excluyentes con los que mantenernos apartados de toda la cultura que nos ha precedido o que nos rodea.
No se trata, pues, tanto de defender un formato sobre otro como de reivindicar el uso de las nuevas tecnologías para que la gente pueda ser un poco más libre o, al menos, consciente de que no lo es.  Porque, al cabo, estamos hablando de libertad de expresión y circulación de ideas en un mundo globalizado.