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lunes, 1 de julio de 2013

LA BORREGA

Querido Santiago:

Es sabido que llega el verano y con él las vacaciones. Darán inicio los desplazamientos de los pocos supervivientes a la crisis que todavía se puedan permitir cambiar de aires por unos días. Aparecerán en los arcenes perros abandonados y las gasolineras ancianos olvidados por las familias. El rito vacacional consiste en una suerte de éxodo multitudinario de una población aborregada que muchas veces hace las cosas porque es lo que toca. Somos borregos de las circunstancias.
Pero no sólo durante el estío nos comportamos como tales. Hay muchos tipos de borregos y de borregas. Te voy a hablar de una en concreto que conocí no hace demasiado tiempo.
Veintipocos años, belleza deslizante, esbelta, una armonía encantadora, sedante, excitante, incitante... completamente falsa.  Conozco bien a esa raza: postadolescentes que han amanecido al mundo de la cultura y, mientras van a la Fácul, quieren conocer a los famosos del oficio de las artes, especialmente a los maduros.  Un novio así supone una baza completa: fama, protección, lujo, prestigio, dinero más o menos indirecto.  No son jóvenes prostitutas. Son chicas listas que han elegido el atajo del maduro, mejor que el estudiante esforzado de su edad, con el que sólo van a las hamburgueserías a llenarse la tripita de colesterol, y luego a los aseos de la discoteca a follar un poco, con más resignación que ganas.
Su único pecado es la impaciencia. Curiosa palabra "pecado". Creo -no me hagas caso-que la palabra pécora, que quiere decir oveja, viene de ahí o etimológicamente guarda algún tipo de relación; por algo será.  Supongo que lo que estoy contando no me ha pasado solamente a mí, que lo mismo ocurre en el cine, el teatro y todas estas profesiones liberales y algunas otras.  Hay la que va a trabajar en serio y la que va a ligar al jefe (para veinte años más tarde denunciarle por acoso sexual). Estas chicas tienen mucha calle y son peligrosas. Se les nota en la precisión de los gestos, en la decisión de las actitudes, en el cálculo afinadísimo con que llevan un supuesto y aun no nacido romance. No son personas deslumbradas por "el maestro", ni mucho menos. Buscan medrar o presumir o ambas cosas.
Cuando no logran su objetivo, que es casi siempre, aflora en ellas la fiereza que alternan con la caricia. Comienzan a impacientarse. Incluso el deslumbramiento por sus víctimas (¿víctimas?) puede haber sido cierto en algún momento. Pero acaban pasando del deslumbramiento como farsa, como comedia, como negocio, como transacción. Porque ocurre que el maestro, además de serlo, paga continuamente cosas: comida y bebida, coches y copas. Son ellas las que primero te cogen las manos, las que te besan en primer lugar o pegan sus muslos contra los tuyos. Si tuviesen quince años y no diecinueve o veinte, no habría cojones a convencer a un juez de que las inductoras son ellas.
Me gustan estas criaturas, tienen su gracia, pero su encanto se va disipando a medida que uno descubre su automatismo, el argumento de la función, el papel que representan. Yo he conocido varias y conoceré más. Las redes sociales son tremendas para estos acosos que no le dejan a uno trabajar en paz.  Si te pillan en una charla o dando clase es todavía peor. Un amigo lo llama "el efecto tarima".
El caso es que una de estas borregas medrantes te pilla en un día tonto y acaba buscando pasar la noche contigo en la calle, de bar en bar, con un vago porvenir de cama que a lo mejor luego no es tal. Hijas mías. De modo que uno tiene que acabar ignorando cuanto antes sus ganas de juerga, meterlas en un taxi y dejarlas en casa de sus padres. Las hay que aprovechan para comer o cenar por la filosa a tu costa -y cómo comen las tías, como perras hambrientas-, y guardarse el dinero que les manda la familia para comprarse tangas y pintamorros color sobrasada.  En mi caso ellas advierten mi cortés desencanto.  Te regalan el pañuelo que llevan al cuello, incluso te lo anudan al pescuezo diciendo que te queda bien (el pañuelo es una mierda, claro).
A lo mejor hasta se irían a la cama con uno, todo entra en el precio, o, por mejor decir, en las facturas de los restaurantes. No son putas. Son liberadas. Nada espontáneas y muy concretas. Es una pena: sin espontaneidad no hay aventura, aunque haya cama. Al final uno las despide con buenas palabras y falsas promesas y tira el pañuelo por la ventanilla del coche, en la autovía de vuelta a casa. Se lo lleva el viento como un murciélago muerto.
Son lobas con piel de borrega perfumadas de feromonas que, pobrecitas, sólo tratan de aprovecharse de nuestras vanidades y de un exceso de imaginación que a veces nos nubla la vista.

FOTOGRAFÍA: Santiago Andreu

(en esta sección, Santiago Andreu -fotógrafo- y Francisco Gijón establecen una correspondencia artística en la que fotografías y textos se contestan creando un diálogo contractual de impresiones plásticas)