Será perversión de mis sentimientos, pero tengo la desgracia de indignarme más por las estupideces que por las crueldades. Leo la prensa, escucho la radio, contemplo las redes sociales... y sólo encuentro odio y carpetovetonismo celtibérico. En su secular dejadez de funciones, la Justicia permanece anclada en el siglo XIX; pero es que la plebe (también llamada "pueblo soberano" en época electoral) se deja arrastrar con esa facilidad concomitante con la falta de criterio que siempre ha caracterizado al español medio.
Siendo simplistas, el mundo se divide en dos: los que hacen cosas y los que no las hacen. Los segundos son mayoría agradecida de determinadas facciones de los primeros.
Yo, iluso de mí, pensaba que las nuevas altotecnologías y la globalización comunicativa de las redes iban a servir para que nos conociésemos mejor y aprendiésemos a convivir, pero es justo lo contrario: se reducen a un comedero de egos, a un pitas-pitas de nuestros miedos y falsas convicciones. Utilizamos estas plataformas para seguir apedreando a los demás (de forma legal) y haciendo cadáveres virtuales de conciudadanos que dejar luego en las cunetas. Es decir: insultar sin ton ni son. Y, perdónenme, de todas las brutalidades y estupideces del sectarismo, ninguna tan burra como la intolerancia.
Y, viendo al personal, uno se imagina todavía en el siglo antepasado con toreros por la calle recogiéndose el pelo ensortijado con su calañés o emperifolladas damas luciendo sombreros archiduquesa e impertinentes (véase 3ª definición del DRAE). Vamos, que sólo nos falta Castelar con su voz chillona echándole piropos a las hijas de las rancias por la playa de Donosti. Entre tanto, ahí sigue el pueblo llano dispuesto a derribar y destruir la convivencia, que tal y no otra es la muestra de ejemplaridad que solemos dar al primer balido que hable de libertades posibles o perdidas. Se habla mucho últimamente de las libertades, pero obviamos que libertades no es lo mismo que libertad. Claro, porque de eso no queremos saber nada.
Volviendo al siglo XIX, a mí me gusta mucho analizarlo. Fue una centuria que pecó de ingenua en sus ideales democráticos; pero todo aquello fue preferible a la barbarie materialista de su sucesor, el siglo XX, tan realista, tan práctico, tan cargado de guerras, tiranías, desconcierto económico y malestar universal. El siglo XX, del cual no nos hemos curado, padeció el fetichismo del Estado. Hizo de él un Leviatán devorador del individuo, una máquina trituradora de la personalidad individual. Yo, a estas alturas y tras tanto estudiar, no creo que pueda hacerse una gran nación ni un gran Estado a costa de empequeñecer a los hombres, pero es que tenemos tan inculcado ser rebaño que casi exigimos que el Estado sea cuartel, asilo, hospital, presidio e incluso manicomio. Yo, que dudo tanto (cada día más), cuando me encuentro a alguien tan convencido de tener razón que llega al punto de desconocer la mala conciencia, es que me asusto. La España actual ha perdido la sal y tiene un paisaje solemnemente maleducado. Eso de la buena y la mala educación en el paisaje me enfrascaría en una disgresión compleja que casi ningún lector entendería así que dejémoslo estar y concluyamos que hay quien se pasa las horas muertas pendiente de su emisora de radio y no sabe oír la radio interior que todos llevamos dentro.
A menudo me preguntan amigos de otros países sobre cómo veo yo las Españas y reconozco que me despacho a gusto porque, como la mayoría pertenecen a naciones que eligieron el otro camino del Concilio de Trento, pues tienen una perspectiva más amplia y saben entender mis opiniones sin sojuzgarlas.
Pero nada de esto se explica si no nos fijamos en nuestra historia. No sé quién dijo que hay que estudiar historia para reconocer nuestros errores cuando los volvamos a cometer. Dábase por sentado que la repetición era inevitable. No le faltaba razón. Y es que hay cosas que sólo pueden explicarse por esa baja envidia de las almas plebeyas, que por no ser ni capaces de admiración, quisieran suprimir todo lo admirable que puedan tener los demás, como si les avergonzara un ejemplo que ellos no serían nunca capaces de imitar o un cotejo que en nada pudiese favorecerles.
Hablemos del reaccionariado.
Cuando digo REACCIONARIADO no me refiero a la gente de derechas, sino a la de derechas o izquierdas que no se dan cuenta de que son una jauría de reaccionarios. No me expreso en sentido negativo, sino constatativo. Huyo de dos términos que aborrezco: "facha" y "rojo". El paisanaje que se cree de izquierdas (eso habría que verlo) identifica fascismo con un sector de la población legítimamente de derechas que mamó de las tetas de un régimen nacional-católico, autoritario y militar. El Franquismo, queridos, no fue un sistema fascista, sino de fuerza. El fascismo se basaba en la clase media y en España no hubo clase media hasta bien entrados los años 1980. Es cierto que a la derechona española el poder la vuelve loca y hace muchas tonterías, pero la izquierdona pega cada patinazo que Dios tirita con sus desmanes neuronales, por ejemplo cuando aparece la bandera o la palabra "patria". "Eso es de fachas", dicen los muy gilís cuando se mentan ambos símbolos. Somos el único país del mundo en el que la mitad de la población aborrece su bandera o reniega de la palabra patria (luego hablaremos de patrias). Pero, vamos a ver, si hay alguien en España que tiene patria éste no es otro que el plebeyo de antes o el obrero de ahora. Los que no tienen patria son los capitales económicos como no la tenían los nobles del medievo, que se unían al mejor postor de sus intereses. Ni siquiera la Iglesia tuvo patria jamás (por algo es Católica, ergo universal). Pues nada, el paisanaje no se entera. Y en eso seguimos anclados en el siglo XX de los grandes discursos que tanto daño nos han hecho.
Por eso hay que estudiar historia: para hacerse preguntas aunque no sepamos responderlas. Ahí lanzo una: ¿por qué la primera intervención militar de la OTAN desde su creación tras la II Guerra Mundial consistió en bombardear con aviones americanos un país Europeo? (¿se lo han preguntado alguna vez?). No, no nos preguntamos nada porque preferimos asistir al lamentable espectáculo de una política española que se destroza mansamente haciendo uso de sus corderitos, los del reaccionariado (de izquierdas o de derechas, que tanto monta). Me refiero a ésos que clamaban hace tres años que los del 15-M dejasen de ser "perroflautas" y se organizasen políticamente y luchasen por el poder siguiendo las reglas del juego y que ahora andan acojonaditos porque les han hecho caso (España es un país acojonadito, siempre lo fue desde la batalla de las Navas de Tolosa en 1212) ¿En qué quedamos? ¡Ah, sí, en las Navas de Tolosa, que ahí empezó la gran cagada!
El hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona. Ayer mismo alguien me señaló con dedo acusador tachándome de "catalanista". Al parecer es un insulto muy de moda (yo lo encuentro demodé, pero en fin). No pienso pedir perdón por haber nacido en Madrid y querer tanto a Cataluña (también quiero a Galicia, Asturias, Navarra y País Vasco... lo siento: he estudiado historia, no puedo evitar tener mis veleidades y mis simpatías). Más nota deberían tomar algunos del amor que le tienen los catalanes (independentistas o no) a su tierra. Tal amor debería ser ejemplo en el resto de las Españas. Yo sólo le encuentro un defecto al independentismo catalanista: la pequeñez de sus ambiciones. Su aspiración a la independencia también se retrotrae al siglo XIX. Separarse de España... ¡bobadas! Las ambiciones han de ser grandes; achicarse no ha sido nunca una aspiración que valga la pena. Yo preferiría una ambición mayor: que Cataluña se anexionase a toda España para que ésta fuera de Cataluña como antes lo fue de Castilla. Transcurrido el tiempo de decorosa viudez a que nos ha condenado el tardofranquismo (1965-201?), yo creo que ya estamos en edad de merecer un odre nuevo para nuestros añejos vinos.
Pero no, lo que toca por ahora es que sigamos irracionalmente confrontrados, como hace 100 años y sigamos parasitando personalidades rancias de uno y otro color para tratar de aferrarnos al mondadientes, que es lo único que ha quedado flotando tras el hundimiento. Porque, España, queridos amigos, está hundida y bien hundida (en las últimas semanas podemos contemplar cómo las ratas más insignes están abandonando el barco, por ejemplo, del hemiciclo: ¡claro! ¡el reaccionariado!)
Somos estúpidos. La caridad aún no ha aprendido a ser alegre, ni la sociedad a ser madre, ni los poetas gobiernan el mundo, ni a los soñadores se nos permite realizar nuestros sueños. Y es que sólo hay una cosa más ofensiva a la inteligencia que la ingratitud: la estupidez. Y de eso en las Españas sabemos mucho.