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miércoles, 24 de febrero de 2016

ESPAÑOLOGÍA DE LA CASTA

Pues es que resulta que es una palabra castellana. Castellana española. Española peninsular. Autóctona y exportable, vaya. Merecía la pena dedicarle una españología a nuestra actualísima amiga la casta. Resulta que Joan Coromines, en su Diccionario Crítico Etimológico de la lengua castellana (Madrid 1954), defiende para la palabra de marras un origen germánico. Otros autores, los más, se inclinan por una derivación del latín. Y tiene su lógica. Acaso la casta tenga que ver con vocablos latinos como castus y castitas. La palabra castus, además de una significación en términos amatorios y por lo tanto biológicos, y de que se relacione con el pudor y la castidad (castitas, sobre todo en la mujer), tiene una acepción ética (de pureza, integridad, virtud) y las dos se unen a otra acepción, religiosa, que hace que lo casto sea sinónimo de pío y santo. Justamente, todos estos valores andan asociados al perfilarse la noción de casta en lengua castellana o portuguesa y aun en otras peninsulares, incorporándose incluso al euskera, que ya a principios del siglo XX, en los pueblos de la frontera de Navarra y Francia por la parte del Bidasoa, a los carabineros y a sus familiares se les llamaba ELTZETZUAK (los del puchero - ELTZIA) y se aludía a los mismos como ELTZETZU KASTA. De la misma época es el tan usado y nada peyorativo término "castizo" en los Madriles.
Habría que indicar que, cuando en español o portugués, se hace referencia a la casta, la hay, unas veces, implícita, a cierta calidad buena o a una falla del linaje o del fruto de éste, sea vegetal o animal. Y, así, se habla de una buena o mala casta. Por lo que PODEMOS afirmar que la palabra CASTA no es, en sí, peyorativa, si la utilizan personas que saben qué idioma manejan (o qué intenciones gestionan).
Mas, por otra parte, el concepto de que la casta es algo que se transmite por herencia, referido a los hombres, y tan manido entre los totalitarismos, se une a la noción de que herencia semejante se funda en peculiares antecedentes religiosos de los mismos hombres, los cuales son los que hacen que se produzca la bondad, la superioridad en unos casos, y la inferioridad y la maldad en otros. Dicho más claro: cuando aludimos a una casta en tono despectivo es sistemáticamente porque entendemos que nosotros somos otra casta, la buena.
Se explica así que los portugueses, cuando se encontraron frente a la organización social de la India, que es única en el mundo, que no es susceptible de ser equiparada a otra alguna, caracterizaran el enorme sistema de que era difícil dar descripción justa, utilizando la palabra "casta" que es la que podía hacer referencia global a lo más parecido que conocían. Y si bien la palabra resulta adecuada como adjetivo, al describir los grupos sociales de aquel país, resulta dificultoso utilizarla como un nombre sustantivo. Y sin embargo es lo que se hace. Desde 1516 la usan los portugueses con este fin y, detrás de ellos, los españoles, italianos, franceses, ingleses y alemanes.
Resulta, pues, importantísimo reafirmar que la palabra CASTA tiene un origen peninsular, que no es fortuita su adopción por pueblos que luego han tenido mucho trato con la India, como los ingleses, y que el uso peyorativo implica siempre, siempre, siempre la aceptación de que el hablante pertenece a otra superior, de índole más bien religiosa o mística, como los arios que votaban a Hitler, vaya.
Pues eso.

lunes, 22 de febrero de 2016

ESPAÑOLOGÍA DE GALENOS: EL DOCTOR VELASCO

Releyendo las memorias inacabadas de mi tío tatarabuelo, el premio Nobel de Literatura don Jacinto Benavente, encuentro una alusión a un hecho luctuoso que resulta un buen ejemplo dentro del inmenso anecdotario de la España negra de finales del siglo XIX. Creo que merece la pena contarlo.
El padre de don Jacinto fue un prestigioso galeno murciano que prestaba sus servicios en la capital como pediatra tanto entre la gente más pudiente como entre la más humilde e incluso los niños abandonados en orfanatos. Era tal su fama y buen hacer que sus colegas de profesión no dudaban en consultarle en todo lo relativo a la salud de sus propios hijos. Tal ocurrió cuando Conchita, la hija del doctor anatomista, don Pedro González Velasco, íntimo amigo de la familia Benavente, padeció unas fiebres tifoideas. Don Mariano, el patriarca de los Benavente, le prescribió a la niña un reposo absoluto y al padre mucha paciencia. No obstante, al doctor González Velasco, no pareciendole el tratamiento suficiente y con don Mariano muy en contra de su criterio, decidió suministrarle a Conchita unos fuertes purgantes que le provocaron una hemorragia interna y la llevaron directamente a la tumba. El padre de don Jacinto, roto de dolor, aunque no tanto como su colega, no se atrevió a discutir más con su compañero y amigo. El otro, devastado por la pérdida, nunca volvió a frecuentar la amistad de don Mariano, más por vergüenza por no haber confiado en él que por orgullo.
El caso es que, y aquí viene lo escabroso, el doctor, enloquecido totalmente por el dolor, pidió que se embalsamase el cuerpo de su hija, lo que dio lugar a un montón de rumores en aquel Madrid decimonónico que involucraron no sólo al padre sino también al prometido de la tal Conchita. 
Se comentaba que el doctor Velasco encargaba vestidos y joyas para su difunta niña, que la sentaba a la mesa en las comidas e, incluso, y esto es lo más truculento, se llegó a afirmar que el doctor Velasco junto con el doctor Núñez, a la sazón el prometido de Conchita, la sacaban de paseo todas las noches en un carruaje. Y así hasta que el padre de la muchacha falleció, momento en que da comienzo una nueva leyenda en torno a los restos de esta muchacha que, en teoría, fueron enterrados junto a los de su padre en el cementerio de San Isidro. 
Sin embargo, se dice, se cuenta, se comenta, que el doctor Núñez, prometido de Conchita, que tampoco había superado su prematura muerte, se quedó con la momia y se la llevó consigo a la facultad de medicina de la Universidad Complutense de Madrid. Y si bien estos hechos no están comprobados oficialmente, sí que hay un dato curioso que merece la pena destacar. Resulta que en dicha facultad hay una sala en la que se conservan cuerpos para los estudios anatómicos del alumnado y se afirma que, entre ellos, existe la momia de una joven, una mujer de pequeño tamaño, que, desde siempre, doctores y estudiantes que allí trabajan han llamado "la hija del doctor Velasco", y como tal está etiquetada, no sabemos si en broma o en serio. En cualquier caso se cuenta que, cuando murió el padre de Conchita, su prometido, el doctor Núñez, cogió el cuerpo momificado y se lo llevó a la facultad, donde lo mantuvo semioculto. Incluso, alumnos del doctor Núñez llegaron a afirmar que éste bajaba de vez en cuando a la sala en cuestión y que allí pasaba largas horas; eso y que cuando abandonaba el lugar, lo hacía consternado y con los ojos congestionados como de haber estado llorando. 

martes, 16 de febrero de 2016

MANUELA CARMENA, UN CATALÁN CACHONDO Y LA ESPAÑOLOGÍA DE LA BLASFEMIA

Cuenta Luis Carandell en uno de sus magníficos recopilatorios de anécdotas que allá por abril de 1982 recibió una carta del abogado Miguel Cid Cebrián anunciándole que le había propuesto como perito, en su condición de escritor, para un juicio por blasfemia. La vista debía celebrarse en el juzgado de San Lorenzo de El Escorial y el procesado era un concejal de Alpedrete, un pueblo de la sierra de Madrid. Adjunta, el letrado le enviaba al periodista barcelonés las diligencias del Ministerio Fiscal en las que se narraban los hechos. El tema venía a ser que, celebrando el Ayuntamiento de Alpedrete sesión pública en fecha tal y cual, se originó una discusión entre dos concejales durante la cual uno de ellos, el acusado, se levantó y a voces dijo "me c*** en Dios", frase que provocó la inmediata y airada reacción de los allí presentes, lo que obligó al alcalde a suspender la sesión y requerir el auxilio de la Guardia Civil par despejar el salón de plenos.
El abogado había designado a otros dos peritos para el mismo juicio y propósito: el sociólogo Francisco Álvarez Alonso Torrens y el teólogo Benjamín Forcano. En el día y hora señalados acudieron los tres, igual que lo hicieron los testigos, y fueron llamados uno a uno a presencia de la señora juez de San Lorenzo de El Escorial, una de las primeras mujeres que llegaron en España a ejercer la judicatura, doña Manuela Carmena, quien ya era conocida en los medios porque había pertenecido al famoso despacho de abogados de la calle de Atocha, de tan triste recuerdo. Revestida ahora de la autoridad, bajo el gran tapiz con las balanzas de la Justicia, se disponía doña Manuela a juzgar un supuesto delito de blasfemia promovido por el Ministerio Público.
Carandell, don Luis, fue el último de los peritos en ser llamado para hacer su expertizaje, por lo que no oyó los de Torrens y Forcano, aunque sí las declaraciones de los testigos llamados a continuación. Apenas comenzó su comparecencia, el abogado defensor, Cid Cebrián, le preguntó después de pedir la venia a la juez:
-Señor perito, ¿conoce usted el motivo por el cual el Ministerio Público procesó al acusado?
-Lo conozco, señor letrado.
-En este caso sabe usted, señor perito, que la frase que el acusado pronunció y que el señor fiscal considera como constitutiva de delito de blasfemia fue "me c**** en Dios"
El fiscal protestó:
-La pregunta es improcedente, señoría. Ruego que conste en acta mi protesta.
La juez, que hasta el momento había permanecido en silencio, respondió:
-No es improcedente, señor fiscal.
Y dirigiéndose a Carandell, le dijo:
-Por lo tanto, queda claro que usted, señor perito, sabe que de lo que el Ministerio Fiscal acusa al señor concejal de Alpedrete es de hacer dicho, durante la sesión del consistorio cuya fecha consta en diligencias, la frase "me c*** enDios"?
Refiere Luis Carandell en su anecdotario  que durante el peritaje tanto el abogado de la defensa como la propia juez recordaron al señor fiscal no pocas veces, ante sus protestas, la frase malsonante que él como perito estaba llamado a valorar. Basó el periodista barcelonés su expertizaje en la idea de que siendo España un país de honda tradición religiosa, el nombre de Dios era con frecuencia mencionado e invocado en el lenguaje coloquial. No solamente se dice, en efecto, "si Dios quiere", "gracias a Dios", "vaya usted con Dios" o "Dios mediante", sino que también el nombre del Sumo Hacedor surge en frases aparentemente menos respetuosas aunque igualmente inocuas, tales como "que venga Dios y lo vea", "no hay Dios que haga tal cosa", "no ha venido ni Dios" o "está como Dios".
En el tipo de expresiones que el fiscal juzgaba como blasfema, continuó razonando don Luis como perito, que son frases hechas que, si bien deben considerarse sin duda malsonantes, no pueden constituir blasfemias en el sentido del código porque el que las pronuncia no da jamás a la frase un significado literal ni piensa en ningún momento en el nominal destinatario de la improcedencia pronunciada en un momento de crispación del ánimo.
Luego supo Carandell que el teólogo Forcano había centrado su peritaje en la afirmación de cuán poco podía ofender a Dios la frase del acusado. Para más inri, el concejal de Alpedrete que había soltado el exabrupto era de Fuerza Nueva.
El peritaje de Carandell terminó cuando, a preguntas de la juez Carmena, se reafirmó en la idea de que difícilmente podía haber habido escándalo público (requisito imprescindible para tipificar el delito de blasfemia del artículo 239 del entonces vigente Código Penal -teniendo en cuenta el no infrecuente uso que, especialmente en zonas rurales, se hacía de la expresión que había sentado en el banquillo al concejal de Fuerza Nueva).
El fiscal, en el posterior interrogatorio a los testigos, trató de obtener si conseguirlo declaraciones de que la frase de referencia había sido proferida varias veces por el acusado con escándalo de los presentes. Con esto y la ulterior absolución del acusado acabó el insólito juicio.
Sirva esta simpática anécdota para reflexionar sobre las palabras BLASFEMIA, PROVOCACIÓN y REBELDÍA.
En pleno 2016, yo creo que provocación y rebeldía sería un exabrupto contra el Islam, que sí sería considerado blasfemia hasta por los que hoy en día justifican determinados arranques de malísima educación como justificados en basea a la larga historia de la Iglesia Católica en los últimos cuatro siglos, al parecer exclusivamente llena de oscuridades y sin ninguna luz. Pero hasta ellos conocen que lo verdaderamente rebelde y lo auténticamente provocativo habría sido sacarse las tetas en una mezquita, ya que saben que de todas las religiones del Libro, la única que defiende la lapidacion de mujeres, la ablación de niñas o el ajusticiamiento de homosexuales, o se constituye como identitaria e indivisible del Estado, no es ni el cristianismo ni el judaísmo, sino la otra.
Así que menos lobos, cachorrillos, que os faltan muchos hervores todavía para ponerle marco a la foto.

lunes, 1 de febrero de 2016

ESPAÑOLOGÍA DEL HORTERA Y DEL GILÍ

Hortera es una palabra que se aplica, en principio, mucho mejor que a ningún otro lugar a la sociedad madrileña, con su mezcla de valores preindustriales, señoriales, y el cambio hacia la vida cosmopolita que experimentó a lo largo del siglo XX.
Hasta bien entrado el siglo pasado el hortera era simplemente el dependiente de comercio, sobre todo de las tiendas de tejidos. Era una figura joven y atractiva, pues para su oficio debía mantener "hechura, garbo, gracia y vergüenza". Se trataba de una personificación del madrileño, por lo general bien vestido. De acuerdo con la fina observación de Concha Espina, los madrileños por la calle son "dueños de una cierta elegancia antigua, que no se observa en otras naciones; es un matiz aseñorado, un punto de gracia y distinción que trasciende en el irreprochable atavío de burgueses y oficinistas, hasta en su negligente paso, lento y rítmico al intenso resplandor meridional, como si nada perentorio les obligase a una marcha descompuesta y servil."
Con el tiempo, el vocablo hortera fue degenerando hasta comprender casi lo contrario de lo que al principio significaba. Al ser un dependiente de tiendas cuya clientela era acomodada o elegante, el hortera tuvo que extremar sus formas, su lenguaje, su atuendo, para no desentonar. En Madrid se resalta la figura del hortera letrado, que era el dependiente de comercio que leía mucho y hablaba con estudiada parsimonia y abuso retórico. Pero ese mismo esfuerzo resultaba falso y desde luego ridículo cuando el dependiente regresaba a su medio natural, el que resultaba proporcional a sus ingresos, más bien modestos. Baroja emplea la expresión "hortera de tienda de sedas" para referirse a la figura del dependiente de comercio satisfecho y petulante. Concreta más: "Allá en Bilbao hay hortera que gana cincuenta duros al mes y compra zapatos de quince para lucirse en la calle del Correo y que le tomen por marqués." Ya sabemos la importancia que los españoles le hemos dado siempre al calzado. La presión social tenía que condenar el desclasamiento, el quiero y no puedo de estos recién llegados a las clases medias.
Pronto se pasa a ridiculizar al hortera por su afectada indumentaria. Es el tipo humano que pierde el sentido de la medida; es el que bebe champán en las escenas amatorias, el que hace el ridículo en determinadas situaciones sociales. El desprecio por el hortera revela un uso social muy característico de la vida española. A saber, el culto a la apariencia. El hortera es EL QUE NO SABE APARENTAR BIEN. El nuevo rico tendrá mucho dinero, pero no puede compensar su falta de finura natural. Eso a lo que Aguilar Catena llamó "proceder como un hortera maleducado."
El modo de ser achacable a los horteras incluye el desprecio por el modo de hablar: frases hechas, cursis, relamidas. Es el lenguaje de horteras, barberillos, faquines (mozos de cuerda) y zapaterillos (dependientes de zapaterías) al que se refiere en su obra López Pinillos.
Hay una sin par presentación de la figura física del hortera con el pelo cortado a raíz, con bigote y andando con los pies en ángulo recto, a causa de las tablas del mostrador. Esa era la posición a la que le obligaba el trabajo de despachar muchas horas detrás del mostrador. No era precisamente una figura airosa. En el fondo del desprecio al hortera late el recelo general contra los comerciantes. Es una supervivencia de la mentalidad hidalga. Comprar y vender han sido siempre en la España Antigua ocupaciones poco honorables, incluso estigmatizadas. De ahí la asociación con los judíos.
Por su parte, la aristocracia, como clase distinta de la burguesía, fue siempre un cuerpo esencialmente madrileño también. No lo unifica tanto el linaje, el título, como el modo de vida. Es el grupo privilegiado que vive sin trabajar, de las renta (rentista). Poco a poco se va incorporando a la vida de los negocios, primero en el plano financiero. Se suma el ennoblecimiento de algunos prominentes burgueses por medio del matrimonio con hijas de la aristocracia, fenómeno que se dio en toda Europa. Todas las metáforas situaron a la aristocracia en la cúspide de una hipotética pirámide social. Se habló así de la crema, la espuma, el éter o la pomada de la sociedad. Pero a la aristocracia madrileña le adornaba un rasgo distintivo: el flamenquismo. Así Palacio Valdés nos habla de "las formas desenvueltas, la serenidad burlona, el desgarro" que caracterizaba sobre todo a algunas mujeres de alta cuna. Se podría tildar de plebeyismo, para culminar la acertada paradoja. 
La aristocracia debate continuamente la legitimidad de su función. Sus avatares son los de la monarquía, que entra en crisis en 1923 y desaparece en 1931. Es entonces cuando se redobla la discusión legitimadora de la aristocracia. Es conocida la tesis de José Antonio Primo de Rivera (él mismo un marqués de reciente cuño, por cierto) sobre el "magisterio de costumbres y refinamiento" que correspondía a la aristocracia. Esta tesis la transcribe muy bien un personaje de El sabor del pecado, de Manuel Bueno, quien se sentía vasco y españolista. Se trata precisamente de un relato que describe el ambiente aristocrático durante la crisis de 1931. El texto es un formidable alegato político: "Aburguesada sin detrimento de su dignidad ancestral, esta aristocracia no sólo no inspira recelos, sino que es considerada como un elemento educador de la sociedad, a la que asesora, discretamente, en materia de buen gusto y de elegancia mundana." La ironía del destino fue que el autor fue fusilado por los republicanos nada más iniciarse la Guerra Civil.
Fuera ya de la polémica política, lo que distingue sociológicamente a la aristocracia es su intensísima relación social. "Viven de invitarse o de no invitarse" (Ortega y Gasset), "toda la gente distinguida se ve por la mañana, por la tarde y por la noche. El gran entretenimiento de ellos no es presenciar óperas, dramas, pasear, andar en coche o bailar; la satisfacción es verse todos los días. Saber lo que hacen, descubrir el aspecto de una familia, su encumbramiento o su ruina, estudiarse, espiarse, observarse unos a otros" (Pío Baroja).
El carácter plebeyo, cuando no republicano, de muchos de los novelistas les lleva al tratamiento de la nobleza de una manera satírica o, por lo menos, ácida. La crítica a la aristocracia arranca y se centra en el fracaso de aquella misión ejemplarizante que decía Manuel Bueno. Es decir, se discute no tanto la legitimidad de su origen, como la de ejercicio. Sobre todo se hace notar la ausencia de mecenazgo, que pudo distinguir a la nobleza de otros tiempos. Véase este duro reproche de Insúa: "La high life española sentía horror del talento, desdén por los artistas... La Corte jamás protegía a un poeta, un literato o un filósofo... Los protegidos de la Corte se espigaban entre los mediocres y el previo plácet del valido eclesiástico o la recomendación jesuita."
Sobre el texto anterior cabe hacer un excurso lingüístico. La expresión high life (alta sociedad) se utilizaba mucho a principios del siglo XX. Como es natural, muchos la pronunciaban "gilí", que en caló es un despectivo (tonto, estúpido). La coincidencia de sonidos facilitaba la crítica de la alta sociedad. No deja de ser irónico que, para designar a la clase alta, se eche mano de un gitanismo.
La evolución de lo hortera y gilí a lo largo del siglo XX supuso, en principio, una exportación de Madrid al resto de provincias y, en segundo lugar, una democratización hacia clases sociales mucho más plebeyas.
El non plus ultra del horterismo se alcanzó a finales de los años 90, cuando manadas enteras de adocenados miembros de la clase obrera, ante el shock del crédito fácil y la influencia flatulenta del estímulo televisivo, se lanzaron en masa a consumir hipotecas, vehículos y bienes que estaban muy por encima de su preparación. Todos recordamos aquellos padres que llevaban a sus hijos al colegio público en todoterrenos, esos amigos que comían con la boca abierta y eructaban hasta ponerse verdes pero tenían un frigorífico especial para los vinos como si supiesen de otros caldos que los de su bilis, el meteorismo de los dúplex con nombres ostentosos (marquesado de tal, ducado de cual, el pazo de esto, residencial de lo otro) y, en zonas especialmente maltratadas por el complejo de inferioridad del provincialismo, la alusión constante a determinados colegios privados como carta credencial de una preparación por encima de la del resto de la piara (he estudiado en los franciscanos, yo foy a los maristas, soy del colegio del Pilar...) y, cómo no, a esos funcionarios de clase A (principalmente profesores de secundaria tras la catarsis de la huelga de 1988 que les redobló el salario y la holganza) que pasaron de repente a desposarse entre ellos y a vestir de Gucci, oler a Chanel, bolsear de Loewe, amueblar sus casas en Artespaña y pederse a las finas hierbas mientras ocultaban su oscuro pasado: que muchos eran hijos de emigrantes de la uva o de gentes del agro. Muchos empezaron con la tentación de una camiseta de jugar al tenis con un reptil cosido al pezón; el resto vino después. Pero por sus bocas se les sigue conociendo aún hoy.
Y es que, amigos míos, conforme todos nos volvimos gilís, lo hortera se adueñó de nuestras vidas. Y hasta la fecha.